Vetos, pinzas y errores

Jordi Sevilla

  • En el libro 'Vetos, pinzas y errores. ¿Por qué no fue posible un Gobierno del cambio?', publicado por Deusto, Sevilla da su versión de esas conversaciones y de la crisis del PSOE

Del sexto portazo de Iglesias y de lo que a continuación sucedió

«Constatamos con sorpresa que al día siguiente, antes de recibir nuestra respuesta sobre el documento, rompisteis unilateralmente cualquier posibilidad de negociación», decía entre otras muchas cosas la carta que nuestro portavoz, Antonio Hernando, envió el 10 de abril a Pablo Iglesias como jefe de la delegación de Podemos en la reunión a tres que había tenido lugar el jueves 7 de abril. La carta adjuntaba un análisis de las propuestas que presentó Podemos en dicha reunión y concluía diciendo: «Resulta difícil sostener que el acuerdo no ha sido posible por culpa del programa y mucho menos sin intentarlo. Es una lástima».

Es cierto, como atestiguan las publicaciones en medios del día, que la rueda de prensa que ofreció Iglesias —rodeado de toda su cúpula como acostumbra a hacer— para anunciar la ruptura de las negociaciones encontró al equipo socialista reunido con Pedro Sánchez para analizar, precisamente, el documento con las propuestas presentado por Podemos el día anterior, intentando encontrar márgenes de acuerdo, entendido que tendríamos que forzar un poco a Ciudadanos para que en algunos asuntos la formación aceptara llegar un poco más lejos que hasta entonces.

Se nos puede tildar de inocentes, pero el anuncio de ruptura nos cogió desprevenidos porque, aun conscientes de que estábamos transitando un camino lleno de minas, esperábamos que se diera una oportunidad al acuerdo en forma de tres o cuatro reuniones plenarias o en grupos especializados. Al menos ése había sido el compromiso personal que Iglesias había asumido con Pedro en su entrevista a solas: algo así como «tranquilo Pedro, que yo no me levantaré de la mesa». Por eso debo reconocer que sí, que nos sorprendió una rueda de prensa de ruptura, cuyo contenido tampoco se nos había querido adelantar por los cauces habituales de contacto discreto, como venía siendo la práctica normal. De hecho, a partir de ese momento los interlocutores de Podemos estuvieron varias horas sin coger las llamadas de los negociadores socialistas con los que llevaban tiempo reuniéndose. Todo apuntaba a una actitud planificada, premeditada.

Parte de la prensa recogió desde el principio una versión ine­quívoca de la misma reunión, antes incluso de conocer la rueda de prensa que tendría lugar, extrañamente, al día siguiente: «El pacto a tres con Podemos fracasa en el primer intento» y «Podemos revienta la reunión con una oferta inasumible para Rivera», titulaba El País el viernes, un día antes de que Iglesias formalizara esa ruptura. «Iglesias revienta el acuerdo a tres y exige un gobierno sin Ciudadanos» y «Podemos dinamita el pacto», señalaba por su parte El Mundo. «Podemos y Ciudadanos muestran al PSOE que el pacto a tres es casi imposible» y «Podemos y Ciudadanos siguen muy lejos del acuerdo», apuntaba El Periódico de Catalunya. Tras la rueda de prensa en la que Iglesias rompía toda posibilidad de pacto a tres y descargaba la responsabilidad en sus bases mediante una consulta, El Mundo titulaba: «Podemos da un portazo a Sánchez y lanza su campaña».

He recogido esta selección de titulares para señalar el consenso existente respecto a que fue Podemos quien decidió romper cualquier posibilidad de acuerdo a tres para un gobierno de cambio, sin esperar siquiera a ver las posibilidades reales que existían para lograrlo. Como recogió también la prensa, nosotros lo veíamos muy difícil —nunca lo ocultamos—, pero no imposible. Pero Podemos no dejó siquiera que creciera una posibilidad.

A la vista de que también Ciudadanos estaba tensionando la situación, como demuestra el hecho de que el día antes de la reunión expresó su deseo de entrar a formar parte del gobierno del cambio («Ciudadanos pide ministerios en la coalición con Sánchez», decía El País), cuando hasta entonces nunca había hablado del asunto —hasta el punto de que El Mundo tituló: «Ciudadanos arruina el plan de Sánchez con Podemos»—, algunos observadores empezaron a preguntarse, de buena fe (del resto, ni hablo), si los socialistas éramos los únicos que no nos queríamos enterar de que el acuerdo a tres no lo querían dos de los tres.

Casimiro García-Abadillo, por citar a uno de esos observadores, hablaba sin tapujos de «un paripé, un intento tan vano como subir a la Luna en una escoba». El editorial de El Mundo decía: «Alcanzar un acuerdo compartido para facilitar que Sánchez gobierne parece tan difícil como cuadrar un círculo», y titulaba: «Pedro Sánchez, al final de la escapada». Los finos portavoces del PP esgrimían que estábamos haciendo «un teatrillo».

¿Éramos ingenuos los negociadores y dirigentes socialistas? ¿Estaba Pedro Sánchez tan desesperado como para intentarlo «todo», con tal de ser investido presidente, como decía la prensa de la derecha? ¿Teníamos ilusión por el cambio, éramos unos ilusos o, como dijo un columnista ilustre de El País, jugábamos al «ilusionismo» con la gente?

