Esta semana ha concluido la primera sesión de la fase universal de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, “Por una Iglesia Sinodal: Comunión, participación y misión”, con la redacción de la Carta al Pueblo de Dios y del Documento de Síntesis que serán las bases del trabajo hasta la votación y clausura en la segunda sesión en octubre del próximo año. Será el momento de ver si se plasman las intenciones del papa Francisco de una Iglesia católica a la altura de las exigencias y realidad del siglo XXI en una pluralidad de temas, desde las bendiciones a parejas homosexuales al sacerdocio, pasando por una progresiva democratización de la institución y un mayor protagonismo de laicos y mujeres. Aunque, de entrada, elude pronunciarse sobre otros asuntos cruciales que plantea la contemporaneidad, como son el aborto, el matrimonio igualitario y la eutanasia.
Pero, por primera vez en la historia de los sínodos, la mujer tendrá voz y voto, aunque su participación diste de ser paritaria: de los 365 miembros del sínodo con derecho a voto, 54 son mujeres, apenas un 14,7%. Un 75% son obispos y el resto, laicos. Aunque si echamos un vistazo a la historia machista de la Iglesia romana, sin duda es un paso gigantesco, que 'sólo' ha costado veinte siglos en darlo.
Veamos ese trayecto en una pequeña antología que me ha divertido recopilar. San Pablo de Tarso (año 50) decía: “No aguanto que una mujer dé lecciones, usurpando la autoridad del hombre en vez de guardar silencio. Las mujeres, callen en la Iglesia”. “Cada mujer debería morirse de vergüenza por el solo hecho de ser mujer”, agregaba san Clemente de Alejandría (año 200).
Para san Juan Crisótomo (año 380), las mujeres eran un “castigo cósmico, mal necesario, deseable calamidad, fascinación mortal, plaga maquillada”. Y Boecio, padre de la filosofía cristiana de Occidente, “la mujer es un templo construido sobre una cloaca”. “¿Cómo podríamos abrazar lo que no es más que una bolsa de estiércol?”, se preguntaba san Odón de Cluny (año 900).
El machismo eclesial tiene sus secuelas modernas. “No puede haber promiscuidad entre ambos sexos, y menos aún igualdad”, apuntaba en su encíclica Divini illius Magistri, de 1929, un Pío XII que fue proclamado 'venerable' por Benedicto XVI, paso previo a la beatificación y posterior canonización. El papa Juan Pablo II no dudó en excluir 'definitivamente' a la mujer del sacerdocio, pero el pragmático papa Francisco desliza que hay que profundizar en el término definitivo y entreabre la puerta a la ordenación de la mujer en el diaconado, tercera clase de la jerarquía eclesiástica.
Entre ser un saco de mierda, dicho llanamente como el san Odón, y ser un servidor de Dios de tercera, sin duda hay un ‘progreso’. Naturalmente, desde el punto de vista de los posibilistas, como Francisco, pero inaceptable para la influyente facción reaccionaria del cardenalato, como esos cinco purpurados que el pasado 10 de julio trataron de desactivar el sínodo con un escrito de dubia –pregunta formal al Papa y al Dicasterio para la Doctrina de la Fe que ha de obtener una respuesta directa ante dudas teológicas–, cinco demandas de posicionamiento sobre la bendición a las parejas homosexuales, el arrepentimiento como condición necesaria a la absolución de los pecados en la confesión, la actualización de la interpretación de la Biblia, el significado del término “sinodalidad” acuñado por Francisco y la ordenación sacerdotal de mujeres.
En relación con lo que tratamos hoy, la mujer en la Iglesia católica, Francisco les recuerda en su respuesta a los cardenales que Juan Pablo II cerró la posibilidad del sacerdocio, pero les señala que “no se ha desarrollado exhaustivamente una doctrina clara y autoritativa acerca de la naturaleza exacta de una «declaración definitiva» (...) no podemos constituirnos en jueces que sólo niegan, rechazan, excluyen”. Lo que supone dejar al sínodo –que es consultivo y su misión se limita a asesorar al papa sobre los temas a debate– que haga sus propuestas y depende de su autoridad que apruebe o no las conclusiones. De momento, ha elegido a una mujer, la religiosa francesa Natalie Becquart, señalada defensora de la mayor participación de la mujer en la Iglesia, para una de las subsecretarías del sínodo.
Las contradicciones sobre las mujeres
Si en el sínodo la voz femenina no llega al 15%, el porcentaje de doctoras de la Iglesia, título pontificio u otorgado por concilio ecuménico a los santos reconocidos como maestros eximios de la fe, es aún más escaso, apenas un 10,8%, 4 mujeres de 37 doctores de la Iglesia Y tuvieron que pasar casi veinte siglos antes de que, el 27 de septiembre de 1970, Pablo VI, proclamara a Teresa de Ávila primera doctora universal de la Iglesia y, quizás animado porque ello no derrumbara la columnata de Bernini, una semana después, el 4 de octubre, otorgó el título a Catalina de Siena, mística italiana del siglo XIV.
