Hace 88 años, el 14 y el 15 de agosto de 1936, las columnas africanas de los golpistas del 18 de julio exterminaron al 10% de la población de la ciudad de Badajoz, más de 4.000 personas de un censo de 43.726 habitantes (1930), y unas 16.000 víctimas –que serán más cuando se localicen las fosas comunes que quedan por situar– de una población provincial de 702.418 habitantes.
A las tropas llamadas de Regulares, mercenarios marroquíes, y de la Legión se sumaron a la represión partidas de asesinos falangistas, carlistas y terratenientes, entre otros, para dotar a la provincia extremeña del indigno honor de ser la que cuenta con más muertos por la represión franquista. Las víctimas del bando republicano, según el censo de la Causa General, fue de 1.411 personas.
El infierno comenzó el 2 de agosto: tras el paso devastador de las tropas coloniales por el norte de Sevilla y Córdoba, Franco envió tres columnas, la Columna Madrid para los golpistas y la Columna de la Muerte para los leales, a la conquista de Badajoz, a fin de unificarse con el ejército del Norte de Emilio Mola, que ya había entrado en Cáceres, y juntos, tomar Madrid. Con la caída de la capital, los cabecillas del golpe –Mola, El Director, Franco y Sanjurjo– confiaban en terminar lo que se había planeado como un golpe de Estado y empezaba a ser una guerra.
Las órdenes del que era proyecto de dictador eran claras: “Evitar toda detención no imprescindible” y “propinar a las crueles turbas un mazazo rotundo y seco que las dejase inmóviles”. Obedecía a las “Instrucciones Reservadas” redactadas por Mola en la planificación del golpe, especialmente la primera, del 25 de mayo de 1936: “Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego, serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas”; reiterada a Franco y las tropas en Marruecos en la del 24 de junio: “El Movimiento ha de ser simultáneo en todas las guarniciones comprometidas y desde luego de una gran violencia. Las vacilaciones no conducen más que al fracaso”. Y transmitida a los alcaldes navarros el 19 de julio: “Es necesario propagar una atmósfera de terror. Hay que extender la sensación de dominancia, eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo aquel que no piense como nosotros. Tenemos que causar una gran impresión. Cualquiera que sea abierta o resueltamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado”.
Franco puso las tres columnas bajo el mando del teniente coronel Juan Yagüe, viejo compañero de correrías legionarias en las guerras de Marruecos y a quien ya había confiado la brutal represión con que sofocó la revolución de Asturias del 34. El terror paralizante ejercido por las fuerzas coloniales, que actuaron como lo hacían en el Rif marroquí –asesinatos, violaciones, mutilaciones, saqueos...: el “odio africano”, que acuñó el líder minero Manuel Llaneza para definir la represión–, les dio la pauta a seguir en la guerra civil.
“El terror del ejército africano se desplegó en la Península como instrumento de un plan fríamente urdido para respaldar un futuro régimen autoritario”, dice el hispanista británico Paul Preston (El holocausto español: odio y exterminio en la Guerra Civil y después).
Del 2 al 14 de agosto el avance de los sediciosos es un río de sangre: la débil resistencia de los milicianos poco y mal armados y sin militares profesionales que los organicen es barrida por los aviones del fascismo italiano y el nazismo alemán, además de la artillería y la superioridad táctica y numérica de las tropas rebeldes, y no hay localidad que atraviesen que no las enluten, ni siquiera en aquéllas donde no sólo no se había asesinado a ningún derechista sino que se habían defendido sus vidas de los radicales.
Además del fusilamiento de autoridades municipales y dirigentes obreros y campesinos, la venganza por cada asesinato de un derechista era el asesinato de 10 a 25 vecinos indiscriminadamente, entre ellos mujeres embarazadas; a lo que seguían violaciones masivas y saqueo de cosechas y propiedades.
Tras la caída de una localidad se les permitían dos horas de saqueo y violaciones a las tropas marroquíes y legionarias –incluía también a las partidas locales de Falange y otros derechistas, encargadas de la delación y los asesinatos de civiles– y se entregaban a la mutilación de los heridos, a los que cortaban las orejas, la nariz y los órganos sexuales, si no tenían la suerte de ser decapitados. El principal objetivo de los mandos africanistas eran los campesinos beneficiados de por la redistribución de tierras decretada por la República. “Darles reforma agraria”, decían cuando los mandaban al paredón de fusilamiento.
