De vez en cuando, la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición prohíbe la venta o retira de los comercios determinadas partidas de alimentos que no cuentan con las garantías sanitarias para su consumo y en ningún caso autoriza la venta de carne con gusanos como la del borsch del rancho de la marinería del acorazado Potemkin. Los consumidores estamos protegidos por la ley. En cambio, estamos desamparados frente a las empresas que nos venden material de comunicación podrido no por error o descuido sino por sistema. Invocar la libertad de prensa y/o expresión en este caso es como recurrir a la libertad de comercio para lucrarse con comestibles incomestibles. A menudo, la salmonela de estos no es tan perniciosa como la de aquellos.
Estamos inmersos en uno de estos casos, el de la esposa del presidente del Gobierno, Begoña Gómez. Unas, digamos páginas digitales –pues no llamo medios a los 'demediados', información a las mentiras ni sindicato, incluso ni pseudosindicato, a las pandillas basura– publican una serie de bulos y falsedades; los apandadores que se hacen llamar Manos Limpias los utilizan para, abusando de la justicia, presentar una denuncia que, supongo que por reparto –supongo, digo–, le cae a juez Juan Carlos Peinado, que ya había atendido, sin suerte, otras iniciativas judiciales de la organización ultraderechista.
En vez de deducir testimonio por denuncia falsa –los propios querellantes reconocieron la falsedad de algunas de las supuestas pruebas que sustentaban su denuncia–, este juez comete irregularidades en la naciente instrucción –comunicar a Vox parte del sumario declarado secreto por él mismo, impedir al fiscal preguntar a uno de los autores periodistas y admitir como acusación particular a otra cuadrilla, Movimiento de Regeneración Política de España, cuyo cabecilla es un sujeto llamado Aitor Guisasola–; además, elude la extensa investigación de la policía judicial de la Guardia Civil, la Unidad Central Operativa (UCO), que descarta cualquier indicio de delito en la actuación profesional de la señora Gómez, por considerarla “preliminar” y, en fin, la declara investigada/imputada cinco días antes de la convocatoria electoral europea.
Nada nuevo bajo el sol. En 1997, la Moncloa de Aznar encargó un informe ad hoc sobre las cuentas de Sogecable-Canal + a los economistas Ramón Tamames y Gerardo Ortega, presidente del Colegio de Economistas de Madrid. Estábamos en pleno fragor de la que se llamó ‘guerra digital’ y entre los planes del recién inaugurado gobierno del PP, inspirados por un grupo de periodistas afines, el conocido como ‘Sindicato del crimen’, estaba la ilusa pretensión de desmantelar el Grupo Prisa, especialmente desde que la habilidad de su presidente, Jesús de Polanco, para desarrollar su canal de televisión digital, Canal Satélite Digital, hizo fracasar el ambicioso proyecto gubernamental Vía Digital.
Dicho informe fue transmitido al semanario derechista Época –participado por el exbanquero Mario Conde, a cuya ominosa sombra estaban unidas por algún hilo todas las marionetas de aquella representación– y sirvió de excusa para una querella que los periodistas Jaime Campmany (editor-director de Época), Jesús Cacho (biógrafo de Conde) y el exabogado sancionado Javier Sainz Moreno presentaron contra Jesús de Polanco, Juan Luis Cebrián y otros directivos de Prisa por apropiación indebida –las fianzas por los descodificadores de los suscriptores de Canal +–.
Aprovecharon la guardia de un juez afín de la Audiencia Nacional, Javier Gómez de Liaño, uno de los suyos, para interponer una querella que tenía el objetivo confesado de “meter en la cárcel a Polanco” y de “hacerle pasar por el 'paseíllo' mediático de la Audiencia Nacional”, según declaró el juez Baltasar Garzón en el juicio por prevaricación que siguió a los desmanes procesales de Liaño y que supuso su expulsión de la carrera judicial el 15 de octubre de 1999.
Quizá el primer caso propiamente dicho de lawfare, de instrumentalización política de la justicia, de la España democrática, pues los intentos anteriores contra Felipe González, desde financiación ilegal a una falsa demanda de paternidad, quedaron en aguas de borrajas. Eran tiempos en los que la magistratura española tenía más respeto por sí misma. Hoy, tras más de 5 años de 'okupación' anticonstitucional del Consejo General del Poder Judicial, el autorrespeto también es un valor caducado.
