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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

Del turismo alimentador y modernizador a la turistificación invasiva e insostenible

27 de julio de 2024 21:31 h

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Si llega a la puerta de tu casa una visita indeseable tienes tres posibilidades: no abrirle, aducir una excusa educada o darle con la puerta en las narices. Este año vendrán a visitarnos unos 91 millones de turistas, casi el doble de los residentes. El problema para echarlos es que no vienen solos: los acompañan unos 200.000 millones de euros, el 13% del Producto Interior Bruto y un 20% de empleo directo e indirecto. Cualquiera no los invita a pasar, incluso a ponerles alfombra roja.

Aunque los hay que no se la quieren poner, porque ese “cualquiera” está en el limbo macroeconómico, donde no se entera, o desprecia, lo que ocurre en la calle del cada día: el turismo se ha ‘turistificado’ y no hay población española con algo que ofrecer que no quiera ‘turistizarse’. La turistificación es un término acuñado por el geógrafo francés Rémy Knafou a partir del término gentrificación (del inglés gentry: clase alta, alta burguesía) –que es el desplazamiento urbano de una clase social pudiente en detrimento de otra de menor poder adquisitivo– para definir el desplazamiento de los residentes de un espacio de interés turístico para satisfacer las necesidades de los turistas. Para la Fundación del Español Urgente (Fundéu), turistificación define el impacto que tiene la masificación turística en el tejido comercial y social de barrios o ciudades y turistización es el proceso por el que un destino se hace turístico.

Y en la calle, los perjudicados lo traducen en un eslogan: “Menos turismo, más vida”. Presidió la manifestación el pasado día 21 del 10% de la población de Palma de Mallorca, la más reciente de las demostraciones contra el turismo invasivo que empieza a alimentar una ‘turismofobia’ que amenaza con radicalizarse. Porque la cara oculta del turismo supone presión en el mercado de la vivienda, restringido el uso residencial por el turístico, sobre los servicios públicos y ocupación, a veces agobiante, de los espacios públicos, la explotación y precariedad laboral de los trabajadores del turismo, especialmente los migrantes.

Difícil dilema –“Doble dilema”, decía con ironía mi querida Rosa Regàs, fallecida el pasado día 17–: somos un país donde el sector terciario o de servicios representa el 70% del PIB y el turismo, el 32% de las empresas del sector. Es decir, si una catástrofe acabara con el turismo, la economía española entraría en quiebra sin remedio. Los años de la pandemia de la COVID-19 ya fueron terribles: la participación en el PIB descendió al 5,8% en 2020 y al 8% en 2021. Unos números de la Organización Mundial del Turismo: España es el segundo país más visitado del mundo, detrás de Francia, a la que superamos en número de pernoctaciones e ingresos, donde los Estados Unidos están en primer lugar. O sea, una buena porción de nuestro plato de comida nos lo sirve el turismo.

Y es, además, la única de nuestras ‘industrias’ que nunca ha entrado en crisis desde el boom de los años 60 del siglo pasado, que no sólo nos alimentó en tiempos de escasez sino que contribuyó decisivamente a modernizarnos y liberalizarnos, a pesar del yugo –y de las flechas– de la dictadura franquista; una industria que ha crecido y fortalecido cada año.

El turismo alimentador y modernizador

Los libros de los viajeros extranjeros a la España novecentista volvieron a despertar el interés del extranjero por este “árido cuadrado, fragmento desgajado de la ardiente África, crudamente soldado a la ingeniosa Europa”, como lo retrató el poeta británico W.H. Auden en su Spain 1937. Interés que se encauzó sucesivamente por una Comisión Nacional en 1905, una Comisaría regia (1911) –“no podía estar ausente del ánimo del legislador el interés de todo español, de que las bellezas naturales de paisaje, de clima, fueran asequibles al extranjero que visita nuestra patria”– y, finalmente, en el Patronato Nacional del Turismo (1928), que canalizó el creciente turismo, centrado especialmente en balnearios y casinos, hasta la interrupción por la guerra civil.