Preston compara la ferocidad de los facciosos y la actitud del Gobierno constitucional: éste ordena el 19 de julio a los comités del Frente Popular de las capitales republicanas que “el orden público no debe alterarse bajo ningún pretexto ni motivo; ni permitir que nadie, aprovechándose del natural nerviosismo de las gentes, ofenda a las personas pacíficas ni se tome la justicia por la mano”. Y el 28 de julio, a los gobernadores civiles, que no se toquen “las cuentas bancarias de los ciudadanos de derechas”, conminando “con las máxima pena establecida por la ley todo aquel que, perteneciendo o a una entidad político, se dedique a realizar actos contra la vida o la propiedad ajenas”.
Ser corresponsal de guerra en España
Al principio de la guerra, la percepción internacional de la represión en ambos bandos estaba mediatizada por su origen: en las ciudades republicanas, periodistas y diplomáticos informaban con cierta libertad de lo que estaba ocurriendo, los asesinatos, ‘sacas’, penalidades de personajes con proyección por nombre u ocupación, etcétera, mientras que las informaciones de las masacres de los golpistas se cometían contra gentes humildes, sin nombre, que a nadie salvo a los suyos importaban. Además, los golpistas evitaban la presencia de periodistas que no fueran ciegamente leales a una rebelión que se presentaba como un “movimiento nacional, español y republicano”, como dijo Franco en su proclama del 23 de julio por Radio Tetuán.
“La República mantuvo altas cotas de respeto de la libertad de prensa”, dice Paul Preston, y “a pesar de inconvenientes y radicalismos, cabe decir que funcionó como una democracia hasta el final y, por ello, los periodistas pudieron trabajar con bastante libertad hasta los últimos momentos”.
Los corresponsales extranjeros en zona republicana durante la guerra civil dieron fe de ello, según su experiencia con la Oficina de Prensa Extranjera. La dirigía Constancia de la Mora, una peculiar figura de la época: hija de Antonio Maura, cinco veces presidente del Consejo de Ministros, de 1904 a 1922, y sobrina de Miguel Maura, que había sido ministro de Gobernación del primer gobierno de la II República. Ingresó en el Partido Comunista durante la guerra y, exiliada en México, murió a los 44 años, en 1950, en un accidente de tráfico en Guatemala. Había estado casada con Manuel Bolín –hermano del periodista de ABC Luis Bolín, uno de los organizadores de la trama civil golpista y quien alquiló en Gran Bretaña el avión De Havilland Dragon Rapide que trasladó a Franco desde Canarias a Tetuán– y, en segundas nupcias, con el general Ignacio Hidalgo de Cisneros, jefe de la aviación republicana y otro aristócrata desclasado y comunista, como la propia Constancia –cuya hermana Marichu fue Secretaria Nacional de la Sección Femenina de Falange, nombrada por Pilar Primo de Rivera–.
En sus memorias, Constancia de la Mora recoge la irritante actitud profesional –para los encargados de la prensa y de la censura– del corresponsal del The New York Times, Herbert Lionel Matthews, quien no transmitía a su periódico ni un solo dato que no hubiera confirmado antes por sí mismo, no obstante ser su amigo y estar cautivado por la España republicana. El escritor Arturo Barea, que trabajó como censor de los corresponsales extranjeros en Madrid, cuenta en sus memorias, La forja de un rebelde, que oyó a Matthews discutir con sus jefes del The New York Times defendiendo sus afirmaciones sobre la intervención italiana; con éxito, al amenazar con dimitir si se manipulaba su crónica.
A pesar de las dificultades y las censuras, los periodistas de la zona republicana gozaban, pues, de amplia libertad, facilidades y accesos para realizar su trabajo, incluso para visitar y entrevistar a los generales en los frentes.
Por el contrario, los corresponsales en zona franquista apenas podían dar un paso sin control ni viajar al frente sin acompañamiento de funcionarios de prensa y propaganda, que controlaban sus fuentes y les impedían hablar con las tropas, según sus propios testimonios.
