Game over. La campaña ha acabado y nada parece haberse movido. Si lo que augura la demoscopia se cumple este domingo significaría que estos quince días han servido de poco. Juanma Moreno llegará a la meta sin la anhelada mayoría absoluta; la excéntrica campaña de Olona no habrá restado posiciones a Vox; Espadas no habrá conseguido movilizar al electorado socialista; Ciudadanos seguirá siendo un muerto viviente y la izquierda alternativa tendrá que buscar arreglo a su habitual entropía y a su gusto por las sopas de siglas.
¿Gobernará Moreno con Olona? He ahí la cuestión. No hay más. El riesgo es mucho más real, después de que Vox haya sentenciado que el actual presidente de la Junta no lo volverá a ser, ni aunque le faltara solo un escaño para la investidura, si no hace vicepresidenta a su exaltada candidata. El destino del PP está, por tanto, tan inexorablemente unido al de la ultraderecha que Moreno, pero también Alberto Núñez Feijóo, podrían cantar ya a Abascal aquello de Sin ti no soy nada, de Amaral.
Dos partidos y un futuro compartido. En la España de la fragmentación y el pluripartidismo, ya solo hay dos opciones de gobierno: PP-Vox o PSOE-Unidas Podemos, Frente Amplio, Escucha, Sumar o como pretenda finalmente llamarse el proyecto que aspira a liderar Yolanda Díaz. De ahí que las lecturas sobre los resultados de Andalucía vayan mucho más allá de Despeñaperros, y no solo porque la derecha trate de imponer el marco de un inminente cambio de ciclo político. Todos los líderes nacionales se juegan mucho este domingo.
Si a pesar de doblar los resultados de 2018, absorber todo el voto Ciudadanos y arañar incluso apoyos en el electorado del PSOE, Moreno no obtiene la mayoría holgada que le permita formar un gobierno en solitario, el camino de Feijóo a La Moncloa quedará hipotecado y también, claro, el estilo tranquilo que trata de imponer frente a la provocación constante de la madrileña Díaz Ayuso.
Al nuevo líder del PP, que presume de moderación y centralidad, huye de la excitación y trata de endosar el acuerdo de coalición con los ultras en Castilla y León a la anterior dirección, nada le restaría más que la entrada de Vox en el gobierno de Andalucía. Primero, porque se entenderá que la entente cuenta con su aval. Segundo, porque la izquierda haría de ello su principal baza ante las generales. Y tercero, porque Europa puede hacer la vista gorda con la extrema derecha en gobiernos regionales, pero no en el de España.
Por tanto, la pregunta a trasladar el domingo por la noche no es la que deslizó Feijóo en los últimos días de campaña sobre si el PSOE facilitará la abstención de Moreno si tanto le molesta Vox, sino si el PP está dispuesto a formar tándem en Andalucía y después en España con un partido claramente hipernacionalista e involucionista, que defiende un país en el que sobran los inmigrantes y los homosexuales y las feministas y los independentistas no son dignos de los derechos que les asisten.
La tendencia de la ultraderecha
José Pablo Ferrándiz, director de Opinión Pública y Estudios Políticos de Ipsos Spain, entiende por eso que mucho más importante al margen de lo que se juega Andalucía y más allá de cualquier otra tendencia, lo que habrá que leer con mucha atención el domingo por la noche será la evolución del voto de Vox. No tanto en relación con las últimas autonómicas, sino con el voto en Andalucía de las generales de 2019, ya que será lo que determine “si la formación ultra está alcanzando o no su techo electoral y cuál será su tendencia futura”. En las autonómicas de 2018 sumó 395.000 votos –350.000 menos que el PP–, mientras que en las generales de solo unos meses después y en esa misma Comunidad, subió hasta los 869.000, apenas 8.000 papeletas por debajo de los populares y a un puñado de votos del sorpasso.