Sugiero al lector que consulte la lista de quienes formábamos parte de la comisión negociadora del PSOE. Resulta difícil poner junto a esos nombres y sus trayectorias los calificativos de ingenuos, ilusos o ilusionistas. Y sugiero también que repase las condiciones definidas por el Comité Federal del PSOE el 28 de diciembre de 2015 para enmarcar el proceso negociador y piense qué otra cosa distinta de lo hecho pudimos hacer. Desarrollaré este punto más adelante. Pero basta con decir ahora que si Pedro hubiera querido ser presidente a cualquier precio, le hubiera bastado con aceptar las condiciones de Iglesias, y «la sonrisa del destino» le hubiera llevado a la Moncloa (como temía la derecha). O, incluso, si hubiera buscado una salida personal a sus conflictos internos, podría haber intentado entrar a formar parte de un gobierno de coalición con el PP, con o sin Rajoy (como quería la derecha). Por tanto, las críticas del tipo «Sánchez se desespera por llegar a ser presidente» que algunos esgrimieron sólo son compatibles con la ausencia de rigor y de verdad en el análisis por parte de algunos medios de comunicación donde no se penaliza publicar mentiras, ni siquiera a sabiendas.

De manera inmediata, tras confirmarse la ruptura por parte de Podemos, ¿dónde estábamos? El anuncio de la consulta de Podemos y sus términos de la misma —tanto las preguntas capciosas como la amenaza de que, si el resultado no era el que quería, Iglesias presentaría su dimisión—, junto a su apuesta, reafirmada ante el president de la Generalitat, en favor de un referéndum de autodeterminación, evidenciaban que el camino emprendido a tres había entrado en vía muerta, al menos en sus términos iniciales. ¿Cuáles eran nuestras opciones: constatar el fracaso del pacto a tres y asumir que sólo quedaba acudir a las elecciones como única opción? Si lo hacíamos así, ¿aguantaríamos quince días, hasta que se convocaran las elecciones el 3 de mayo sin que nadie más, especialmente Rajoy, intentara algo que debilitara nuestra posición?

A todas estas reflexiones dedicamos la mañana del domingo 10 de abril, en una reunión en Ferraz. Creo no equivocarme si digo que la mayoría del equipo negociador estábamos a favor de reconocer públicamente la situación y que Pedro anunciara que no participaría, ni por activa ni por pasiva, en ningún otro intento de investir un candidato sin pasar antes por las urnas. Parecía evidente que la situación hacía imposible nuestro empeño en formar gobierno y lo mejor era reconocerlo abiertamente ante los ciudadanos. Las cosas tienen que tener un final claro y rotundo. Como una buena mascletà valenciana, creo que añadí. La gente tiene derecho a saber cuándo una situación ya no da más de sí para, a partir de ahí, atribuir en las urnas responsabilidades entre los protagonistas.

Dos temores y una responsabilidad jugaban en contra de este análisis. El primer temor, que anunciar quince días antes del fin de plazo que tirábamos la toalla fuera criticado por los votantes, que exigen, con razón, que sus políticos se esfuercen todo lo posible en la consecución de sus objetivos.

Segundo temor, que dejábamos un hueco enorme de tiempo por el que se podría colar Rajoy con algún tipo de oferta manipuladora destinada, en realidad, más a hacernos daño a los socialistas que a buscar una solución real al problema. Como ejemplo de que este temor no era un delirio, cito titulares que aparecieron esos días en tres periódicos serios: «Rajoy ofrecerá a Sánchez ser vicepresidente del gobierno. Le convocará con una oferta muy detallada que prevé la reforma constitucional y de la ley electoral» (El Mundo); dos editoriales de El País titulados «El PP y el PSOE tienen que hablar antes de rendirse a nuevas elecciones» y «Si Rajoy indica que está dispuesto a negociar, Sánchez debe recoger el guante», y «El acuerdo de PP y PSOE se erige como la única e improbable opción» (El Periódico de Catalunya).

Por tanto, la misma presión interna y externa a favor de un entendimiento con el PP que ya sufrimos al inicio del proceso se repetiría ahora bajo la amenaza del poco tiempo restante. Y nosotros seguíamos convencidos de que cualquier aproximación o acuerdo con el PP de los recortes y de la corrupción no sería una opción asumible para nosotros, ni entendible para nuestros votantes. Asunto este que, de ocurrir, no tenía por qué preocupar a algunos de los que defendían esta opción, pero a nosotros, es evidente, sí y mucho.

Al final, sin embargo, se impuso el argumento esgrimido por Pedro Sánchez: a pesar de todas las evidencias en contra, no podíamos resignarnos a estudiar e intentar una última opción, una fórmula nueva que pudiera obtener el apoyo de Ciudadanos y de Podemos para articular un gobierno de cambio y evitar las elecciones, algo diferente de lo hecho hasta ahora, aunque dentro de los mismos parámetros. No fuera nadie a creer que no lo intentábamos hasta el final. Y si no salía por un camino, buscaríamos otro alternativo que fuera practicable y nos llevara al mismo destino. También iban a sentir Rivera e Iglesias la presión del tiempo y de la inacción. Así que teníamos que ponernos a trabajar en un Plan B. «Yo no me resigno a acudir a las elecciones sin haber intentado todo lo posible y compatible con nuestros principios» fue una frase que repitió Pedro varias veces.

Y ahí radicaba la dificultad del encargo en el que nos pusimos a trabajar desde el día siguiente: no podía ser una solución que necesitara del PP o de los independentistas; no podía significar una ruptura con Ciudadanos que se interpretara como que dábamos un giro o que no cumplíamos nuestros acuerdos; tenía que ser «a tres» por activa o por pasiva porque, si no, no daban los números en el Parlamento para la investidura; no podía ser lo que ya había sido descartado tanto por Ciudadanos como por Podemos, y tenía que incluir garantías de que el gobierno resultante tuviera suficientes apoyos parlamentarios como para poder desarrollar su tarea en base al programa pactado.