Y eso a pesar de que sólo eran acreditados medios que hubieran demostrado apoyo al 18 de julio. Así, el profranquista Daily Mail británico daba crédito a las mentiras de Queipo de Llano: “Ningún hombre es fusilado sin concederle el derecho a ser oído en juicio justo (...) y sólo se condena a muerte a quienes han tomado parte en asesinatos (...) o son responsables de haber permitido la comisión de tales delitos”. El periodista no hubiera podido confirmarlo con el alcalde de Zafra, José González Barrero, que evacuó a comunidades religiosas para protegerlas y evitó por dos veces el asesinato de 28 derechistas prisioneros; huyó a Madrid cuando las tropas golpistas tomaron el pueblo, el 7 de agosto, pero decidió volver a él tras hacerse pública la promesa de Franco de que podían regresar a sus hogares libremente sin temer por sus vidas quienes no tuvieran delitos de sangre: fue detenido y fusilado. Y el corresponsal del Daily Express, también londinense, profranquista, sensacionalista y conservador, contó que los legionarios que tomaron Mérida les ofrecieron a él y a su fotógrafo “orejas de comunistas como recuerdo”.
Las condiciones para ejercer su oficio se hicieron más estrictas desde que los corresponsales del Diário de Lisboa, Mário Neves; de la agencia Havas, Marcel Dany, y de Le Temps, Jacques Berthet, lograron entrar en Badajoz por la frontera de Caya en la madrugada del día 15 de agosto y transmitir a sus medios información sobre las matanzas de la Legión y los Regulares al mando del teniente coronel Yagüe, con quien hablaron y le preguntaron por el rumor recogido en la capital pacense que ya hablaba de dos mil fusilamientos. “No deben ser tantos”, les contestó. Tanto Dany como Berthet dieron esa cifra en sus crónicas, mientras que Neves, que escribía para un país que había declarado inmediatamente su apoyo a los sublevados, evitó evaluar el número de víctimas.
La Ciudad de los Horrores
Pero Jay Allen, corresponsal del Chicago Tribune residente en Lisboa, supo leer entre líneas la crónica de Neves en el Diário de Lisboa del día 15, que los periódicos franceses confirmaron el 16 con las crónicas de Dany y Berthet. El día 23 de agosto, llegó a Badajoz, que bautizaría “ciudad de los horrores”, y escribió una crónica que, considerada modélica entre los corresponsales de guerra, daría la vuelta al mundo y lo alertaría sobre las terribles dimensiones que cobraba el golpe de Estado en España.
De vuelta a Elvas, la localidad portuguesa fronteriza a veinte kilómetros de Badajoz, donde pernoctaba aquellos días, escribió: “Ésta es la historia más dolorosa a la que he tenido que enfrentarme en mi vida. Escribo a las 4.00 de la mañana, enfermo del corazón y del cuerpo, en el maloliente patio de la Pensión Central, en una de las tortuosas calles blancas de esta empinada ciudad fortificada (...) He subido a la azotea para mirar atrás. He visto fuego. Están quemando cuerpos. 4.000 hombres y mujeres han muerto en Badajoz desde que la Legión y los moros de Francisco Franco treparan por encima de los cuerpos de sus propios muertos para escalar las murallas tantas veces empapadas de sangre” (Slaughter of 4.000 at Badajoz, 'City of Horrors,' Is Told by Tribune Man [“Matanza de 4.000 en Badajoz, ‘Ciudad de los Horrores’, contada por un hombre del Tribune”], Chicago Daily Tribune, 30 de agosto de 1936).
Allen conocía muy bien España –había viajado por todo el país durante dos años para escribir un libro sobre el problema agrario–, hablaba castellano con propiedad y había sido autor de crónicas memorables, desde la revolución de Asturias de 1934, que cubrió completa, a la entrevista con Franco en Tetuán a finales de julio de 1936 en la que le dijo que estaba dispuesto “a fusilar a media España” si era preciso, lo que en ese momento se consideró mera bravata golpista.
Allen, en fin, sería el último en entrevistar a José Antonio Primo de Rivera en la cárcel de Alicante, poco antes de su fusilamiento, el 20 noviembre de 1936. La realizó al poco de pasar a zona republicana tras huir de la zona sublevada, donde había sido “condenado” a muerte por el escándalo que levantó su crónica sobre la represión en Badajoz, que la aún desordenada propaganda franquista trató de desmentir enfrentándola a la de Mário Neves en el Diário de Lisboa, quien se había limitado a decir que en la plaza de toros, “algunas decenas de prisioneros aguardan allí su destino”. Nadie dudó que su destino era el que relató después el atribulado Allen: con una ametralladora desde la contrabarrera del toril habían sido fusilados al menos 1.200 prisioneros. Fuentes militares de la columna de Yagüe ya calculaban en más de 4.000 personas las fusiladas en Badajoz.