Durante ésta, el periodista de ABC Luis Bolín –uno de los organizadores de la trama civil golpista y quien, por orden del propietario del periódico, Juan Ignacio Luca de Tena, alquiló en Gran Bretaña el avión De Havilland Dragon Rapide que trasladó a Franco desde Canarias a Tetuán–, que había sido delegado del Patronato Nacional de Turismo en Andalucía con la dictadura de Primo de Rivera, organizó unas Rutas Nacionales de Guerra para turistas morbosos que, más tarde, cuando en 1938 fue nombrado director general de Turismo (DGT) del gobierno golpista, transformó en Rutas Nacionales para eventos festivos y religiosos, como las Fiestas de El Pilar, la Feria de Sevilla, la Semana Santa andaluza y otros.

Al poco de terminar la II Guerra Mundial, el turismo europeo y norteamericano se sintió atraído por la peculiaridad y el exotismo español. Esa frase popular, “África empieza en los Pirineos”, atribuida a Alejandro Dumas padre, que había visitado España en el siglo XIX, funcionó como gancho para el viajero europeo de postguerra, que empezó a acudir en apreciable número a las costas catalanas y del norte de España.

Pero hasta 1950 no se recuperaron los niveles turísticos de la República, con un 0’38% de aporte al PIB. Y el preferido de Bolín: “Vengan a España, no lo sentirán ni lo olvidarán”. El régimen era consciente no sólo del poder propagandístico del turismo –de hecho, el sector siempre estuvo ligado a la prensa y la propaganda, desde el ministerio de la Gobernación hasta la creación del ministerio de Información y Turismo, en 1951– sino de su potencialidad como fuente de riqueza. Un indicativo del interés de la dictadura lo revela el número de informaciones producidas por la DGT: de 4.690, en 1941, a 1,2 millones, en 1951.

Y el boom no llegó hasta 1960, cuando el Plan Nacional de Estabilización Económica implementado por los ministros llamados ‘tecnócratas’, del Opus Dei, cuyos objetivos –“convertibilidad, estabilización, liberalización e integración”, impuestos por el Fondo Monetario Internacional– fueron decisivos para el crecimiento imparable del turismo en España. Y que, junto a las remesas de divisas de los emigrantes y la reindustrialización que impulsaron las medidas liberalizadoras, produjeron el altísimo ritmo de crecimiento de la economía española y la aparición significativa en el PIB del tercer sector, el de servicios, en una década llamada la del ‘desarrollismo’.

Los resultados fueron espectaculares por su inmediatez: la balanza de pagos experimentó un superávit de de 81 millones de dólares en 1959; las reservas de divisas del Banco de España se incrementaron y la suma de reservas exteriores y créditos a corto plazo de menos dos millones de dólares en junio de 1959 a más 500 millones en diciembre de 1960; la inflación se redujo desde el 12,6 por ciento en 1958 hasta el 2,4% en 1960. La incorporación de tecnologías al proceso productivo, la competitividad y la productividad supusieron la profunda transformación del tejido productivo y, aprovechando el bajo coste de la mano de obra, el lógico incremento de la inversión exterior en España.

La masiva llegada de turistas fue factor de moderación del franquismo y modernizó espectacularmente la sociedad española. Llegaban con el vitalismo de una Europa en crecimiento, optimista y con divisas y ataviados con ropas veraniegas y modales desenvueltos y sin prejuicios a unos pueblos amargados por las duras condiciones de vida y en los que las mujeres, al luto por los suyos víctimas de la guerra añadían velos negros y espesas medias negras en pleno verano. Un vivo contraste con los hombres y mujeres extranjeros que pasean por ciudades y pueblos; ellos, en pantalones cortos y sandalias y ellas, que fuman y beben en público, en shorts, con los hombros desnudos y en minúsculos trajes de baño de dos piezas en las playas. Y su progresiva influencia modernizó las condiciones de vida de la sociedad española en su afán de equipararse con el resto de Europa.