Con una dificultad añadida respecto al procedimiento: había quienes esperaban que se produciría un acuerdo de última hora, en el momento mismo de la votación, como había ocurrido en Cataluña. El problema es que nuestro procedimiento nacional es distinto del autonómico, por cuanto que en el primero es imprescindible que se produzca un encargo del rey para que se pueda proceder a sesión de investidura. Y era bastante evidente que el rey no iba a correr el riesgo de volver a hacer un encargo sin tener plenas garantías de que el candidato iba a salir nominado por una mayoría de votos parlamentarios. Es decir, en nuestro caso primero había que llegar a un acuerdo suficiente, luego hacerlo público, y entonces, y sólo entonces, el rey haría el encargo al presidente del Congreso de convocar sesión de investidura. Y todo ello, con tiempo suficiente como para soslayar la convocatoria automática de elecciones prevista para el 3 de mayo. El anuncio de que el rey iba a celebrar una última ronda de consultas el 25 y 26 de abril ponía tope temporal al intento de buscar acuerdos.

Tanto en la reunión con el grupo parlamentario el martes 12 como en posteriores presencias públicas, la posición de Pedro se atuvo a lo acordado: insistir en su llamamiento a Iglesias para desbloquear la formación de un gobierno de cambio en lugar de ayudar a que Rajoy siguiera en la Moncloa y manifestar su voluntad de seguir intentándolo hasta el final.

A pesar de que se repetían los llamamientos por parte de casi todos los líderes al diálogo, unido a invocaciones genéricas a evitar unas nuevas elecciones, pronto se vio claro que quienes lo habían intentado ya no veían más posibilidades reales y quienes habían apostado con sus actos por las elecciones desde el principio, aunque dijeran lo contrario con sus bocas, estaban aguardando el momento para lo que alguno denominó «la segunda vuelta» del 20D.

Como anécdota que resume la situación, durante esos últimos días hábiles antes de la disolución obligada de las Cámaras y la convocatoria de nuevas elecciones, y con motivo de la última ronda de consultas del rey, Compromís hizo pública una última propuesta de Acuerdo del Prado con los trece puntos que, a su entender, podrían concitar todavía una mayoría de gobierno que evitara las urnas.

Durante unas horas la posibilidad pareció existir. Las respuestas fueron significativas. Desde el PSOE, reunidos de urgencia en la calle Ferraz, contestamos de forma afirmativa a diez de los puntos e hicimos matices a los otros tres y consideramos nuestra respuesta compatible con el acuerdo que habíamos firmado con Ciudadanos. Sólo discrepamos (programa, programa, programa) de nuevo de la fórmula de gobierno proporcional propuesta, que sólo incluía a la izquierda que sumaba 161 escaños insuficientes, y proponíamos un gobierno monocolor con la incorporación de independientes procedentes del ámbito de Podemos y del ámbito de Ciudadanos, ya que cualquier otra posibilidad estaba excluida por sus vetos cruzados. Iglesias, claramente a contrapié, contestó que sin sillones/ministerios no había programa que valiera. Rivera, por su parte, despreciaba incluso el intento como poco serio.

En ese clima, lo nunca visto ocurrió. Y los españoles fueron llamados de nuevo a las urnas. Como decía El Roto en su viñeta por boca de un barrendero: «¡Tiran nuestros votos!... ¿y nos piden otros?». Pues eso.

El oscuro influjo de las encuestas

Se ha señalado sobre estos meses de negociaciones que, desde un punto de vista de teoría de juegos, los partidos políticos estaban apurando sus movimientos hasta el final como en el llamado «juego del gallina», en el que gana quien más aguanta antes de caer por un precipicio, representado, para esta ocasión, por la repetición de elecciones.

La realidad resulta un poco más compleja, sobre todo porque la opción de acudir a unas nuevas elecciones, aun cuando todos los partidos la rechazaban entonces de manera enfática, no puede considerarse, en rigor, como caer por un precipicio. Porque todos, repito, todos los partidos consideraban —aunque no lo dijeran— que en un escenario de nuevas elecciones su posición relativa mejoraría.

Y lo creían por tres razones: porque así lo decían las encuestas, porque, si no lo decían, se consideraban capaces de darles la vuelta, o porque, a pesar de los riesgos encerrados en unas elecciones, sus dirigentes consideraban más aceptable asumir esos riesgos que hacer frente a la certeza de críticas internas e insatisfacción de los votantes ante un acuerdo de gobierno que no fuera plenamente satisfactorio. Y, por definición, todo acuerdo complejo con otras fuerzas entraña cesiones que pueden ser criticadas como excesivas por los correligionarios. Esta actitud, además, reflejaba el rasgo que todos los partidos tuvieron en común durante ese proceso de negociación: el cuestionamiento interno a sus liderazgos orgánicos, que los animó, sobre todo en la izquierda, a repartir la responsabilidad de las decisiones, primero con los militantes mediante consultas internas y luego con el conjunto de los votantes en unas elecciones. Aunque con importantes diferencias entre unos y otros.

De esta manera, repetir elecciones llegó a interpretarse como la menos mala de todas las opciones, al menos, desde el punto de vista de los dirigentes, por considerarse la que menor coste personal podía representarles. Esto fue especialmente cierto en los dos partidos que se dedicaron a impedir el acuerdo en torno a un gobierno. Se podría pensar que varios de ellos contemplaban unas nuevas elecciones como una especie de segunda vuelta donde aspiraban a obtener todo lo que no obtuvieron tras el resultado del 20D.

Más allá de sus diferencias concretas, las encuestas publicadas durante este período compartían algunos rasgos esenciales surgidos del mismo hecho seminal: pequeñas variaciones en cuanto al voto hacia una formación u otra se pueden traducir en una gran variabilidad en términos de diputados debido a la configuración de nuestra ley electoral. Dado que no había tiempo para que el censo se incrementara con nuevas incorporaciones, sólo existían dos variables a tener en cuenta: los cambios de voto y la abstención. Los primeros parecían existir, pero de manera insuficiente, toda vez que por lo que sabíamos los electores no cambian de opinión en el espacio de seis meses.