Además, la débil contrapropaganda montada para desprestigiar las crónicas de Allen –incluso con ayuda de otros corresponsales norteamericanos militantemente profranquistas, que lo desmintieron: William P. Carney, del The New York Times, y Edward Knoblaugh, de Associated Press– se desplomó como un castillo de naipes cuando, a los pocos días, el propio Yagüe se lo confirmó de manera desabrida al corresponsal del The New York Herald Tribune, John Thompson Whitaker, al que, a su pregunta sobre la realidad de lo que se decía sobre las ejecuciones, respondió con sinceridad brutal: “Por supuesto que los matamos, ¿suponía usted que iba a dejar a 4.000 rojos a mis espaldas teniendo mi columna que avanzar a marchas forzadas? ¿Iba a permitir que Badajoz volviese a ser rojo?”. El compinche africanista de Franco ya se había ganado el sobrenombre de “carnicero de Badajoz”.
Whitaker venía de cubrir la guerra de Etiopía para su periódico y para la CBS empotrado en el ejército italiano –como se denominará en el siglo XXI a los corresponsales de guerra que viajan con las tropas– y sus reportajes le habían valido ser condecorado por el gobierno de Mussolini. Y esta medalla del fascismo, un salvoconducto para moverse por la zona alzada en España y acceder a sus autoridades militares y políticas.
A las que tampoco gustaron sus crónicas sobre las tropelías –la violación colectiva como práctica común– y las ejecuciones en masa y sin juicio de cientos de prisioneros y de civiles en el avance de las tropas franquistas en el sector de Talavera-Santa Olalla-Toledo. Ni tampoco las del largo asedio del Alcázar de Toledo, durante 70 días, del 22 de julio al 28 de septiembre de 1936, y del que la propaganda quería hacer un símbolo de la España sublevada. Pero las que le obligaron a huir de España fueron las declaraciones del militar marroquí Mohamed ibn Mizzian, comandante del II tabor (batallón) de Regulares de Melilla, ufanándose de la violación en grupo de dos jóvenes apresadas por una de sus unidades, y las de un desequilibrado capitán retirado, Gonzalo de Aguilera, un terrateniente de la aristocracia salmantina, a quien Mola empleó y Franco confirmó como enlace oficial con la prensa extranjera.
Este individuo le hizo a Whitaker unas declaraciones brutales en las que acusaba al desarrollo económico, que había traído el alcantarillado y la higiene, de la supervivencia del proletariado que ahora se resistía al golpe: “De no haber alcantarillas en Madrid, Barcelona y Bilbao, todos estos jefes rojos habrían muerto en su infancia en lugar de incitar a la chusma y hacer que se vierta la buena sangre española. Cuando la guerra termine, destruiremos las alcantarillas”. “Tenemos que matar, matar, ¿sabe usted? Son como animales, ¿sabe?, y no cabe esperar que se libren del virus del bolchevismo. Al fin y al cabo, ratas y piojos son los portadores de la peste. Ahora espero que comprenda usted qué es lo que entendemos por regeneración de España (...) Nuestro programa consiste (...) en exterminar un tercio de la población masculina de España. Con eso se limpiaría el país y nos desharíamos del proletariado. Además, también es conveniente desde el punto de vista económico. No volverá a haber desempleo en España..., ¿se da cuenta?”, zanjó.
(Está en los genes asesinos de determinada casta militar: no hace tanto, en diciembre de 2020, el general retirado Francisco Beca Casanova expresaba en un chat con otros militares ancianos sus sueños húmedos y enfermizos de “fusilar a 26 millones de españoles hijos de puta”).
La expulsión de uno de los suyos
Delirantes palabras que Aguilera repetía a quien quisiera oírlo; entre otros, al entregado Hubert Renfro Knickerbocker, corresponsal de Universal Services, la agencia del profranquista grupo Hearst, el Ciudadano Kane del film de Orson Welles (1941). Cuando Knickerbocker llegó a España, en julio de 1936, Aguilera le dio la impresión de ser “el mejor oficial de prensa que he tenido el placer de conocer”, por lo que silenció sus trastornadas palabras para no perjudicar a la causa de los sublevados, pero, tras ser expulsado de la España golpista (y golpeada), las rememoró en los medios de su grupo, “por venganza”, según la opinión de sus colegas.
