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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Moral Santín y los espectros imputados de la Audiencia Nacional

Cuenta Steven Tyler, el cantante de Aerosmith, que hubo una época de miseria, entre el primer éxito arrollador del grupo y su resurgir en los noventa, en la que se echaba a la calle sin un centavo en el bolsillo, esperanzado de que alguien le reconociera e invitara a comer algo, quizá a echar un trago. En poco se parecen la castiza calle Prim y el Downtown angelino, aunque por la primera también se adivinan últimamente las sombras de gigantes de otro tiempo. Por si no han caído, de unos años a esta parte, además del Cuartel General del Ejército o la sede de la ONCE, en la calle Prim está la sede provisional de la Audiencia Nacional, ese tribunal que parece que desaparecerá al apagarse la última cámara de las que apuntan a su puerta.

Lo que diferencia el visor humano del instrumento videográfico es que este no tiene memoria. Hay estímulos a los que no reaccionan. Pero si rebobináramos lo que graban cada mañana en la calle Prim y lo visionáramos con calma, asistiríamos a una suerte de poltergeist, como aquellos que emergen al revelar el carrete de la visita a una reserva india en Montana.

Así, presenciaríamos caminar calle abajo a uno de los druidas de la tribu, aquel que logró colgar carteles de su empresa en la parada del autobús que usted toma cada mañana o el quiosco donde compra (compraba) el periódico. Jenaro García se llamaba –se llama– el exconsejero delegado de Gowex. Si les impactó la presunta estafa del wifi ‘all over’ Madrid/resto del mundo, quizá lo recuerden a la salida de su declaración en la Audiencia Nacional, levantando un segundo la cabeza para dejar que las cámaras retrataran su gesto desafiante.

Ah, las cámaras y su desmemoria… El lunes 16, Jenaro se paseó ante ellas como un espectro anónimo, antes de desaparecer tras las puertas de la Audiencia Nacional. Como en un homenaje a los viejos tiempos, regaló alguna que otra mirada desafiante al que reparaba en su figura, mientras aguardaba la cola del control policial. Pero las malditas cámaras del otro lado de la acera no estaban allí apostadas para captar a Jenaro, uno de tantos imputados a los que una complicada instrucción y la irrupción de otros casos empujan a la desmemoria colectiva. A Jenaro lo persiguieron un día las cámaras, pero eso fue hace mucho, mucho tiempo. En agosto, concretamente.

Las mismas hojas de cristal que habían engullido la figura de Jenaro escupieron poco después otro espectro, como si fuera el televisor por el que la pequeña Carol Anne hablaba desde el más allá con sus padres y la señora Rubinstein. Nada más traspasar el umbral, este espectro giró a la derecha, miró un instante a los objetivos con timidez y siguió su camino. Parecía saber que su tiempo ya había pasado, por mucho que lo desmienta un reciente auto de procesamiento.

Como la silueta del hombre que una vez fue, Pablo Crespo sostiene aún un maletín, viste traje y corbata y peina impecable su raya a la izquierda. Llega a la Audiencia Nacional, firma y se va. Una petición de cárcel de 85 años por su papel en el caso Gürtel bien valdría otra atención. Antiguo secretario de Organización del PP gallego, supuesta mano derecha de Francisco Correa…, lejos quedan esos tiempos en que escribía a Rajoy para felicitarle por su victoria y le trasladaba los mejores deseos de parte de su padre. Nada de eso despertó el lunes a las desmemoriadas cámaras.

Un momento, ¿hemos dicho lunes? Ese es uno de los tres días que tiene fijados a la semana Luis Bárcenas para firmar en la Audiencia Nacional. No le hemos visto en toda la mañana, pero la jornada es larga en el juzgado de Pablo Ruz. Administrador de sus tiempos, dentro y fuera de la cárcel, Bárcenas aún despierta a los objetivos de las cámaras en cuanto adivinan tan portentosa figura. Pero denle tiempo a la UDEF, confíen en una sola admisión a trámite del aluvión de querellas contra Podemos, y el abrigo Chesterfield de Bárcenas se perderá entre otros cover coat del Paseo del Prado como una lágrima en la lluvia.

Y es que el lunes, todas las cámaras buscaban otra instantánea. El juez Fernando Andreu había citado a 27 antiguos consejeros de Caja Madrid para escucharlos y tratar de poner orden en el caso de las tarjetas 'black'. Dependiendo de lo que contaran, se “rifaban” una imputación por administración desleal, por apropiación indebida o ambas. A lo largo de la mañana, todos fueron abandonando el edificio de Prim.

Conocedores de cómo se las gastan los jubilados preferentistas, esperaban a un coche o un taxi y no se arriesgaban a descender la calle que los espectros habían recorrido invisibles un rato antes. Salvo uno de ellos, José Antonio Moral Santín, el primero en declarar. Una hora tardó en contestar al juez, al fiscal y a su abogado el hombre que visitaba los cajeros armado con una tarjeta 'black'. Una vez que abandonó la sala de vistas, buscó un hueco en la fría estancia que hay enfrente. Flanqueado por tres máquinas expendedoras, decidió esperar no se sabe el qué. Salieron los demás imputados, la marea de abogados… Se marcharon el juez y el fiscal…, y allí seguía Moral Santín.

Llegó la hora de comer y no se iba. Apenas quedaban periodistas y él no se movía. Pareciera como si el edificio de la calle Prim se hubiera convertido en el desconcertante encierro para burgueses del ángel exterminador que rodó Buñuel. Como si algo le impidiera doblar la esquina que conduce al hall de la entrada. Comenzaba a cundir entre la canalla periodística la preocupación por que el antiguo dirigente de Izquierda Unida terminara ofreciendo en la Audiencia Nacional una versión del Tom Hanks atrapado en La terminal. Volveríamos al día siguiente y allí estaría, pasarían los días y a una excusa le seguiría otra, y a esa, ninguna ya.

Tuvo tiempo Moral Santín de echar la vista atrás, de repasar la travesía de la militancia prosoviética a los consejos de administración, su época al frente de una Telemadrid con audiencia, la juerga en Caja Madrid, acaso el escrache de Iglesias y Errejón durante una de sus clases en la Complutense.

Pero dieron las cinco y las fuerzas del orden le advirtieron de que ya no había preferentistas enfurecidos fuera, que las cámaras eran pocas y los flashes no le acuchillarían, que allí no podía seguir. Y Moral Santín se marchó siete horas después de haber terminado su declaración, acaso con la esperanza de que los objetivos de las cámaras lo ignoren frente a la Audiencia Nacional, como les ocurre a esos otros espectros que deambulan a diario por la calle Prim.