Es más fácil reescribir la historia reciente si se procede a borrar las partes más incómodas o aquellas que se pretenden ignorar con la nueva versión oficial. Es lo que temieron muchos al enterarse a principios de diciembre de 1978 de que el Ministerio de Interior pretendía quemar los documentos guardados por la Policía y la Guardia Civil sobre sus investigaciones de los partidos de la oposición al franquismo, incluidas las fichas personales elaboradas por los agentes del Estado. La amenaza se cumplió unas semanas después. El entonces ministro Rodolfo Martín Villa lo hizo posible con una orden ministerial, que no fue publicada en el BOE, para “eliminar y destruir todos los antecedentes, informes y notas” que existieran en los archivos policiales sobre esos asuntos.
En su reciente libro 'La conquista de la transición (1960-1978)', el que fue diputado de UCD Óscar Alzaga denuncia esta destrucción planificada por Martín Villa, uno de los miembros del Gobierno con más interés en esconder información sobre la represión ocurrida en décadas anteriores. “¿Temían que futuros historiadores analizasen la ingente documentación de aquel sistema postotalitario y de su ancha represión de la oposición democrática? ¿Se genera esta piromanía en aquellos políticos por su afán de continuar su carrera en la nueva democracia?”, escribe Alzaga, que había formado parte de la oposición democristiana al régimen.
Son unas preguntas bastante retóricas, porque la respuesta sólo puede ser afirmativa. A diferencia de Alemania en su época nazi y de la RDA después de 1975, Italia o Portugal, España se vio privada del acceso a documentos oficiales que eran esenciales para entender la magnitud de la represión ejecutada durante la dictadura.
Martín Villa intentó blindarse ante la historia. Por utilizar un lenguaje más reciente, se autoblanqueó. Eso le facilitó ser ministro de Interior y luego de Administración Territorial en los gobiernos de Adolfo Suárez y vicepresidente del Gobierno con Leopoldo Calvo Sotelo. Ya fuera de la política, fue acogido con los brazos abiertos por importantes empresas. El Gobierno de Aznar lo colocó en la presidencia de Endesa de cara a su privatización. Prisa lo situó después al frente de Sogecable, su división audiovisual.
La historia no ha olvidado al exministro. A veces, hace sentir su presencia de una forma inesperada para sus protagonistas. La jueza argentina María Servini le procesó después de tenerlo imputado desde 2014 por el asesinato de cuatro personas en Vitoria en 1976 y Pamplona en 1978, delitos que incluyó en un contexto de crímenes contra la humanidad. En diciembre, un tribunal argentino admitió el recurso de Martín Villa y anuló el procesamiento, aunque no ordenó el archivo de la causa. Afirmó que faltan pruebas que acrediten la existencia de “un plan generalizado y sistemático contra parte de la población civil local en la época de los cuatro hechos del procesamiento”.
Esa decisión judicial hizo que Martín Villa decidiera aparecer en una conferencia el lunes en Madrid para responder a algunas preguntas sobre el caso. Se siente reivindicado por la última decisión judicial en Buenos Aires. Lo recalcó con un argumento similar al empleado por el tribunal argentino. “Yo pude ser el responsable no sólo políticamente, sino penalmente de aquellas muertes”, dijo dando una intención hipotética a su responsabilidad personal. “Lo que no es posible es que yo formara parte de unos gobiernos que, repitiendo casi literalmente (lo que dice) la acusación, urdieran un plan sistemático y planificado de aterrorizar a los españoles partidarios de un régimen democrático eliminando a las personas más significativas del orden político. La Transición fue lo contrario”.
Martín Villa negó que la ley de amnistía fuera “una ley de punto final” como la que se aprobó en Argentina y que finalmente fue anulada para permitir el procesamiento del general Videla y otros responsables militares de esa dictadura. Es cierto que la amnistía fue una exigencia de los partidos de izquierda y nacionalistas para permitir la excarcelación de los presos políticos y la vuelta de los exiliados a España. Posteriormente, se utilizó para negar la posibilidad de exigir responsabilidades a los cargos políticos de la dictadura franquista o para castigar a los policías implicados en torturas en esa época, como es el caso de Billy el Niño, al que Martín Villa condecoró en 1977 con una medalla que conllevaba un aumento del 15% de su futura pensión.
