'Antifa', un manual para la lucha antifascista
- Mark Bray, historiador y uno de los organizadores de Occupy Wall Street, traza en el libro 'Antifa', publicado por Capitán Swing, la historia del antifascismo y su presencia actual a través de entrevistas con antifas de todo el mundo
Querría que este libro no fuese necesario. Pero alguien prendió fuego al Centro Islámico local de Victoria (Texas) pocas horas después de que la Administración de Trump anunciase su veto migratorio a los musulmanes. Y algunas semanas después de la presentación de una avalancha de más de 100 leyes contra el colectivo LGTBQ, a principios de 2017, un hombre echó abajo la puerta principal de Casa Ruby, un centro de defensa de los derechos de las personas transgénero en Washington DC y agredió a una transexual mientras gritaba: «¡Te voy a matar, maricón!».
Un día después de la victoria electoral de Donald Trump, los estudiantes de ascendencia latinoamericana del Instituto de Secundaria Royal Oak, en Michigan, acabaron por llorar cuando sus compañeros de clase empezaron a corear: «¡Construye el muro!». Más tarde, en marzo, un antiguo soldado y supremacista blanco se fue en autobús a Nueva York para «atacar a hombres negros». Apuñaló y mató a Timothy Caughman, un indigente de raza negra.
Ese mismo mes, alguien derribó y pintarrajeó una docena de lápidas en el cementerio judío de Waad Hakolel, en Rochester (Nueva York). Entre quienes yacen allí se encuentra Ida Braiman, una prima de mi abuela. Ida fue asesinada de un disparo en 1913 por un patrón, apenas unos meses después de haber llegado a Estados Unidos desde Ucrania, mientras participaba en un piquete junto con otros trabajadores textiles, también inmigrantes judíos.
La reciente oleada de profanaciones en cementerios hebreos en Brooklyn, Filadelfia y otros lugares, se ha producido bajo la Administración de Trump. Este omitió toda mención a los judíos en sus declaraciones sobre el Holocausto, su secretario de prensa negó que Hitler hubiese gaseado a nadie y su consejero jefe fue una de las figuras más destacadas de la derecha alternativa, una corriente notoriamente antisemita. Como escribió Walter Benjamin, en el momento álgido del fascismo de entreguerras: «Ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence».
A pesar del resurgir de la violencia de los fascistas y de los supremacistas blancos en Europa y Estados Unidos, la mayoría de las personas considera que vivos y muertos están seguros, ya que piensan que estas ideologías están superadas y no suponen peligro alguno. A su entender, el enemigo fascista perdió de forma definitiva en 1945. Pero los muertos no estuvieron seguros cuando el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, dijo en 2003 que el encierro en los campos de prisioneros de Mussolini era como unas «vacaciones». Ni cuando el líder del Frente Nacional francés, Jean-Marie Le Pen, declaró, en 2015, que las cámaras de gas de los nazis habían sido un simple «detalle» histórico. Los neonazis que en los últimos años han inundado de pintadas racistas las ubicaciones de los guetos de Varsovia, Bialistok y otras ciudades polacas, saben muy bien que sus cruces célticas atacan a los muertos tanto como a los vivos.
El antropólogo haitiano Michel-Rolph Trouillot nos avisa: «El pasado no existe de forma independiente del presente […]. El pasado o, para ser más precisos, la condición de ser pasado, es una opinión. Así, de ninguna manera podemos identificar el pasado como pasado».
Este libro se toma muy en serio el terror transhistórico del fascismo y el poder de convocar a los muertos cuando se trata de defenderse frente a él. Toma partido, sin avergonzarse por ello lo más mínimo. Es un toque a rebato, que intenta dotar a una nueva generación de antifascistas del bagaje histórico y teórico necesario para derrotar a una extrema derecha que resurge. Está basado en 61 entrevistas a militantes, en activo o retirados, de 17 países de América del Norte y Europa. Pretende expandir nuestra perspectiva geográfica e histórica para poner en contexto la oposición a Trump y a la derecha alternativa, en un ámbito mucho más amplio y profundo de resistencia. Antifa es la primera historia transnacional en inglés de este movimiento después de la Segunda Guerra Mundial y la más completa en cualquier idioma. Afirma que el antifascismo militante es una respuesta razonable e históricamente documentada ante la amenaza fascista, que persistió después de 1945 y que ha vuelto a ser especialmente grave en los últimos años. Puede que al terminar este libro no se sea un militante convencido, pero al menos se habrá comprendido que el antifascismo es una tradición política legítima, que surge de más de un siglo de luchas globales.
¿Qué es el antifascismo?
Antes de responder a esta pregunta, debemos examinar brevemente qué es el fascismo. Tal vez más que ninguna otra forma de ideario político, este es notablemente difícil de acotar. Definirlo es un reto, debido a que «surgió como una corriente basada en el carisma», unida a un «acto de fe», en oposición frontal a la racionalidad y a los límites habituales de la concreción ideológica.