En ambos casos, la utilización abusiva o ilegal de las instancias judiciales tenía y tiene su corolario predeterminado. En el ‘caso Sogecable’, el PP en el poder utilizó su propia trama hipócritamente –en el papel del capitán de la gendarmería Louis Renault en Casablanca: “¡Qué escándalo, aquí se juega!”– y los periodistas de los suyos, muchos movidos por un odio inextinguible a Juan Luis Cebrián, repicaron incansablemente las falsedades con carta de naturaleza judicial: el finado Antonio Herrero interrumpió la emisión de su programa La Mañana de la COPE, cadena radiofónica propiedad de la 'caritativa' Conferencia Episcopal Española, para retransmitir en directo la entrada de Polanco y Cebrián a los juzgados de la Audiencia Nacional, atravesando lo que los norteamericanos llaman shame´s corridor, el “corredor de la vergüenza” que el inculpado ha de recorrer, sea o no culpable –y en muchas ocasiones tampoco importa–, entre dos filas de periodistas, fotógrafos, micrófonos y cámaras de vídeo que inmortalizan su presencia, precisamente para su vergüenza, en el juzgado.
¿Necesitamos una ley de prensa democrática?
El pasado domingo, 1 de junio, el director de elDiario.es, Ignacio Escolar, se pronunciaba en su sección El boletín del director, la carta semanal que dirige a los socios y socias de elDiario.es, y contestaba sin ambages al interrogante. En 'Por una ley de prensa democrática' recordaba que, “con algunos tachones”, “los más obscenos”, “sigue vigente una ley firmada desde el Palacio del Pardo por Francisco Franco: la ley de prensa de un dictador”, la llamada 'ley Fraga de Prensa e Imprenta', promulgada en 1966 por Manuel Fraga cuando era ministro de Información y Turismo, y, en consecuencia y a la vista del panorama actual, no duda de que “hace falta una regulación de la prensa, precisamente para proteger el derecho de la ciudadanía a recibir información veraz. Porque una parte de lo que aparenta ser periodismo, y no lo es, se ha convertido en una industria contaminante que está intoxicando a la sociedad”.
Éste su seguro escribidor es de una generación periodística, la del tardofranquismo y la Transición, para la que “la mejor ley de prensa es la que no existe”, no sólo porque sufríamos esa 'ley Fraga' de la dictadura sino porque ésta se enraizaba en una “ley de guerra”, la de Prensa del 22 de abril de 1938, calcada de la legge sulla Stampa del fascismo mussoliniano de 1925 y la Schriftleitergesetz, la hitleriana de 1933. Además del largo rosario de decretos y órdenes ministeriales contra la prensa que la amordazó a lo largo de casi 30 años y sobrevivió a las denuncias y presiones internacionales, al clamor interior murmurado y a la sonora Declaración Universal de los Derechos Humanos de Naciones Unidas de 1948.
Un hecho ocultado por esa prensa silenciosa y silenciada fue cuando el presidente de Estados Unidos Dwight D. Eisenhower visitó España en diciembre de 1959. Llegó persuadido de que arrancaría del dictador dos de sus preocupaciones con España: el restablecimiento de las libertades religiosa y de prensa. Ignoraba que los cultos de las sectas protestantes, no digamos el judaísmo, eran imposibles bajo la férula de la secta nacionalcatólica reinante en España; que Franco había añadido en el preámbulo de la ley de Prensa de 1938 que “la gran influencia que en la vida de los pueblos tiene el empleo de la propaganda, en sus variadas manifestaciones (...) aconsejan reglamentar los medios de propaganda y difusión, a fin que se establezca el imperio de la verdad, divulgando, al mismo tiempo, la obra de reconstrucción nacional que el nuevo Estado ha emprendido” y que contra el querer, el poder, no hay razones. Ante la cerrazón irreductible del dictador, un frustrado y desairado Ike adelantó un día su salida del país.
Eisenhower pinchaba en hueso, como casi una década antes le había ocurrido a su predecesor, Harry S. Truman. El departamento de Estado le hizo saber al diplomático franquista José Félix de Lequerica que el préstamo de 62,5 millones de dólares que el Eximbank concedería a España estaba sujeto a liberalizar las inaceptables condiciones de las libertades religiosa, de prensa y expresión en España. Lequerica lo comunicó, alarmado, al palacio de Santa Cruz –sede del Ministerio de Asuntos Exteriores– y, tras evacuar consultas en El Pardo, el ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín-Artajo, le telegrafió que podía comunicar a sus interlocutores que el ministro de Información, Gabriel Arias Salgado, estaba preparando una ley de prensa en ese sentido. Era el 10 de octubre de 1951 y la nueva ley de prensa e imprenta fue promulgada el 18 de marzo de 1966...