En ese contexto, la clave del resultado en diputados de unas nuevas elecciones dependía del nivel de participación logrado, teniendo en cuenta, además, que las elecciones de 2015 tuvieron un nivel medio y, en todo caso, por debajo del esperable para el tipo de elecciones que fueron. La abstención a unas u otras fuerzas iba a ser lo que reflejara, sin duda, el nivel de insatisfacción de los votantes ante la repetición de las elecciones y en qué medida repartían responsabilidades a unos partidos u a otros.

Lo más importante de unas elecciones es formar gobierno, de un signo o de otro. Y eso depende de los diputados efectivamen­te conseguidos en cada provincia y no tanto de los porcentajes de votos atribuidos a nivel nacional. En este sentido, si hiciéramos un consenso de las encuestas de entonces, en términos de porcentaje de votos, todas recogían una bajada de Podemos, una subida de Ciudadanos, un mantenimiento del PP y un ligero avance del PSOE.

Podríamos decir que los ciudadanos parecían premiar a los dos partidos que habían intentado formar gobierno en base a un acuerdo transversal, mientras que sancionaban a quien lo había impedido o ni siquiera lo había intentado. Sin embargo, trasladado con todas las cautelas a escaños, había consenso respecto a que se podría producir una apreciable variación en términos de bloques parlamentarios toda vez que las encuestas decían que tras unas nuevas elecciones era más posible que la suma de PP más Ciudadanos pudiera dar una mayoría suficiente como para formar gobierno. Por el aumento de los segundos pero, también, por el sorprendente mantenimiento de los primeros, que parecen tener una base electoral muy sólida.

Hay que constatar que, incluso en lo que sería un escenario menos proclive a la izquierda como el que dibujaban casi todas las encuestas, Podemos aspiraba a superar en votos y en escaños al PSOE, para lo que estaba dispuesto, esta vez sí, a encajar algún tipo de acuerdo electoral con IU. En este caso, creían sus dirigentes, facilitar un nuevo gobierno de la derecha en España tras unas nuevas elecciones quedaría compensado para ellos si eran capaces de sobrepasar al PSOE, que era y es, a lo que parece, su objetivo principal.

Este análisis explica por qué, a pesar de todo, repetir las elecciones no actuó sobre los partidos políticos como amenaza suficientemente disuasoria como para obligarles a buscar hasta el final pactos que las hicieran innecesarias. En otro lugar he defendido que el principal problema político de España hoy no era el bipartidismo, como algunos han querido señalar, sino la partitocracia, es decir, el empeño sistemático de anteponer los intereses partidistas sobre los intereses generales del país. La repetición de elecciones por incapacidad de las fuerzas del cambio de llegar a acuerdos para formar gobierno sería uno de los casos más evidentes de lo que he dicho: algunos partidos prefieren la esperable mejora relativa de su posición tras unas nuevas elecciones antes que sacrificarse por el interés general y poner en pie un gobierno del cambio que es lo que necesitarían los españoles. ¿Lo percibirán así los votantes? Y si lo perciben, ¿lo sancionarán en las urnas?

Artículo: ¿No es posible el cambio?

Publicado en El País el 14 abril de 2016

Parece que se ha perdido una oportunidad para el cambio en España. Para el cambio de gobierno y de las políticas regresivas llevadas a cabo por el PP pero, también, para el cambio en la forma de hacer política, abandonando la confrontación partidista sistemática en favor de la negociación, del diálogo y del acuerdo. Los viejos demonios de la intransigencia y del sectarismo han impedido que avanzara, mediante «la vía de 199» diputados, un gobierno de progreso apoyado por los tres grandes partidos del cambio, que impulsara 250 medidas urgentes, o más, de reforma económica, social y democrática que demandan una amplia mayoría de ciudadanos y que hubieran representado un giro trascendental en nuestro país: desde un plan de emergencia social, hasta la reforma de la ley electoral y del reglamento del Congreso, pasando por recuperar la inversión en sanidad, dependencia y educación o una reforma fiscal para que pague más quien más tiene, o medidas de choque para crear empleo en colectivos vulnerables. Pero también se ha perdido una oportunidad para abordar una reforma de la Constitución que incluyera una solución al nuevo problema territorial, desde una mayoría parlamentaria tan amplia que hubiera hecho imposible la tentación de veto desde un PP en una oposición obstruccionista.

Ésta es una legislatura excepcional, que requiere soluciones excepcionales, más allá de la aritmética parlamentaria. Es excepcional la presencia de 109 diputados de dos partidos que se presentaban por primera vez a unas elecciones nacionales. Es excepcional que el líder de la primera fuerza parlamentaria renunciase, por dos veces, a intentar formar gobierno. Es excepcional que ninguno de los dos bloques de la política tradicional, izquierda y derecha, sumase una mayoría suficiente. Es excepcional que el primer partido del país esté inmerso en tan elevado y extendido número de casos judiciales por corrupción. Es excepcional el profundo y extenso malestar social, tras una profunda crisis económica y cinco años de políticas conservadoras que han agudizado la desigualdad y suprimido los horizontes de mejora para amplias capas de la población, sobre todo los jóvenes.

Por todo ello, ha sido excepcional que dos fuerzas de perfiles diferentes (una de centroderecha, otra de izquierda; una nueva, otra centenaria; una sin experiencia de gobierno, otra con larga experiencia gubernamental) hayan buscado y conseguido aproximar posiciones hasta pactar un acuerdo con medidas para un gobierno transversal, inequívocamente reformista y de progreso, que se basa, precisamente, en la superación de la vieja política de bloques ideológicos y su sustitución por amplios acuerdos plurales como mejor forma de resolver los problemas actuales de nuestro país. Demasiadas veces hemos dicho que los políticos españoles no eran capaces de encontrar respuesta a problemas esenciales como educación, empleo o la convivencia, precisamente porque habían renunciado a la única vía de solución para los mismos, que no era otra que el consenso en reformas que no podían cambiarse cuando cambiase el gobierno. Pues bien, hasta ahora, dos fuerzas políticas centrales han intentado esa nueva vía del acuerdo y, otras dos, situadas en los extremos, han conseguido vetarla desde presupuestos de vieja política, para seguir con lo mismo que no ha funcionado hasta ahora: la confrontación sectaria.