Mussolini explicaba que su movimiento «no se sentía ligado a ninguna forma concreta de doctrina». «Nuestro mito es la nación —afirmaba—, y a este mito, a esta grandeza, subordinamos todo lo demás». Tal y como defiende el historiador Robert Paxton, los fascistas «rechazan cualquier valor universal, más allá del éxito de los pueblos elegidos en la lucha darwiniana por la dominación». Incluso las alianzas de partidos que formaron en el periodo entre las dos guerras mundiales se vieron a menudo tensadas, o abandonadas por completo, cuando las exigencias de la lucha por el poder convirtieron a esos fascistas de entreguerras en incómodos compañeros de cama para los conservadores tradicionales. Su retórica «de izquierda», sobre la defensa de la clase trabajadora frente a la élite capitalista, era a menudo uno de los valores que primero abandonaban.
Los fascistas de después de la guerra (posteriores a la Segunda Guerra Mundial) han ensayado conjuntos todavía más disparatados de planteamientos, tomando elementos de forma indiscriminada del maoísmo, el anarquismo, el trotskismo y otras ideologías de izquierdas y vistiéndose con ropajes electorales «respetables», conforme al modelo del Frente Nacional francés y de otros partidos.
Estoy de acuerdo con el planteamiento de Angelo Tasca de que «para entender el fascismo debemos escribir su historia». Sin embargo, dado que este no es el lugar para hacerlo, tendrá que bastar con una definición. Paxton define el fascismo de la siguiente manera:
En comparación con la dificultad que tiene definir el fascismo, podría parecer a primera vista que entender el antifascismo es una tarea sencilla. Después de todo, no es sino la oposición al primero, literalmente. Algunos historiadores han empleado esta definición, literal y minimalista, para incluir en esta categoría a una gran variedad de actores históricos, como liberales, conservadores y otros, que combatieron contra regímenes fascistas antes de 1945.
Sin embargo, reducir el término a una mera oposición impide entender el antifascismo como un método político, un ámbito de identificación individual y colectiva y un movimiento transnacional que ha adaptado las corrientes socialistas, anarquistas y comunistas anteriormente existentes a una necesidad repentina de reaccionar frente a la amenaza fascista.
Esta interpretación política trasciende la dinámica simplificadora que reduce el antifascismo a una mera negación de su oponente, ya que pone de relieve los cimientos estratégicos, culturales e ideológicos desde los que han respondido los socialistas de todo tipo. Sin embargo, incluso en el seno de la izquierda se dan encendidos debates entre muchos partidos socialistas y comunistas, organizaciones antirracistas no gubernamentales y otras, que proponen emplear métodos legales para pedir una normativa antirracista o antifascista, y quienes defienden una estrategia de enfrentamiento y acción directa con la que dificultar los esfuerzos organizativos de los fascistas.
Ambos puntos de vista no son siempre mutuamente excluyentes y algunos militantes han adoptado la última opción tras el fracaso de la primera. Pero, en general, este debate sobre estrategia marca una división en las interpretaciones izquierdistas del movimiento.
Este libro explora los orígenes y la evolución de una corriente antifascista amplia que surge en la intersección entre las propuestas políticas de las diferentes corrientes socialistas y la estrategia de la acción directa. A menudo, sus integrantes actuales denominan a esta tendencia como «antifascismo radical» en Francia, «antifascismo autónomo» en Alemania y «antifascismo militante» en Estados Unidos, el Reino Unido e Italia.
En el núcleo de esta perspectiva se halla un rechazo de la célebre frase liberal, erróneamente atribuida a Voltaire (aparecida por primera vez en un libro de 1907 sobre Voltaire), según la cual «me opongo a lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo».
Después de Auschwitz y Treblinka, los antifascistas se han comprometido con la lucha a muerte contra la capacidad de las organizaciones nazis de decir nada. De este modo, se trata de un movimiento con una propuesta política no liberal, social revolucionaria, que se usa para combatir a la extrema derecha, y no solo a los fascistas en sentido literal. Como se verá, los militantes que lo integran han logrado este objetivo de muchas formas diferentes, desde ahogar los discursos de los fascistas con cánticos, para que no se pudieran oír, hasta ocupar los lugares de sus actos antes de que pudiesen empezar, infiltrar sus grupos para sembrar cizaña, destruir cualquier pretensión de anonimato o impedir físicamente la venta de sus publicaciones, sus manifestaciones u otras convocatorias.
Los antifascistas militantes no están de acuerdo con pedir al Estado que prohíba las formas «extremas» de política debido a sus propios planteamientos revolucionarios y antiestatistas y porque este tipo de prohibiciones se usan a menudo más contra la izquierda que contra la derecha.
Algunos grupos dentro del movimiento se identifican más con el marxismo, mientras que otros son de corte más anarquista o antiautoritario. En Estados Unidos, desde la aparición del antifascismo moderno bajo el nombre de Acción Antirracista (ARA) a finales de la década de 1980, la mayoría han sido anarquistas o antiautoritarios. Hasta cierto punto, el predominio de una corriente sobre otra dentro de un grupo puede constatarse en el emblema de las banderas que usa este: si la enseña roja está delante de la negra, o al revés (o si ambas son negras). En otros casos, se puede sustituir una de las dos banderas por la de un movimiento de liberación nacional, o se puede unir una enseña negra con una morada, para representar a los antifascistas feministas, o con una rosa, para el antifascismo queer, etc. A pesar de estas diferencias, los militantes a los que he entrevistado coinciden en que estas distinciones ideológicas se enmarcan a menudo en un consenso estratégico más general, acerca de cómo combatir al enemigo común.