Una ley estrechamente vigilada
La 'ley Fraga' fue una consecuencia inesperada de lo que el diario falangista Arriba denominó “el contubernio de Múnich”, el IV Congreso del Movimiento Europeo, celebrado en junio de 1962, al que asistieron y participaron más de un centenar de políticos españoles de todas las tendencias opositoras a la dictadura, salvo los comunistas. La represión de los participantes y el agresivo tratamiento en la prensa oficial –toda, incluida la privada– le costó el puesto a Arias Salgado, primer ministro de Información de la dictadura, nombrado en 1951, y dio paso a Manuel Fraga Iribarne, quien no había participado en la guerra por su edad pero ya había hecho carrera en el franquismo: fue delegado nacional de Asociaciones de FET y de las JONS, otros cargos oficiales y secretario general técnico de Educación con el democratacristiano Joaquín Ruiz-Giménez, por lo que llegaba con presunciones de 'aperturismo', término referencial del franquismo en el que se cifraban las esperanzas democráticas y que la realidad aplazaría durante lustros.
Según cuenta Fraga en sus memorias cuando Franco le comunicó su nombramiento le dijo: “Uno de los problemas que va usted a tener es hacer una buena ley de prensa”. “Eso [repuso] es lo que voy a hacer, y cuanto antes; y no una ley general de información, como intentó Arias Salgado”. “Eso le dije yo”, dijo Franco tranquilamente. Arias Salgado había anunciado en su toma de posesión y en las sucesivas sesiones del Consejo Nacional de Prensa, desde 1951 a 1957, un “posible perfeccionamiento de la Ley de Prensa de 1938”, pero consciente de que nadie en el régimen deseaba 'perfeccionar' lo que era perfecto para sus objetivos e intereses –“el sistema legal y los procedimientos, hábitos y usos que vienen rigiendo en materia de información y que tienen como base la ley de Prensa de 22 de abril de 1938 arrojan un saldo eminentemente positivo”, decía el punto primero del anteproyecto de su ley de Bases de la Información–, los años pasaron en comisiones, informes y anteproyectos sin dar un paso adelante.
Para pergeñar su propio proyecto, Fraga utilizó los dilatados trabajos de los colaboradores de Arias Salgado, que eran de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, así como la labor legislativa de Manuel Jiménez Quílez, periodista de la escuela católica de El Debate, a quien nombró director general de Prensa, y, sobre todo, la del subsecretario Pío Cabanillas, un brillante abogado del Estado liberal y desvinculado de las familias políticas del franquismo.
Pero estrechamente vigilado por el propio Franco. “Me hacía preguntas curiosísimas: ¿qué haríamos si volviese a ocurrir lo del Obispo de Calahorra?”, escribe Fraga, quien añade “un pequeño escándalo de faldas en un hotel de Barcelona. A todo fui contestando como pude”. Fraga no sabía que Franco se refería al escándalo de la falsedad tramada contra el obispo antinazi de Calahorra, Fidel García Martínez, que hemos contado aquí, y sobre lo que había decretado un estricto silencio. “Estaba lleno de dudas, comprendía lo serio e irreversible de la operación”, apuntaba Fraga y el dictador siempre terminaba las sesiones con la misma recomendación: “No seamos demasiado buenas personas... Utilicemos, como todos, los medios indirectos de control”.
Fraga utilizó el mismo truco que los perpetradores de la caricatura constitucional que fue el Fuero de los Españoles de 1945. Hace años, llegué, modestamente, a la conclusión de que la expresión castellana de origen desconocido “por el artículo 33” procedía precisamente de ese artículo del citado Fuero, que, tras proclamar ampulosamente las libertades de que gozarían los españoles en la dictadura, las desmontaba y sólo se podrían ejercer si no atentaban “contra la unidad espiritual, nacional y social de España”.