Juan Pablo II añadió en 1997 a la carmelita francesa del siglo XIX Teresa de Lisieux, santa Teresita (como gustaba ser llamada) del Niño Jesús, y Benedicto XVI cerró la nómina de santas doctoras en octubre de 2012, nombrando a la benedictina alemana del siglo XII a Hildegarda de Bingen. Desde entonces, otras ocho mujeres siguen postuladas para el título y se especula que alguna podría ser elegida en la clausura del actual sínodo.
El camino al doctorado eclesial de Teresa de Cepeda y Ahumada, Teresa de Ávila, santa Teresa de Jesús, fue arduo, tardó cuatro siglos en recorrerlo y hubo de superar obstáculos sin cuento, desde la inquisición a los mayoritariamente teólogos reaccionarios para llegar a la respuesta de Pío XI, quien para negarse, en 1923, a declararla doctora de la Iglesia se despachó con un cortante “obstat sexus”, el sexo lo impide... A pesar de que, desde la publicación de sus escritos, en 1588, “el sentimiento de la Iglesia y la actitud del pueblo de Dios, en general, de los fieles y de la jerarquía, eran favorables al reconocimiento del doctorado de santa Teresa” y en el siglo XIX era prácticamente unánime en los ámbitos popular, carmelitanos y eclesiásticos el deseo de que se doctorase a la santa canonizada sólo 40 años después de su muerte –lo habitual era un plazo de 50 años para la declaración de venerable, peldaño inicial del a veces larguísimo camino hacia la santidad: Juan de la Cruz, por ejemplo, necesitó más de siglo y cuarto en subir a los altares... Actualmente, los plazos son más flexibles, incluso exprés tanto por el poder del dinero, como es el caso del fundador del Opus Dei, José María Escriba Balbás, Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás, marqués de Peralta para el siglo, santificado en 27 años, o por los intereses vaticanistas, caso de Juan Pablo II, canonizado 9 años después de su muerte–.
¿Qué fuerza tiene Teresa de Jesús que reúne tras de sí la admiración de propios, ajenos e incluso opuestos, que somete el pertinaz machismo de la no obstante autobautizada Santa Madre Iglesia y que apasiona a quien se acerca a ella, a su riqueza humana e intelectual? Se pueden resumir en las palabras del polímata alemán Leibnitz, para quien era “el espíritu más grande, el alma más sublime, que después de la venida de Cristo se haya revestido de carne humana”. O las del papa Juan Pablo I sincero, ingenuo y alevosamente 'sacrificado' a la razón de Estado –El Breve: tras mostrar imprudentemente su intención de terminar con la corrupción vaticana, apenas pudo 'reinar' un mes, de agosto a septiembre de 1978‑, que dice de ella: “¡Mujer! Pero una mujer que vale por veinte hombres”, una actualización del “homenaje insidioso” que es el piropo (para Mary Wollstonecraft): vale por veinte hombres, sí, pero..., ¡siendo mujer! Como diciendo: ¿será posible? Estos 'santos padres' solteros y misóginos son incorregibles, al margen de su bondad personal.
La personalidad de Teresa es arrobadora en su caleidoscópica dimensión femenina, una mujer triple: de acción, de contemplación y de introspección. Y de nada de ello excluye dar cuatro cuartos al pregonero: Teresa da pelos y señales de hechos, experiencias y doctrina: “No tenemos letra las mujeres”, escribe, consciente de las limitaciones a la intervención de la mujer en la sociedad y, de manera concreta, de las que impiden su acceso al mundo del conocimiento, a la palabra hablada y a la escrita, a la 'letra'.
Pero Teresa es una mujer extraordinaria, una de esas personas que reducen a tópicos y debilidades los lamentos sobre los males de las épocas y las imposiciones sociales. Y los denuncian, al tiempo que, con sencillez a prueba de toda maldad, desvela sentimientos que cualquiera callaría, de no tener esa condición cristalina del alma y del cerebro, tan difícil de alcanzar. ¿Cómo, si no, se podría escribir lo que sigue?: “Le veía en las manos de ángel un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Esto me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se me quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aún harto. Es requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento” (Libro de la Vida, cap. XXIX).
La hagiografía lo llama transverberación (DRAE: Transfixión: Acción de herir pasando de parte a parte...): llámalo hache. O explícalo como el carmelita Efrén de la Madre de Dios: “Sin necesidad de negar el hecho de la Tansverberación, conviene rechazar de antemano que se trate de una vulneración física en la mencionada visión, cuya principal realidad (...) es el efecto espiritual que infunde en el alma, de suerte que, si algún efecto produce en el cuerpo es indirecto, por la redundancia que proviene del alma. Se trata, pues, de un gran sentimiento de amor infuso que algunas veces iba acompañado de aquella visión, la cual no era causa, sino una mera circunstancia concomitante que hacía ver a su imaginación lo que invisiblemente se le infundía en el alma (...) En realidad, ni el ángel tenía cuerpo, ni el dardo era dardo, ni el fuego fuego, ni la herida herida. Todo esto sólo eran formas sensibles con que la imaginación traducía grandezas inefables”. Ya. Que el ángel no era ángel, el dardo no era dardo ni el fuego, fuego, nos lo imaginábamos, pero si la transverberación no fue un orgasmo como Dios manda, que venga Dios y lo vea.