El arduo camino de la modernización

La jerarquía eclesiástica ponía sus principios morales por encima de los intereses económicos del país y, en vez un alivio para la miseria, veía una punta de lanza contra “el patrimonio religioso y moral de nuestro pueblo”. Ya en 1949, Gregorio Modrego Casaus, que fue obispo de Barcelona entre 1942 y 1970 (y al que hemos conocido aquí por su protagonismo en la persecución contra el obispo antinazi Fidel García Martínez) publicó una “admonición pastoral” –término excesivo que rápidamente fue cambiado por el de “exhortación pastoral”– en la que alertaba a los fieles y expresaba su indignación “ante la aparición de modas exóticas e inmorales” (título de la “admonición”). Monseñor Modrego decía recoger una alarma –especialmente de las asociaciones femeninas católicas– a la que había dado poco crédito hasta ver que “hombres y mujeres de otros países hacen con relativa frecuencia aparición en los establecimientos públicos, en las calles y plazas, y aún alguno han osado penetrar en los templos con tan deficiente y procaz indumentaria, que no os describimos porque no hallaríamos manera de hacerlo sin ofender vuestra modestia”.

Pero bien sabe que el atavío no es más que signo externo de amenazas más serias, casi todas de índole sexual, por lo que, además de exhortar a los fieles “a no imitar ni de lejos esas maneras de vestir tan contrarias a vuestra educación moral y social” e incluso una educada acción directa: “significar vuestra protesta, dentro, es claro, de los límites de la debida corrección y de las normas de nuestra proverbial caballerosidad, pero con la eficacia y firmeza que el caso requiere”, hace sendos llamamientos a las autoridades políticas –“sabemos que nuestras autoridades civiles han cursado órdenes oportunas y prudentes para atajar ese mal. Por ello merecen nuestro aplauso. Nadie debe extrañar su cristiano y patriótico proceder”– y a la prensa –“nuestra meritísima Prensa diaria y periódica ha tenido su palabra de crítica, que mucho le honra (...) y esperamos que, con la prudencia y eficacia que suelen hacerlo, nuestros cultos y probos periodistas sabrán crear ambiente contrario”– para, entre todos, terminar con tales “aberraciones, desterrándolas de nuestra ciudad y de nuestro suelo”.

Sin mucho éxito, por lo visto, pues estuvo reiterando su admonición estival prácticamente todos los años hasta 1961. Como otros pastores de almas con tendencia al descarrío: por ejemplo, Benjamín de Arriba Castro, obispo de Tarragona: cuya “Exhortación sobre la modestia cristiana” es de 1950 y su “denuncia la falta de moralidad y comportamiento indecoroso, particularmente en el verano” de 1953.

Con el paso de los años y el incremento exponencial de los turistas, la jerarquía eclesiástica tendrá que rendirse a la realidad y ver el turismo como una especie de industria abstracta, a la que el gobierno puede regular relativamente –“vemos que cada año, desde 1951 y también en el presente, emanan de la Dirección General de Seguridad unas acertadas normas de moral y buenas costumbres, que deseamos y esperamos se hagan cumplir con prudencia y eficacia en bien de todos”, dice con dudas monseñor Modrego, en su última exhortación sobre el asunto: “Turismo y amoralidad”, de 13 de julio de 1961–.

Eso sí, el gobierno se esmerará en satisfacer las preocupaciones de la Iglesia en lo que puede ejercer con seguridad y contundencia: evitar que se contamine el ciudadano español. En ocasiones, sin importarle hacer el ridículo: en 1970, el Tribunal Supremo tuvo que absolver al editor y al director de Diez Minutos, para quienes el fiscal pedía penas de cárcel por haber publicado una foto de una mujer en bikini en una playa.