“La querella es también contra mi biografía”, dijo en el desayuno informativo de Nueva Economía Forum. Durante la dictadura, fue jefe nacional del SEU –la asociación estudiantil falangista–, secretario general de los sindicatos franquistas y gobernador civil de Barcelona. En este último cargo, era el responsable directo de la represión en la provincia. “Yo venía de gobernar Barcelona de la forma más civil que se podía en aquel tiempo”, dijo sin pretender ser irónico. Ya se ocupó cuando fue después ministro de que no quedara rastro de los archivos policiales de esa época.
En una reunión del Consejo Nacional del Movimiento en diciembre de 1974, Martín Villa tuvo claro quién era políticamente menos de un año antes de la muerte de Franco: “Me considero como hombre radicalmente falangista, con el orgullo de quien a la Falange atribuye lo más positivo y avanzado del régimen nacido el 18 de julio”. No es por tanto extraño que en esa época aún hiciera el saludo fascista en actos oficiales.
El exministro alegó que después de la ley de amnistía no había ningún preso político en España en 1978 –“sólo había presos de ETA acusados de asesinato”–, por lo que no se puede hablar de un intento de acabar con la democracia desde el poder. La conducta de la Policía y Guardia Civil podía ser “discutible o errónea”, comentó, pero “enfrente teníamos crímenes”.
En su intervención, hizo una referencia crítica a los acontecimientos ocurridos en la Plaza de Toros de Pamplona en los Sanfermines de 1978. Los llamó “una desdichada intervención de la Policía Armada”. Los agentes asaltaron el recinto por una pancarta en favor de amnistía e hirieron a decenas de personas, algunas con heridas de bala. En los disturbios posteriores en la ciudad, los policías mataron al estudiante Germán Rodríguez de un tiro en la cabeza. Hubo en total 150 heridos.
Martín Villa no dijo nada en sentido similar sobre lo ocurrido en Vitoria el 3 de marzo de 1976. Son los dos hechos contemplados en la querella argentina. En Vitoria, la policía entró por la fuerza en la iglesia de San Francisco donde se estaba celebrando una asamblea de trabajadores en una jornada de huelga. También se empleó fuego real y la máxima violencia. Tres trabajadores cayeron bajo las balas de la policía –Francisco Aznar, de 17 años, Romualdo Barroso, de 19, y Pedro María Martínez Ocio, de 27– y otros dos murieron por el mismo motivo en otros puntos de la ciudad.
Las comunicaciones policiales revelan que los agentes antidisturbios ya tenían previsto utilizar las pistolas antes de iniciar el asalto a la iglesia. Después, eran muy conscientes de lo que había ocurrido. “Dile a Salinas que hemos contribuido a la paliza más grande de la historia. Aquí ha habido una masacre”. La respuesta: “Ya tenemos dos camiones de munición. O sea que actuar a mansalva y a limpiar. Nosotros, que tenemos las armas, a mansalva y sin duelo de ninguna clase”.
En el caso de Pamplona en 1978, él era ministro de Interior. En 1976 era Manuel Fraga el ministro de Interior, aunque ese día estaba en Alemania. Quien asumía el puesto en funciones en el Gobierno de Arias Navarro era Adolfo Suárez. Se cree que Martín Villa, como ministro de Relaciones Sindicales, también intervino en la toma de decisiones sobre los sucesos de Vitoria. Unos días después, viajó allí junto a Fraga para visitar a los heridos. El caso acabó ante un juez militar que decidió no procesar a ningún mando policial.
“Yo, más que en la política, estoy en la arqueología”, dijo el lunes refiriéndose a su edad, 87 años. Los familiares y amigos de las víctimas de Vitoria y Pamplona no le han olvidado. Martín Villa, un cargo medio de los últimos años de la dictadura, acabó siendo un destacado miembro del establishment político y económico en la democracia. Quizá ese fuera también uno de los objetivos de la Transición.