Está claro que estas no son unas elecciones cualquiera para nadie, y mucho menos para Feijóo, que podrá apuntarse una primera victoria en el marcador en su recién estrenado liderazgo nacional, pero tener serias dificultades para camuflar el precio pagado, si Vox forma finalmente parte del gobierno andaluz, igual que ya lo hace en Castilla y León.
Para Pedro Sánchez serán, sí o sí, un trago amargo de digerir. Andalucía no es cualquier plaza para el PSOE, sino la más importante, junto a Catalunya, para que el partido gane unas elecciones generales. Las encuestas no son buenas y las sensaciones del conjunto de la organización van más allá del pesimismo contenido. Mantener los 33 escaños de 2018 sería motivo de celebración y no bajar del millón de votos, un argumento con el que construir el relato de una derrota más que asegurada y que, en su opinión, no necesariamente se repetiría en las generales de 2023. “No son unas andaluzas, sino unas municipales las que determinan las generales”, aseguran desde el PSOE, donde recuerdan que los “números hablan por sí solos y que así ha sido desde comienzos de la democracia”.
La tardanza en el relevo de Susana Díaz por Juan Espadas, las heridas que aún permanecen abiertas en el socialismo andaluz tras las últimas primarias y la falta de músculo en el conjunto de la organización que se imputa a Ferraz podrán servir para construir un relato de parte, pero no para evitar que a partir del lunes los medios y las tertulias hablen de un castigo de los andaluces a las políticas de Sánchez. Si el resultado es el que apuntan los sondeos, la izquierda tratará de espantar el fantasma de un cambio de ciclo político que la derecha ya ha dado por consolidado en el conjunto de España.
Con la excepción de Catalunya, donde el PSC fue primera fuerza en las autonómicas de febrero de 2021, desde que Sánchez está en La Moncloa los socialistas no han salido airosos de ninguna cita autonómica. Ni en las gallegas, donde el BNG le arrebató la segunda posición; ni en las vascas; ni en las de Castilla y León, donde perdieron la primera posición. Mucho menos en las de Madrid de hace un año, donde el PSM pasó a ser una anécdota electoral y fue sepultado por Más Madrid. Después de aquellas elecciones, Sánchez afrontó una crisis de gobierno y ahora nadie espera otra en el horizonte inmediato, aunque sí cambios en la estrategia. “Hace falta más política y menos economía, además de un partido que salga de la modorra y la inacción en las que está instalado”, dicen en algunos ministerios.
El Gobierno no ha logrado capitalizar ni las medidas de protección social aprobadas durante la pandemia, ni las ayudas para que las familias puedan hacer frente a la subida de los precios y en La Moncloa hay una notable preocupación que algunos achacan a “la consolidación de una derecha social” y otros, a la “aplastante actuación de la derecha mediática”. Sea como fuere, el panorama no invita al optimismo para un Sánchez que acusa además el cambio de liderazgo en el PP y al que sin duda le costará desvincularse del resultado andaluz.
Y lo mismo le ocurrirá a su vicepresidenta, Yolanda Díaz, quien al final se ha implicado más en la campaña de Inma Nieto de lo que tenía previsto, algo que se interpretó inicialmente como un intento de desligar la candidatura de Por Andalucía de su futuro proyecto político, como hizo en Castilla y León. Sus mítines han sido los más multitudinarios de la coalición de partidos y, pese a las diferencias con Unidas Podemos, ha compartido cartel con Ione Belarra, con Alberto Garzón e incluso con Iñigo Errejón, con quien la sintonía en estos momentos es mayor que con algunos de los morados.
Ahora solo falta saber si su presencia y su entusiasmo son capaces de compensar el desconocimiento entre los andaluces de Nieto y, sobre todo, de desmentir a los sondeos, que dan a la marca que amadrina unos pírricos resultados, incluso por debajo de la mitad de los 17 que obtuvo el espacio en 2018, cuando las siglas eran Adelante Andalucía y Teresa Rodríguez fue la candidata. Esta última también somete a referéndum su candidatura en solitario.
El destino de Sánchez está unido al de Díaz igual que el de Feijóo al de Abascal. O suman o no gobiernan.