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La última guerra interna de Podemos no se cura con ibuprofenos

Montero, Errejón e Iglesias, enfrascados en sus móviles en el pleno del Congreso.

Iñigo Sáenz de Ugarte

Íñigo Errejón ya lo había contado en un tuit de 2015 que fue parodiado con gran cachondeo en la red social. Muchos lo recordarán. “La hegemonía se mueve en la tensión entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales. Afirmación - Apertura”. En los últimos meses, Podemos se ha olvidado de la seducción y ha multiplicado la tensión dentro del núcleo irradiador. De hecho, si acercas un contador Geiger a ese núcleo, es probable que la aguja se lance sobre la zona roja y hasta salga disparada. 

La dimisión de Ramón Espinar como líder del partido en Madrid ha provocado esta semana otra convulsión interna, quizá no tan fuerte como la espantada de Errejón, pero de consecuencias peores en la medida que implica a alguien de la confianza de Pablo Iglesias. Cuando los errejonistas desafiaron con su propia candidatura a la dirección del partido en Madrid en septiembre de 2016, Iglesias encajó el golpe como pudo y anunció que habría “propuestas mucho mejores”. La alternativa que buscó, y que al final ganó las votaciones, fue la encabezada por Espinar.

“Esto no son guerras, no son desafíos, no son crisis. Son procesos democráticos”, dijo entonces Errejón. El observador acostumbrado a ver cómo se las gastan los partidos cuando se cuestiona la autoridad del líder tiene derecho a preguntarse: ¿cuál es la diferencia?

Espinar pretendía ahora no dar carpetazo al Expediente Errejón y no limitar todo el esfuerzo a buscar otro candidato con el que plantarle cara en las elecciones autonómicas, como dejó claro Iglesias el primer día y en términos nada ambiguos. Creía que aún se podía salvar algo de la relación con un sector que cuenta con las caras más conocidas de la política local madrileña.

La respuesta que recibió debió de ser tremenda. No sólo abandonó su puesto al frente del partido en Madrid, sino también su escaño en la Asamblea y, por tanto, en el Senado. Se fue tan rápido que ni cerró la puerta al salir.

Una vez más, Podemos convirtió un debate interno estratégico en un drama irresoluble. Otros partidos solventan mal que bien sus contradicciones internas. Podemos se ha acostumbrado a que le estallen en la cara y trasciendan a todos los niveles.

“En la situación actual, no se dan las condiciones para llevar el proyecto de Podemos en Madrid hacia donde creo que debe dirigirse”, dijo Espinar en la carta de despedida. Las “condiciones” son las órdenes que recibió de Iglesias. Pasaba a decir que confiaba en que Podemos sirva para que España cuente con “un proyecto de futuro para todos”. Remataba el párrafo con una frase que sonará deprimente a los votantes de Podemos: “Ojalá quienes sigan en tareas de dirección sean capaces”. Ojalá. Es decir, es más un deseo que algo de lo que esté seguro en estos momentos.

La dimisión de Espinar y la decisión de diez secretarios autonómicos de reunirse por su cuenta el viernes en Toledo van más allá del divorcio personal entre Iglesias y Errejón que culminó en Vistalegre2 a principios de 2017 tras varios meses de enfrentamientos. Esto ya no tiene que ver sólo con los amigos que hablaban de política al salir de clase y que años después se tiraron los libros de Gramsci a la cabeza poniendo en peligro el proyecto político que habían levantado juntos. 

Por repetido, el cisma no se resuelve ya con los ibuprofenos de costumbre en los partidos cuando se produce una crisis interna: llamamientos a la unidad y a centrarse en las críticas a los adversarios externos, sustituir a un dirigente dimitido por otro más susceptible de aceptar las órdenes de arriba o buscar un candidato de circunstancias para las elecciones de mayo. Todo eso sirve para afrontar los síntomas del problema, no sus causas.

Una evolución desconcertante

Podemos ha culminado una paradoja inesperada. Al principio, se pensaba que sería un partido con una gran cohesión interna por representar ideas muy diferentes a las de los partidos tradicionales –nosotros contra ellos es algo que siempre une–, pero que podía tener problemas para adaptarse a la política institucional, un escenario con poca épica y en ocasiones, por qué no decirlo, bastante tedioso. 

Lo que ha ocurrido ha sido lo contrario. En el Congreso, Podemos apoyó la moción de censura para llevar a Pedro Sánchez a Moncloa –con más entusiasmo que el mostrado por los barones regionales del PSOE– y ha asumido el papel ingrato de socio externo de un Gobierno que ha decidido presentarse en las próximas elecciones como garantía de centrismo y moderación, una actitud que no propicia medidas muy ambiciosas en las cuestiones económicas. Aun así, el grupo parlamentario de Podemos no desespera y continúa haciendo presión desde la izquierda.

Se trata de un rol complicado de ejecutar. Ni estás en el Gobierno ni en la oposición. Mientras tanto, el Gobierno se conforma con aprobar decretos ley, una forma nada sexy de hacer política. Y lo que quizá le funcione al PSOE más adelante en las urnas, no tiene por qué servir a Podemos.

Pero por dentro el espectáculo es mucho más sombrío. Su trabajo parlamentario parece indicar que el partido entró en una fase de madurez, aunque por dentro es incapaz de poner fin a las divisiones internas, que con el tiempo se hacen más duras y agresivas. Los tuits de Pablo Echenique, secretario de Organización, dan tanto miedo como las llamadas telefónicas de Álvarez Cascos cuando era secretario general del PP. La dirección confunde lealtad con disciplina. Algunos secretarios autonómicos intentan movilizarse para que el vendaval que llega de Madrid no les deje congelados, aunque tampoco pueden sacar pecho porque los conflictos internos no han sido una excepción en varias comunidades autónomas.

En los medios de comunicación, se extiende la idea de que Podemos está muerto o enterrado con algunas constantes vitales funcionando –las necrológicas siempre dan lugar a buenos titulares–, aunque eso no es lo que dicen las encuestas (un 16% o 17% de votos de Podemos, IU y las confluencias no es un certificado de defunción). Varios medios celebran la audacia de Errejón, porque la ven como una forma de domesticar al mundo Podemos, aunque es difícil entender en qué queda su idea de abrir la nueva plataforma a “todas las fuerzas progresistas y renovadas” cuando su inspiración, Manuela Carmena, se ha mantenido todo lo lejos que ha podido de las fuerzas políticas que sumaron para llevarla a la alcaldía de Madrid. 

Un partido que no cierra las heridas internas, que no consigue parar la hemorragia de las dimisiones y frustraciones, raramente tiene la oportunidad de gobernar. Pero a veces surge una segunda oportunidad sin que tú tengas que hacer mucho, como bien sabe Pedro Sánchez. En los meses que quedan hasta las elecciones de mayo, Podemos puede apostar por objetivos realistas. Por ejemplo, conseguir no sumar titulares en la crónica de sucesos durante tres o cuatro semanas. No es tan difícil cuando lo intentas. Es imposible si la prioridad es mantener el principio de autoridad.

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