La ley de Prensa de 1966 hizo lo mismo: tras declarar en el primer artículo que “el derecho a la libertad de expresión de las ideas reconocido a los españoles en el artículo 12 de su Fuero se ejercitará cuando aquéllas se difundan a través de impresos, conforme a lo dispuesto en dicho Fuero y en la presente Ley”, lo desactivaba en el artículo segundo: “La libertad de expresión y el derecho a la difusión de informaciones, reconocidas en el artículo primero, no tendrán más limitaciones que las impuestas por las leyes. Son limitaciones: el respeto a la verdad y a la moral; el acatamiento a la Ley de Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales; las exigencias de la defensa Nacional, de la seguridad del Estado y del mantenimiento del orden público interior y la paz exterior; el debido respeto a la Instituciones y a las personas en la crítica de la acción política y administrativa; la independencia de los Tribunales, y la salvaguardia de la intimidad y del honor personal y familiar”. Se autorizaba criticar el tiempo y la televisión...
Las limitaciones se hicieron patentes a lo largo de los años en forma de miles de expedientes, secuestros, multas, procesos, cierres de medios, algunos destierros y cárceles para algunos periodistas e incluso la voladura controlada del Madrid. Diario de la Noche, el 24 de abril de 1973. Era su director, Antonio Fontán, del Opus Dei, reconocido como uno de los ‘héroes de la libertad de prensa’ por el Instituto Internacional de Prensa (IPI), quien unos años antes, en 1969, había celebrado la ley Fraga: “Creó un nuevo clima en los periódicos españoles, ha ejercido influencia en la política general, en la mentalidad de muchas gentes y en los modos de expresión del país, y ha ensanchado el conocimiento que los españoles tienen de la realidad nacional”. El gran escritor Miguel Delibes, director de El Norte de Castilla de Valladolid, puntualizó con retranca castellana: “Antes te obligaban a escribir lo que no sentías, ahora se conforman con prohibirte que escribas lo que sientes. Algo hemos ganado”.
Una herencia ominosa
La pesada herencia de la dictadura se prolongó durante décadas de democracia y por disposiciones obsoletas que se derogaron o aparcaron, se incrementaron con otras nuevas –las leyes de Protección del Derecho al Honor, de 1982, o la del Derecho a Rectificación, de 1984– y amenazas, como, entre otras, la de la transparencia de la propiedad de los medios de comunicación y una 'ley Antilibelo' que proyectó Felipe González en su agónico fin de mandato, acosado por la corrupción y la guerra contraterrorista, sin que faltaran las prácticas extra legem, cuando no el soborno para acallar voces molestas para el poder.
Las burdas operaciones de lawfare contra Podemos, relativamente recientes, se sucedieron desde 2014, amañadas por las cloacas policiales del Ministerio del Interior del Gobierno de Mariano Rajoy, dirigido por Fernández Díaz, que contaron para su implementación con una nutrida tropa de policías, jueces, políticos y periodistas, todos con notable falta de vergüenza e incluso de profesionalidad en la sinvergonzonería.
Sus maniobras se estrellaron una y otra vez en el Tribunal Supremo, pero no sin haber obligado a los líderes del joven partido a desfilar por los pasillos judiciales y mediáticos implicados en la trama. Todos ellos, los conspiradores, están en la calle; no sólo no ha pagado ninguno por sus desmanes sino que los medios y periodistas autores de los desmanes de entonces, incrementado por los de nueva creación y titulación, son los mismos de las tropelías de hoy.
Hemos llegado a una situación paradójica, un panorama erizado de leyes y disposiciones antiguas y contemporáneas, muchas inoperantes y otras anticonstitucionales sin derogar explícitamente, en el que han anidado decenas de páginas digitales instrumentales de intereses espurios y de propiedad opaca. Gran parte de la sociedad, la más vulnerable intelectualmente, ha pasado de ser receptora de información dictatorialmente hiperprotegida a estar desamparada ante prácticas sistemáticas de desinformación y propaganda emitidas con el propósito de anular la capacidad para distinguir lo real de lo falso. Una práctica que no dudan en utilizar medios aparentemente respetables para campañas políticas sin escrúpulos.
Siendo de esa generación para la que la mejor ley de prensa era la que no existía, hoy comparto lo que decía Ignacio Escolar en el artículo citado: “Buena parte de la prensa ha asumido la libertad de expresión como un absoluto, imposible de regular sin cercenar ese derecho. Como si la libertad de circulación estuviera amenazada porque existan las multas de tráfico, los alcoholímetros y los límites de velocidad. Es justo al contrario: hace falta una regulación de la prensa, precisamente para proteger el derecho de la ciudadanía a recibir información veraz. Porque una parte de lo que aparenta ser periodismo, y no lo es, se ha convertido en una industria contaminante que está intoxicando a la sociedad”.
Hoy votamos: ustedes mismos.