O en palabras, más directas, del psicólogo Jacques Lacan: “Solamente hay que ir a ver la estatua de Bernini en Roma [Éxtasis de Santa Teresa, 1647-52] para darse cuenta que se está corriendo [qu'elle jouit], de eso no hay duda”.
Ya lo decía Teresa con 'retranca abulense': “¿No basta, Señor, que nos tiene el mundo acorraladas, que no hagamos cosa que valga nada por Vos en público ni osemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto? No lo creo yo, Señor, de vuestra bondad y justicia, que sois justo juez, y no como los jueces del mundo, que, como son hijos de Adán, y en fin todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa”. Y añadía: “Aunque las mujeres no somos buenas para el consejo, algunas veces acertamos”.
Cuando Pablo VI decidió doctorar a Teresa, le dijo al insistente valedor Anastasio Ballestrero (del Santísimo Rosario), prepósito general de la orden de los Carmelitas Descalzos: “Si hacemos doctora solamente a Santa Teresa de Jesús, habrá muchos que murmuren, por manifestar como una acepción [DRAE: Acción de favorecer o inclinarse a unas personas más que a otras por algún motivo o afecto particular]. Debemos buscar otra santa, para hacer al menos dos. Yo lo pensaré”.
La elegida fue otra mujer extraordinaria, la italiana del siglo XIV Catalina de Siena, laica terciaria de los dominicos –las órdenes terceras de los institutos religiosos acogen a los laicos dedicados al apostolado y a la perfección cristiana sin profesar en la orden y ‘viviendo en el mundo’. Lope de Vega, que decía de sí mismo: “No hay cofia o cabello suelto/ que no me lleve tras sí;/ que vive un pimiento en mí,/ en esta sotana envuelto”. Ingresó como terciario franciscano en 1611–. Posiblemente aquejada de anorexia, como Teresa, dice su biógrafo (hagiógrafo) que a los 5 años tuvo su primera visión de Cristo y a los 7 hizo voto de castidad. Lo que no le impidió experimentar, a los 19 años, un matrimonio místico con Jesús en el que su anillo de bodas era el prepucio de Cristo, según escribió ella misma. Sus numerosas visiones místicas no le impidieron desarrollar una eficaz labor diplomática en la paz de Siena con el Vaticano, la vuelta del papa a Roma desde Avignon y en el cisma de Occidente, méritos que la llevaron a la santidad, 81 años después de su muerte, y patrona de Italia en 1939.
La última doctora de la Iglesia, proclamada por Benedicto XVI, junto a Juan de Ávila, es la benedictina alemana Hildegarda de Bingen, mística, guía monacal y polímata del siglo XII cuyas habilidades abarcaron numerosos saberes, desde la composición musical a la profecía (Doctora sibila, es su título eclesiástico), pasando por la ciencia, la filosofía, la medicina, además de ser una de las escritoras de mayor producción de la baja edad media, sobre la que ejerció gran influencia que se extendió hasta el renacimiento.
Y entre las dos últimas, la carmelita decimonónica Teresa de Lisieux, declarada doctora por Juan Pablo II, cuyos méritos en su corta vida, 24 años, se desarrollan en clausura, dedicada a la oración y a la enseñanza de las novicias y a perseguir su ideal obsesivo de serlo todo en la Iglesia: apóstola y sacerdotisa, misionera, mártir, doctora y, sobre todo, santa. Tras la publicación de sus escritos autobiográficos, su sencillez y humildad despertaron la devoción popular, hasta el punto de que, en la I Guerra Mundial, miles de soldados franceses llevaban efigies suyas a guisa de ‘detente, bala’. Canonizada en 1923, se erigió en su honor la basílica de Santa Teresa, en Lisieux, que en seguida se convirtió en el segundo lugar de peregrinación de Francia, tras el santuario de Lourdes. El márquetin vaticano la ejemplificó como prueba de que la santidad es accesible para todos.
Una larga lista de mujeres santas aspiran al doctorado eclesiástico –Brígida de Suecia, Margarita María Alacoque, Verónica Giuliani, Juliana de Norwich, Gertrudis de Helfta, Laura Montoya, Faustina Kowalska...– y entre ellas destaca la apasionante figura de la filósofa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, carmelita descalza que fue judía, atea, conversa y feminista radical. En octubre de 2024 veremos si Francisco y el sínodo se atreven.
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