Si tuviéramos que buscar antecedentes a la excepcional situación actual, tendríamos que irnos a aquella legislatura de 1977 donde un gobierno minoritario presidido por Suárez, para desarrollar la democracia tras el franquismo, puso en marcha un proceso de negociaciones con todos los partidos del arco parlamentario (el PCE de Carrillo, como la AP de Fraga) que dieron como resultado los Pactos de la Moncloa y la Constitución. Entonces, igual que ahora, nadie pretende que nadie renuncie a sus principios o a su ideología. Pero la situación hace imprescindible que se anteponga el interés general sobre el de partido y se encuentren, dialogando, esos puntos de acuerdo donde una amplia mayoría de ciudadanos pueda sentirse representada. Pactar, entonces como ahora, representa sumar, todo lo contrario de ceder, que es restar.

Con el resultado electoral del 20D, los españoles dijeron dos cosas claras: queremos que Rajoy y el PP no sigan en la Moncloa (por eso le quitamos la mayoría suficiente) y queremos que eso se consiga mediante acuerdos entre las fuerzas políticas que representan ese cambio (por eso tampoco damos mayorías alternativas de bloques). Por tanto, en esta coyuntura, impulsar, de verdad y no desde la retórica de mitin o de plató, el cambio en España exige buscar puntos de encuentro comunes, exige una concepción transversal de la política. O ¿alguien se imagina que, por ejemplo, la Constitución se puede reformar para modificar el encaje de Cataluña o para incluir los derechos sociales, sin un amplio consenso? ¿Propugna alguien la vuelta al turnismo del siglo XIX español, donde cada vez que cambiaba el partido de gobierno se cambiaba la Constitución?

Desde esa perspectiva, para el PSOE, convertido en el partido central del escenario porque todas las soluciones pasan por él, ni pactar una continuidad de Rajoy o del PP, ni poner el gobierno de España en manos de quienes quieren, precisamente a cambio, romper España, han sido, son, ni serán opciones viables, ni acordes con las necesidades, ni con el mandato de las urnas.

Los ciudadanos han querido que el acuerdo plural, otra «pasada por el consenso», sea la única opción de cambio posible hoy en España. Y conseguirlo requiere muchos días, y algunas noches, de debates y negociaciones sinceros que, lamentablemente, no ha sido posible realizar con todos. No lo ha sido con el PP, a pesar de los amagos publicitarios que haga, porque la propia esencia del concepto «cambio» lo hace imposible. Pero tampoco lo ha sido con Podemos, que tardó en levantarse menos que en sentarse, porque siempre entendió que negociar era que los demás aceptáramos sus condiciones (con, o sin «cesiones» unilaterales) y porque en todo momento antepuso su presencia en el gobierno por delante de cualquier otro asunto de programa, es decir, sus intereses partidistas, por delante de los problemas de los ciudadanos. ¿Cuántos de los que han oído hablar hasta la saciedad del «gobierno a la valenciana» recuerdan alguna propuesta programática de Podemos?

Si vamos de nuevo a las urnas, los ciudadanos tendrán que tomar nota de que dos partidos han intentado ofrecer soluciones des-de una nueva política de diálogo, negociación y pacto, mientras que otros dos se han enrocado en la vieja política de la confrontación, la intransigencia, la prepotencia y el reproche, consiguiendo, en la práctica, una pinza de intereses comunes que ha hecho imposible el cambio. De momento.

Las elecciones que nadie parecía querer, pero que se hicieron inevitables

Decía el clásico, y repetía con frecuencia Rodolfo Ares, que los acuerdos políticos nunca se rompen por el programa porque, si hay voluntad de acordar, siempre se puede encontrar una fórmula para limar o aplazar una discrepancia respecto al qué hacer. Sin embargo, siempre se utiliza el programa como la excusa para romper porque la verdadera razón, el egoísmo de parte o el poder, resulta poco edificante confesarla. Los acuerdos se basan, pues, en el análisis de los intereses en juego.

Durante la campaña electoral del 20D repetí en muchos foros el razonamiento en que basaba mi convicción de que Pedro Sánchez sería presidente del gobierno, siempre que el PP perdiera su mayoría absoluta. Puro análisis de intereses. Empezando por Ciudadanos, a quienes veía interesados en apoyar la investidura del candidato del PSOE con el objetivo de enviar al PP a la oposición si el partido quería consolidarse como una alternativa estable para los votantes de centroderecha. Para Rivera, decía yo, estrenarse apoyando a Rajoy, o incluso al PP, podía significar acabar siendo absorbido por los populares o, cuando menos, difuminado hasta el punto de desaparecer.

Podemos, por su parte, debería estar interesado también en apoyar un gobierno del PSOE, tal vez mediante su abstención pactada, para quedarse en el Parlamento como única oposición de izquierdas a un gobierno socialista necesitado de sus votos para sacar adelante muchas leyes. Y aquí ponía yo siempre el ejemplo del «gobierno a la valenciana», en el que Podemos no participa aunque lo apoya desde fuera en el Parlamento. Ello les daría tiempo para ir ganando experiencia.

Las cosas, sin embargo, no han ido por ahí. Es evidente que mi interpretación de los intereses de cada uno de los participantes se equivocó en el caso de Podemos, sin que esto signifique que ellos actuaran en contra de sus intereses, sino simplemente que sus intereses reales resultaron ser otros mucho más pedestres: el poder, los sillones, superar al PSOE. Y si no los conseguían a la primera, volverían a barajar.