Autor de un entusiasta relato sobre el asedio y resistencia durante dos meses del Alcázar sublevado en Toledo, que dio a conocer al mundo la dramática conversación entre el defensor, coronel José Moscardó, y su hijo prisionero de las tropas republicanas. Considerado como el corresponsal de de noviembre de 1936 envió una crónica desde Madrid “describiendo” la toma de la capital por las tropas franquistas. Knickerbocker se sintió sumamente ofendido cuando, tras haber cruzado la frontera francesa para transmitir una crónica sorteando la censura, más por hartazgo de la interminable burocracia que por inexistentes confrontaciones ideológicas, se le prohibió el reingreso en la España franquista.
El periodista norteamericano, seguro de poder arreglar su situación por su ascendiente entre los mandos militares y políticos, desobedeció la orden y se las arregló para volver a cruzar la frontera; descubierto por agentes de la Gestapo, tras treinta y seis horas de arresto en una prisión en San Sebastián, fue de nuevo devuelto a Francia. Las gestiones de otro reportero para los medios norteamericanos y mucho más respetado que él por esos mandos por ser el hijo de Winston Churchill, el “engreído y bravucón Randolph”, como lo llamaban sus colegas, le libraron de represalias más graves aunque no le permitieron continuar trabajando en el territorio gobernado por Franco.
Eran unos días antes del bombardeo de Guernica, pero Knickerbocker no hizo lo que hicieron otros tres periodistas, que, víctimas de esa política informativa cuartelera, también habían sido expulsados por la frontera francesa: George L. Steer, corresponsal de un medio tan importante y no hostil como era The Times; Noel Monks, corresponsal de The Daily Express, y Christopher Holme, de la agencia Reuter. Los tres volvieron a España por la zona republicana e informaron sobre el bombardeo de Guernica en el sentido contrario del deseado por la propaganda del ejército sublevado –junto con Mathieu Corman, del parisino Ce Soir–; sus respectivos medios mantuvieron contra todas las presiones las versiones de sus corresponsales sobre la autoría nazi-italiana del bombardeo, aparentemente aprobada por Franco.
Knickerbocker no se atrevió a entrar en zona republicana, además de por sus ideas profranquistas, asustado por la dureza de su corta experiencia carcelaria en la prisión donostiarra y quizá por el decreto de guerra que condenaba a muerte al periodista que habiendo estado acreditado ante las tropas franquistas, luego fuera arrestado en zona republicana. Pero su venganza quizás fue más mortífera que las crónicas de sus colegas.
La respuesta que dio a su propia pregunta “¿qué clase de sociedad establecería el general Francisco Franco si ganara la guerra?”, fue demoledora: “Antidemocrática, antisindicalista, contra los derechos de las mujeres, contra la educación pública, de opiniones antisemíticas [”los judíos son una peste internacional“] (...) En nuestro estado, la gente tendrá la libertad de tener la boca cerrada”. La escenificó en unas declaraciones atribuidas a un tal “mayor Sánchez” de los servicios de prensa franquistas, que todos los corresponsales identificaron con Aguilera –Knickerbocker disfrazó su nombre, por amistad o prudencia por si tenía que volver a España–, quien prometía: “Fusilaremos a 50.000 cuando entremos en Madrid. Y no importa dónde traten de escapar Azaña y Largo Caballero y toda esa pandilla, los atraparemos y mataremos hasta el último hombre, aunque nos cueste años seguir sus huellas por todo el mundo”. “Su frase favorita”, terminaba el ofendido periodista, “es: llévatelo y fusílalo”. El escandaloso eco de tales denuestos, acompañados de desprecio hacia el pueblo norteamericano y sus autoridades –“sirvientas del bolchevismo”–, llegaron hasta el Congreso de los Estados Unidos, que incorporó el artículo de Knickerbocker a los archivos del Congreso el 12 de mayo de 1937.
El mundo empezaba a dudar de que los golpistas fueran los “regeneradores de España” como se presentaban. Más bien parecían los exterminadores.