Sin embargo, existe una serie de tendencias dentro de ese acuerdo estratégico más amplio. Algunos antifascistas se centran en impedir los intentos organizativos de sus oponentes, mientras que otros dan prioridad a la construcción de poder popular en la comunidad y a vacunar a la sociedad frente el fascismo, mediante la difusión de sus planteamientos políticos de izquierda. Muchos grupos se sitúan en el punto medio de este espectro.
En la Alemania de la década de 1990 surgió en el seno del antifascismo autónomo un debate entre quienes entendían que el movimiento era más que nada una forma de autodefensa, impuesta por los ataques de la extrema derecha, y quienes lo veían como un planteamiento político integral, a menudo denominado «antifascismo revolucionario», que podía llegar a sentar los cimientos de una lucha revolucionaria más amplia. Dependiendo del contexto político y local, el antifascismo se puede describir como un tipo de ideología, una identidad, una tendencia o entorno, o como una actividad de autodefensa.
A pesar de las diferencias de matiz en la forma de plantear el movimiento, no debería entenderse centrado en un único tema. Por el contrario, es sencillamente una más de las varias manifestaciones del socialismo revolucionario (entendido de forma amplia). La mayoría de los militantes a los que he entrevistado pasan también buena parte de su tiempo involucrados en otras formas de hacer política (por ejemplo, sindicalismo, okupación, activismo medioambiental, movilización contra la guerra o solidaridad con las personas migrantes). De hecho, la inmensa mayoría preferiría dedicarse a estas actividades productivas, antes que arriesgar su integridad física y su seguridad en enfrentamientos con violentos neonazis o supremacistas blancos. Los antifascistas actúan sobre la base de una autodefensa colectiva.
El éxito o el fracaso del antifascismo militante depende a menudo de conseguir movilizar a capas amplias de la sociedad para enfrentarse a los fascistas, como sucedió en la famosa batalla de Cable Street, en Londres en 1936, o de conectar con una oposición social más extendida a la extrema derecha, para excluir a sus grupos y líderes emergentes.
En el núcleo de este complejo proceso de creación de opinión, se halla la formación de tabús sociales contra el racismo, el sexismo, la homofobia y otras formas de opresión que constituyen las bases del fascismo. Estos tabús se mantienen a través de una dinámica que he denominado «antifascismo cotidiano».
Por último, es importante no perder de vista el hecho de que el antifascismo nunca ha sido sino un aspecto más de una lucha de mayor calado contra el supremacismo blanco y el autoritarismo. En su muy conocido ensayo de 1950, Discurso sobre el colonialismo, el escritor y teórico de Martinica Aimé Césaire defendió de forma convincente que el «hitlerismo» resultaba abominable para los europeos por su «humillación de los hombres blancos y por el hecho de que [Hitler] había aplicado en Europa los métodos coloniales que hasta entonces se habían reservado en exclusiva para los árabes en Argelia, los culis de la India o los negros 15 de África». Sin pretender pasar por alto en ningún momento los horrores del Holocausto, hasta cierto punto se puede entender el nazismo como un colonialismo en Europa y un imperialismo de aplicación doméstica.
El exterminio de las poblaciones originarias de América y Australia, las decenas de millones de muertos por hambrunas en la India bajo el dominio británico, los diez millones de personas asesinadas en el Estado Libre del Congo del rey Leopoldo de Bélgica y los horrores del comercio transatlántico de esclavos no son sino una ínfima parte de las masacres y del exterminio social que infligieron las potencias europeas antes del ascenso de Hitler.
Los primeros campos de concentración (llamados «reservas») fueron creados por el Gobierno de Estados Unidos para encerrar a las poblaciones originarias, por la monarquía española para contener a los revolucionarios cubanos en la década de 1890 y por los británicos durante la guerra de los Bóers, al inicio del siglo xx. Mucho antes del Holocausto, el Gobierno alemán ya había perpetrado un genocidio con los pueblos herero y nama del suroeste de África, mediante campos de concentración y otros métodos, entre 1904 y 1907.
Por este motivo, es fundamental entender el antifascismo como un componente de un legado más amplio de resistencias al supremacismo blanco en todas sus vertientes. Mi enfoque en la versión militante del movimiento no pretende en modo alguno restar importancia a las otras formas de organización antirracista, que se identifican con el antimperialismo, el nacionalismo negro u otras tradiciones. En lugar de imponer el marco del antifascismo a grupos y movimientos que se reconocen a sí mismos de manera diferente, aun cuando se están enfrentando a los mismos enemigos con métodos parecidos, he preferido centrarme, principalmente, en organizaciones que se ubican conscientemente en la tradición antifascista.