Y en otras, haciendo la vista gorda: lo comentaba, con sorna, el crítico de arte, y de la sociedad, José María Moreno Galván –también citado aquí–, a propósito de la gigantesca campaña propagandística del ministerio de Información y Turismo dirigido por Manuel Fraga Iribarne: “La verdad es que España ha cambiado bastante en estos célebres 25 años de paz. El desarrollo del capital monopolista, la estabilización, el desprestigio –casi oficial– del falangismo, la televisión, los cinco títulos europeos del Real Madrid, el Opus... todo ha contribuido a darle a nuestro país una fisonomía distinta (...) La tradicional miseria de España subsiste, claro, pero está escondida, alejada de las zonas turísticas por una exultante brillantez de Seat 600, turistas suecas, Samuel Bronston y gambas al ajillo (...) Hay que reconocerlo: no poco de esa brillantez se la debemos al actual gabinete ministerial. Por ejemplo, parece ser que en determinadas boîtes de la Costa Brava se ha llegado a tolerar el strip-tease, pero, por el momento, para ser realizado sólo por extranjeras con el fin de no renunciar con tanta facilidad a la tradición honesta de nuestras mujeres, herederas de Isabel y de Teresa (...) Y dicen que en la noche inaugural, algún ibero reprimido por demasiados siglos de ‘valores del espíritu’ no pudo contener su entusiasmo cuando vio desnudarse a una americana y gritó, perdidos los estribos: '¡Viva Fraga Iribarne!'. Claro está que se continúa siendo enemigo del concepto materialista de la historia, pero eso no impide que la economía que nuestro capitalismo proyecta esté decidida a sacrificar a ella todo el espíritu de España. Aquí se está dispuesto a venderlo todo al mejor postor: hombres, espíritus, obras de arte, costas, paisajes..., aquí se venden hasta pueblos enteros y, dentro de muy poco, ese Calleja que escribe en el ABC [seguramente, el falangista José María García-Cernuda Calleja] incitará discretamente a nuestras mujeres a vender un poquitín de sus pudores –sólo un poquitín– a cambio de divisas turísticas. Sí, este país ha cambiado mucho”.

Moreno Galván lo escribió (La generación de Fraga y su destino), firmando ‘Juan Triguero’ –huyendo de la ira cósmica de aquel Fraga y de la voracidad policial de la Brigada Político-Social–, en el primer número de Cuadernos de Ruedo Ibérico, junio-julio de 1965, la revista de la editorial del mismo nombre fundada en París por José Martínez Guerricabeitia y otros exiliados españoles. Un proyecto de gran éxito que se definía “radicalmente libre y radicalmente riguroso: nada más, pero nada menos”.

En las ciudades y en el entorno rural. En los cuartelillos de la Guardia Civil se multiplicaban denuncias de chicas jóvenes que, en los años 60, estaban empleadas en el servicio doméstico en las grandes ciudades y cuando volvían de vacaciones a sus pueblos, peinadas de peluquería, con medias ‘de cristal’ y vestidas a la moda de los incipientes grandes almacenes, eran objeto de escarnio y agresiones físicas. Aunque, todo tiene su cara aprovechable: la defensa de padres y hermanos de las agredidas verbal y físicamente obligaban a los vecinos retrógrados a aceptar el canon urbano de la modernidad, como las rebeldías juveniles en los hogares tradicionales impulsaban a los padres a comprender todo lo que no entendían de sus hijos.

Como dicen los profesores e historiadores Encarna Nicolás Marín y Manuel Ortiz Heras, de la Universidad de Castilla-La Mancha: “La férrea estructura de la sociedad tradicional se resquebraja paulatinamente por la incidencia de los medios de conocimiento nuevos, radio, televisión, viajes, expansión de la cultura. A lo largo de los años sesenta, estos factores y la influencia decisiva del turismo crearon pautas de conducta cada vez más liberales y tolerantes, en contraste con el autoritarismo del régimen político. Se suavizó la tradicional cohesión de la estructura familiar, supeditada al cabeza de familia. La lenta pero continua incorporación de la mujer al mercado de trabajo contribuyó a erosionar su sumisión al hogar (...)”.

