Johannesburgo continúa siendo un imán de prosperidad y libertad para millones de personas de todos los orígenes, más de 70 años después de que deslumbrase a un joven Nelson Mandela.
Dice Mandela en su autobiografía, “El largo camino hacia la libertad”, que, a su llegada de provincias, la veía como “una ciudad de sueños”, “de peligro y oportunidades”, donde los campesinos pobres podían hacerse ricos de la noche a la mañana.
Deslumbrado por sus luces, Johannesburgo era para el joven del campo un lugar de rascacielos interminables, de multitud de lenguas desconocidas, de coches lujosos, mujeres hermosas y “gángsters” elegantes.
Más de 70 años después, los colosos de acero de la Nueva York africana siguen tocando el cielo y, a sus pies, se buscan la vida refugiados y emigrantes de los cinco continentes.
Un 14 por ciento de los habitantes de Johannesburgo son extranjeros, según datos del Centro para el Desarrollo y la Gestión de Sudáfrica.
Ni los más castizos del lugar pueden presumir aquí de raíces profundas, porque la ciudad se estableció a finales del siglo XIX, en torno a unas minas de oro que atrajeron a los primeros buscadores de fortuna.
El argentino Juan Carlos Gorini llegó en 1990 a la urbe, con 35 años, huyendo de la crisis en su país natal y en busca de aires nuevos tras un divorcio.
“Sentí que la gente te ayudaba, todas las puertas se te abrían inmediatamente”, dice a Efe Gorini, que alaba el carácter abierto de su ciudad de acogida.
Después de trabajar un tiempo con peluqueros italianos, abrió su propio salón, que sigue regentando en el barrio acomodado de Linden.
Johannesburgo le permitió también disfrutar de su gran vocación: el espectáculo y la música.
“Al poco tiempo de llegar trabajé en una radio portuguesa, donde imitaba a Mandela, y hacía en español una parodia del horóscopo”, recuerda Gorini.
Pronto se puso a cantar en restaurantes, canciones en italiano y español, un trabajo que aún hace los fines de semana en un conocido centro comercial.
“Había mucha demanda, les encantaba la 'Lambada', la 'Macarena', toda la música latina...”, explica el argentino, que triunfa con “Guantanamera”.
Gorini frecuenta el Club Italiano, donde se reúnen descendientes de inmigrantes de aquel país para comer pasta y comentar, en su idioma o en un inglés con fuerte acento italiano, las carreras de motos o de fórmula 1.
Cerca del club, en el barrio de Bedfordview, se encuentra uno de los centros de recreo de una de las comunidades más influyentes de la ciudad, la griega, a la que pertenece el letrado de origen heleno George Bizos, imagen perfecta del sueño sudafricano.
Abogado e íntimo de Mandela, activista contra el régimen racista del “apartheid” y respetado defensor de los derechos humanos, Bizos llegó con su padre a Sudáfrica huyendo de la invasión nazi en 1941, cuando tenía trece años.
Bizos desembarcó en el puerto suroriental de Durban, pero enseguida tomó un tren a Johannesburgo, donde se encontraría con otro joven recién llegado, Nelson Mandela: juntos contribuirían a poner fin al racismo institucionalizado.
En el centro de la ciudad, los rascacielos se concentran en una de las zonas más cosmopolitas de Johannesburgo: el Central Business District (CBD), antiguo centro financiero, donde un 40 por ciento de la gente no tiene origen sudafricano.
Ondean allí coloridas banderas de Etiopía, la República Democrática del Congo, Angola, Mozambique o Nigeria.
Detrás de cada enseña hay historias de persecución o miseria y la gratitud a la ciudad y el optimismo que cuesta encontrar en muchos sudafricanos.
En los márgenes del CBD, se despliegan la inevitable Chinatown y el emporio asiático Oriental Plaza, donde comerciantes indios ofrecen a buen precio todo tipo de productos y comidas picantes.
En dirección al rico norte de la ciudad, en un barrio popular afrikáner, se encuentra el pub Pombo's, entre cuya clientela blanca suelen beber refugiados y emigrantes de Zimbabue, que escaparon del hambre y la persecución política del régimen de Robert Mugabe.
En el Pombo's para también el mecánico serbobosnio Nenad Mikic, quien llegó con su mujer y sus dos hijas a Johannesburgo en 1993, un año después de enviar a su hijo de 19 años para evitar su alistamiento en las fuerzas serbias en la Guerra de los Balcanes.
“Temíamos que nuestro hijo muriera en la guerra, y aquí pudimos tener una vida normal”, asegura la mujer de Mikic, Gordana.
“Nunca nos trataron como extranjeros”, apunta Nenad, quien quiere volver con su esposa a los Balcanes para abrir un restaurante y jubilarse.
En cambio, sus hijos, como otros tantos inmigrantes, se quedarán en la ciudad, donde se han casado y se ganan bien la vida.
Por Marcel Gascón