Uno de los casos más sencillos —y a la vez más potente en sus implicaciones, por ejemplo, contra la visión de una economía que libremente se equilibra— es el famoso dilema del prisionero según el cual dos personas actuando libremente y por separado en defensa de sus propios intereses llegan a un resultado que es más perjudicial para ambas que si hubieran colaborado.

También se suele citar en el mismo sentido que si en una ciudad cada habitante utiliza su coche privado para desplazarse con mayor rapidez, el resultado colectivo puede ser un inmenso atasco que acaba por hacer que todos lleguen tarde. Es decir, si cada uno se limita a perseguir el interés propio, puede ocurrir a veces que el resultado colectivo sea peor que si hubieran colaborado sacrificando parte de sus intereses privados en aras de un mayor beneficio para todos.

Esto es, exactamente, lo que ocurrió: como quiera que algunos partidos prefirieron seguir sus propios intereses en exclusiva, nos vimos abocados a un resultado —unas nuevas elecciones— que para la inmensa mayoría de ciudadanos era peor que si hubieran pactado un gobierno de cambio. Esto refleja exactamente el problema que para nuestra democracia es la partitocracia: anteponer los intereses de partido por delante del interés general del país. Así, todos manifestaban que no querían repetir las elecciones. Sin embargo, algunos actuaron de una manera que las volvió inevitables. Veámoslo con algo de detalle.

El PP fue el que más perdió en las elecciones del 20D, al pasar de la mayoría absoluta a no poder formar gobierno y estar a punto de convertirse en oposición. Sin embargo, su líder prefirió obviar este importante dato, el tremendo castigo sufrido tras cuatro años de gobierno, y agarrarse al hecho de que, a pesar de todo, el PP fue el partido más votado. Ello les llevó a insistir en que habían ganado las elecciones, olvidando el pequeño detalle de que, en una democracia parlamentaria, sólo gana quien puede formar gobierno, algo que Rajoy ni siquiera intentó.

Desde ese momento el PP fue prisionero de un líder totalmente identificado por los ciudadanos con importantes recortes en gastos sociales y con una corrupción masiva vinculada a su partido y a dirigentes cercanos a su persona. Era imposible entonces para las demás fuerzas del arco parlamentario alcanzar un pacto con un PP encabezado por Rajoy y, a la vez, el PP no era capaz de plantearse con éxito un cambio de líder. A partir de ahí, la estrategia de Rajoy iba en dos direcciones: ningunear a Ciudadanos, visto como un competidor, y sentarse a esperar que alguien, desde dentro del PSOE o desde sus alrededores, forzara a Sánchez a abstenerse en una investidura de Rajoy a cambio de algunas contraprestaciones más o menos importantes.

Tuvo la alternativa de intentar desde el principio un acuerdo con Ciudadanos para forzar, desde los 163 diputados, una investidura con un candidato distinto a Rajoy. Pero esta posibilidad ni siquiera se intentó. Sobre todo porque las encuestas no reflejaban que sus votantes estuvieran castigando el absentismo escandaloso de Rajoy ni los nuevos casos de corrupción que fuimos conociendo. Descartada cualquier opción de gran coalición, las elecciones eran su mal menor porque habían visto muy cerca su paso a la oposición.

Ciudadanos había conseguido superar unos resultados electorales muy por debajo de lo esperado/anunciado, con una actitud claramente identificada con el deseo mayoritario entre sus votantes: dialogar, negociar, pactar, acordar. Al intentarlo con el PP, sólo recibió desprecio por parte de la dirección de este partido, rival directo. Al intentarlo después con el PSOE, tuvo éxito. Fracasada su aspiración a ejercer de bisagra entre los dos grandes partidos, se centró en frenar cualquier posibilidad de acceso de Podemos al poder, aunque no le hiciera ascos a un apoyo externo de éste en forma de abstención. Todas las encuestas señalaban que sería el partido que más rédito electoral sacaría en caso de nuevas elecciones, por lo que su resistencia a las mismas se fue resintiendo hasta llegar a contemplarlas como el mejor escenario para reforzar su posición relativa.

El PSOE era el partido central del escenario, en la medida en que todas las opciones posibles pasaban por su apoyo activo o pasivo. Dicho de otra forma, con el resultado del 20D, no había posibilidad alguna de formar gobierno sin el apoyo del PSOE. Ese protagonismo tan destacado, agudizado por la inacción de Rajoy, lo colocaba en el centro de todos los debates como oscuro objeto del deseo de unos y otros.

Desde esa perspectiva era tal vez el menos interesado en unas nuevas elecciones, sobre todo porque las encuestas señalaban un aumento absoluto de sus apoyos pero con posibilidades de que no fuera suficiente para reforzar su posición relativa en la nueva Cámara. Fue el que hasta ese momento había actuado de manera más coherente. Dijo desde el principio lo que no apoyaría: ni un gobierno con el PP ni un gobierno con el apoyo de los independentistas. También dijo lo que quería: un gobierno transversal, a izquierda y a derecha, para superar esta difícil etapa de la vida española desde el acuerdo y el consenso constitucional.

Podemos, por último, también marcó desde el principio las dos líneas rojas que ha mantenido inalterables: referéndum de autodeterminación, como derecho al que se pudiera acoger Cataluña, u otros territorios como Galicia, y presencia «proporcional» en un gobierno que concebían como un gobierno de Iglesias, presidido por Sánchez. Y desde el principio su postura fue: o eso, aunque cedan en cosas que consideran accesorias como el programa, o elecciones.

Mucha gente ha señalado que el objetivo prioritario, que se antepone a cualquier otro, de la dirección de Podemos, y especialmente de Iglesias, es sobrepasar al PSOE como fuerza hegemónica de la izquierda, sueño que entronca con la teoría de las dos orillas inventada por Julio Anguita en los años noventa y que le llevó a ejercer una pinza contra el PSOE (convertido en su enemigo principal), aliándose incluso con el PP de Aznar (convertido en enemigo secundario y aliado temporal).