Ya desde principios de los años 50, el afán de modernizarse de la sociedad era patente. Una modernización que, sin ese nombre, era una necesidad impuesta desde varios frentes, unos, sencillamente, socioeconómicos y otros, culturales.

En muchos casos, la modernización que suponía vivir en la ciudad fue una mera cuestión de supervivencia: empezaba a descender la población activa agraria, que era un 40% del total, a causa de las migraciones, primero a los grandes núcleos urbanos del país y, luego, a los pujantes países europeos, que vivieron tres décadas ininterrumpidas de crecimiento tras la guerra mundial. En 1975, la población rural española se había reducido casi a la cuarta parte, un rápido proceso de sólo veinte años (lo que en Italia había necesitado treinta; en Alemania, cincuenta y en Francia, setenta y cinco años); desde 1962, 5,7 millones de españoles cambiaron su lugar de residencia. Y aunque durante décadas los migrantes rurales se vieran confinados en extensos barrios suburbiales de chabolas y a vivir en precarias condiciones, no cabe duda de que esa mayor urbanización de la sociedad española, aun frágil, contribuyó a la modernización al posibilitar el acceso progresivo a mayores niveles de educación, higiene, ocio, consumo, incluso alimentación.

Las amenazas al cuerno de la abundancia turística

Ni la represión de la dictadura, ni la renovada repulsa internacional por los fusilamientos de Franco –las oficinas de Iberia en las capitales europeas eran objeto de artefactos explosivos y de pintadas “No al turismo en España”–, ni el terrorismo casi cotidiano de las camadas etarras y negras ni las campañas en contra de los tabloides sensacionalistas británicos, pudieron con el turismo. De los 19.000 turistas de 1940 se pasó a 457.000 en 1950, a 7 millones en 1961, 17 en 1966, 20 en 1969 y 24 en 1970, hasta los 91 millones que se esperan este año. Y de los 19 millones de pesetas en 1940 hemos pasado a los 200.000 millones de euros que se estiman para este año.

También ha habido una evolución cualitativa: del turismo elitista de casino y balneario de las primeras décadas del siglo pasado se pasó al turismo masivo en busca de sol, playa y precios baratos al alcance del salario medio de los trabajadores europeos y el mochilero o de alpargata de bajo presupuesto propio de viajeros jóvenes y estudiantes. El abaratamiento de los transportes, especialmente de las líneas aéreas de bajo coste ha repercutido en mayor número de pernoctaciones y mayor gasto por viajero. Y que del turismo tópico se esté pasando lentamente al turismo cultural, gastronómico, histórico, de interior.

Y a pesar del panorama apocalíptico en que se empeña la propaganda de Feijóo y similares –“los españoles tienen derecho a salir tranquilos a la calle (...) y a la libertad de poder sentirse seguro uno en su casa”, descontado el hedor racista y con ese tic goebbelsiano de la unanimidad (volveremos a ello: Goebbels sigue entre nosotros)–, la realidad es que uno de los alicientes del turista universal, sea accidental o no, es la percepción de seguridad que este país despierta en las visitas: de un máximo de 7 puntos del índice de competitividad turística que elabora el World Economic Forum, España obtiene una puntuación de 6 en cuanto a la seguridad y protección que experimentan los viajeros, sólo por detrás de los 6,3 de Portugal. Este año favorecido, además, por la agresión rusa a Ucrania y el genocidio de Israel en Palestina. Sigue vigente el informe del Instituto de Estudios Turísticos, que establece en 8,5 puntos sobre 10 el grado de satisfacción del viajero en España.