Todo lo que ha hecho Podemos responde a esta visión. Incluso la razón esgrimida del porqué de su imprescindible presencia en el gobierno: no se fían del PSOE, y por eso deben gobernar juntos, para vigilarlo y asegurarse de que hace lo correcto. Fascinados porque el 20D se quedaron a «sólo» 300.000 votos del PSOE, es decir, muy cerca de conseguir su objetivo, la idea de una segunda vuelta electoral sólo podía ser superada por la aceptación por parte del PSOE de sus dos exigencias básicas mencionadas arriba. Si esto no se conseguía, mejor elecciones que intentar apoyar un gobierno del cambio en el que ellos no estuvieran, aunque eso fuera lo mejor para «los de abajo».

Resulta curioso cómo Podemos hizo campaña propugnando la superación de los viejos conceptos de izquierda y derecha y su sustitución por los de «casta» y «los de abajo», y lo rápido que han abandonado a los de abajo a su suerte, en aras de conseguir sus objetivos de poder, el de toda la vida, definido desde la «verdadera izquierda», cuya esencia sólo ellos controlan.

Analizando la dinámica de las fuerzas en acción y sus intereses, se entiende mejor cómo todos decían no querer elecciones pero, en el fondo, defendiendo sus intereses, dos de ellas las hicieron inevitables. Sin embargo, aunque ambos estén relacionados con el incendio, no es lo mismo un bombero que un pirómano. Tomemos nota.

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A diferencia de lo ocurrido tras las elecciones del 20D, ahora parecía indudable la voluntad de Rajoy, como líder de la fuerza más votada, de intentar formar gobierno, para lo que anunció que, en breve, entablaría conversaciones con los otros dirigentes parlamentarios. Pedro encargó a José Enrique Serrano que hablara con el director de gabinete de Rajoy para pedirle que en los contactos dejara al PSOE para el final y, a ser posible, después del Comité Federal del PSOE, que finalmente se convocó para el 9 de julio.

Por su parte, Pedro no reunió al grupo de negociadores, ni al de apoyo, y optó por llevar directamente todos los contactos de forma personal y bilateral. Así, fue reuniéndose por separado con todos nosotros y con algunos dirigentes del partido para ir configurando su posición. De golpe, dejamos de ser un equipo para pasar a ser asesores individuales del secretario general. Esto no impedía que nosotros, por nuestra cuenta, siguiéramos viéndonos y comentando la situación y sus alternativas. Pero el cambio de método de trabajo por parte de Pedro fue muy evidente desde el día siguiente a las elecciones del 26J. Y lo mantuvo hasta el último momento.

Mi reunión con él, prevista para el lunes 4 de julio a las cinco de la tarde, se pospuso hasta el miércoles 6 a la una del mediodía. No le había visto desde la noche de las elecciones y le encontré relajado y expansivo. Como si la idea de que Rajoy tenía posibilidades, si quería, de formar gobierno sin necesidad de poner al PSOE contra la espada y la pared le hubiese quitado un peso de encima. Comentó que estaba viendo y hablando con mucha gente para recabar opiniones, y me preguntó por la mía.

Recuerdo que le dije que no creía que Rajoy aceptara dejarnos fuera, sin más. Mi tesis era que Rajoy estaba en una estrategia de hundir al PSOE, para la que le había servido Iglesias como colaborador externo, como en los años noventa lo hicieron con Anguita, en lo que se conoció como «la pinza» antisocialista, pero que ahora intentaría darnos otro golpe al presionarnos para que tuviéramos que apoyar su investidura, consciente de que lo que más daño nos hacía ante nuestros votantes era, precisamente, reforzar la idea de que PP y PSOE éramos lo mismo o compartíamos los mismos objetivos.

Por tanto, añadí, «no creo que Rajoy suelte la mordida. Va a seguir acorralándonos, para forzar nuestra abstención». Y, además, en esa posición favorable a ayudar a que el partido más votado formara gobierno, aunque por razones distintas, estaban también una parte del partido (González lo dijo en una entrevista en El País), los medios de comunicación con más influencia en nuestros votantes y, desde luego, el poder económico, que quería pronto un gobierno sólido y alineado con la Unión Europea.

Yo dudaba de que pudiésemos resistir la presión en favor de facilitar un gobierno del PP. Por tanto, le propuse sumarnos a la posición que, en ese momento, estaba defendiendo Rivera, y que, incluso, mediante una rueda de prensa conjunta Rivera-Sánchez, se estableciera que el precio para que ambos partidos facilitaran un gobierno del PP sería que el candidato no fuese Mariano Rajoy. Si, a cambio de la abstención, conseguíamos sacar a Rajoy de la Moncloa, el hecho podría ser defendible ante nuestros militantes y nuestro electorado. En todo caso, con este movimiento poníamos la presión sobre el PP y sobre Rajoy, el político peor valorado del país, ya que si no aceptaba e íbamos a terceras elecciones sería su responsabilidad.

En aquellos días, recuerdo que ésta era una posibilidad que se barajaba en público en muchos ámbitos, incluidos los empresariales, hasta el punto de que circulaban quinielas con eventuales sustitutos de Rajoy, dentro del PP. La cosa fue tan fuerte que el propio PP se vio obligado a reforzar a Rajoy, como su único candidato, mediante declaraciones de algunos de sus dirigentes. En ese momento, exigir la sustitución de Rajoy era algo difícil, pero no imposible, además de que trasladaba toda la presión política sobre el PP, en lugar de como estábamos ahora, que toda la presión giraba en torno al PSOE.

A Pedro no le acabó de gustar esta propuesta que, sin duda, ya había escuchado y ponderado. Me dijo, sin ser taxativo, porque me insistió en que todavía estaba formándose opinión, que no le gustaba la idea de interferir en la vida interna de otro partido al condicionar quién debería de ser, o no, su candidato. Que eso, además, abriría otra caja de los truenos en el seno del propio PSOE si se empezaba a extender la petición de cambiar, desde fuera, al líder, y que empezaríamos pidiendo que se fuera Rajoy y acabaríamos teniendo que explicar por qué no se iba Sánchez.