Pero lo que no han podido ni la violencia física ni la verbal puede ser presa de dos factores de futuro incierto pero amenazador y no sólo para el turismo en España sino para muchos otros donde, a la vez que indispensable fuente de riqueza es insostenible en sus términos actuales. Y sobre los que es difícil actuar.

“La palabra del verano aquí es turismofobia”, decía un reportero del Financial Times británico tras las manifestaciones contra el turismo masivo en Mallorca, Málaga, Canarias, Sevilla, Alicante, Cádiz, Mallorca, Barcelona..., en las principales ciudades receptoras (y que ha contagiado a otras ciudades europeas, Ámsterdam, Lisboa, Atenas, Santorini...). Con eslóganes como el citado “Menos turismo, más vida”, “Alicante no está en venta”, “Pongamos límites al turismo masivo”, “El barrio para quien lo habita, no para quien lo visita”... Es poner en peligro la gallina de los huevos de oro: el ‘ataque’ a los turistas en las terrazas de los bares barceloneses con pistolas de agua fue noticia en el mundo entero –“las imágenes del asalto acuático llegaron a la prensa de Estados Unidos, China y Australia y desencadenaron una crisis de marca para la ciudad española”, dijo el diario londinense–, pero es unánime el reconocimiento de que la situación es insostenible y puede estallar el día menos pensado. “Cada centímetro de playa está ocupado y el tsunami del turismo amenaza con consumirlo todo a su paso”, resumió el periodista de la BBC Nick Beake sobre la realidad en Mallorca.

Hay también un dilema social: ¿el turismo sólo debe de ser accesible a las clases privilegiadas? Está claro que un macrocrucero, esos bloques flotantes que parecen edificios arrancados de cualquier ciudad-dormitorio suburbial echados a navegar, no es turismo sostenible, pero a la vez que ofrece suites en dúplex con terraza y piscina individual a 40.000 dólares la noche también tiene camarotes interiores, sin ventana ni balcón y con una ocupación de cuatro personas, en los que por 1.099 dólares, unos 980 euros, pasas siete noches por el Caribe Oriental. Es, por ejemplo, el caso del Symphony of the Seas, de la Royal Caribbean, con capacidad para 6.680 pasajeros servidos por 2.200 tripulantes en el que los pobres podemos convivir con los ricos –eso sí, a distancia: en los macrocruceros también hay clases–.

“El monocultivo turístico nos aboca a un futuro incierto, que depende de un modelo insostenible que agudiza las crisis ambientales y sólo beneficia a unos pocos”, concluyen los organizadores de las manifestaciones, en este caso los alicantinos.

Pues ésa es otra de las amenazas a la gallina preferida de nuestro corral. Greenpeace nos avisa que España empezará a perder playas en los próximos diez años en su informe Crisis a toda costa 2024. Análisis de la situación del litoral ante los riesgos de la emergencia climática, pues al hecho de intervenciones humanas, que “se traducen en el retroceso y la pérdida de las playas y su función de barrera protectora, lo que supone un riesgo para millones de personas residentes en el litoral”, hay que añadir el “gran peligros del cambio climático y la consecuente subida del nivel del mar y la mayor incidencia de fenómenos meteorológicos extremos, entre otros (...) Ya no llegamos a anticiparnos al problema, porque ya está aquí, pero las soluciones tienen que ponerse en marcha con urgencia. Todo retraso resultará en mayores costes económicos y humanos”.

Otras voces, éstas desde el campo del dinero, aconsejan lo mismo, orientar el turismo “hacia la sostenibilidad ambiental, social y económica (...) fomentar en las zonas de mayor afluencia un turismo más respetuoso, consciente y ejemplar, evitando la turismofobia”. Los manifestantes mallorquines tienen 14 reclamaciones para encarrilarlo.

Pero no sé si estamos a tiempo, la verdad.