Recuerdo que, en aquel momento, no me convenció la explicación, que entendí demasiado autoprotectora por su parte, ya que en absoluto tenían nada que ver Rajoy y Sánchez, ni su situación, ni su trayectoria, ni nada. Sin embargo, debo reconocer que algo más de información o de conocimiento debía de tener él en ese momento porque, no mucho más tarde, el 4 de septiembre, el diario El País publicó un editorial titulado: «Ni Rajoy, ni Sánchez. Pedimos a los dos responsables del bloqueo que den un paso atrás», en una operación que encontró eco en otros medios de comunicación.

Llegó entonces el momento en que yo le pregunté cuál era su reflexión, su postura sobre lo que teníamos que hacer. Insistió en que estaba escuchando a mucha gente, que todavía era pronto para cerrar una posición definitiva ya que todo era muy fluido. Que se inclinaba por mantener el «no» a Rajoy, esperando que el PP resolviera la cuestión de su investidura buscando mayorías conservadoras en la Cámara sin necesidad de la abstención socialista, que él veía muy complicada dado el rechazo que generaba entre nuestros militantes y votantes, así como porque, en espera de la reunión del Comité Federal, casi ningún dirigente del partido se había pronunciado explícitamente por esa solución, que había sido rechazada por unanimidad el diciembre anterior, aunque eran ya varios quienes en privado apuntaban hacia la abstención.

Le insistí, entonces, en que Rajoy no buscaría la fórmula lógica de negociar con Ciudadanos, PNV, más Coalición Canaria, para situar su investidura a un solo diputado, sino que iba a intentar salpicarnos sabiendo el daño que nos hacía el debate sobre nuestra abstención. Y añadí que, si al final no íbamos a ser capaces de aguantar la presión, era mejor estar preparados de antemano para una abstención condicionada a cambio de conseguir algunas mejoras evidentes para quienes más habían sufrido las políticas de Rajoy.

En ese momento, ya casi despidiéndonos, me insistió en que estaba analizando escenarios y que él no descartaba que al final tuviéramos que abstenernos en segunda votación, confiando en que a nuestros votantes se les fuera bajando el cabreo conforme nos vieran ir consiguiendo cosas, desde una oposición constructiva en el Parlamento, de un gobierno en minoría. Pero que todavía era pronto para decirlo. Eso, añadí, nos daría cuatro años para centrarnos en rehacer el partido y volver a presentarnos como alternativa de gobierno en las próximas elecciones.

Durante todos esos días, los miembros del anterior grupo negociador, y algunos más de la dirección del partido, seguíamos en contacto para intercambiar información y contrastar opiniones. Fue así como conocí un documento que, a título personal, pero recogiendo la opinión de muchos de nosotros, se elaboró para pasárselo a Pedro antes de la reunión del Comité Federal.

Está fechado el 8 de julio, tiene 11 folios y lleva por título «Escenarios y posibilidades ante la investidura». Selecciono, a continuación, algunos de sus pasajes más interesantes para este ensayo ya que refleja, perfectamente, cuál era el estado de opinión existente en ese momento. Al menos, entre quienes asesorábamos.

Informe interno:

Escenarios y posibilidades ante la investidura

1. Rajoy ha obtenido nueva legitimación para mantenerse al frente del gobierno: ha ganado votos y 14 escaños y, al tiempo, sus más «naturales» adversarios han retrocedido respecto de los resultados de diciembre de 2015.

Tiene, así, una oportunidad para presentarse con alguna garantía a la investidura, pero también tiene un problema: la suma de votos necesaria para lograrla.

Los resultados del 26J se pueden resumir en cuatro bloques diferentes: la derecha y el centro-derecha suman 169 votos (137 PP y 32 Ciudadanos, 6 más que el 20D), la izquierda alcanza 156 (85 PSOE y 71 UP, 5 menos que el 20D), el nacionalismo moderado logra 6 (PNV 5 y CC 1, uno menos que el 20D) y el nacionalismo soberanista suma 19 (9 ERC, 8 CDC y 2 Bildu, los mismos que el 20D).

2. Cuando han comenzado los contactos, el punto de partida en los análisis es unánime: parece razonable pensar que el techo de Rajoy se sitúa en los votos de PP, Ciudadanos, PNV y CC. Con ellos, alcanzaría el voto de 175 diputados, una cifra que, de hecho, le coloca en una situación en la que nadie entendería que se negase la investidura a quien, por otra parte, ha ganado las elecciones.

El problema, pese a ello, es que a esos votos les falta uno para la mayoría absoluta, una mayoría que, de hecho, por la configuración de esos bloques, resulta exigible desde luego en la primera votación y, casi, en la segunda, pues en ésta se necesitaría, al menos, una abstención para que el resultado fuese suficiente.

La consecuencia es que se haya «elaborado» una segunda unanimidad en esos análisis: no hay solución si no se logra, al menos, la colaboración del PSOE, que debe efectivamente prestarla.

Una colaboración que se basa en una tercera unanimidad: si fue imposible articular una alternativa a Rajoy en torno al PSOE en marzo, más lo es en este momento tanto por razones de aritmética como de legitimidad.

Estas conclusiones exigen examinar si sus presupuestos son seguros antes de proceder a determinar cuáles pueden ser las opciones del PSOE.

3. En resumen:

- Es completamente descartable que Unidos Podemos, ERC y Bildu opten por una posición distinta al voto contrario a la investidura de Rajoy: ni Rajoy les quiere ni ellos estarán dispuestos a otra cosa.

- No parece fácil que Rajoy pueda sumar, a la vez, PP, Ciudadanos, CDC, PNV y CC, lo que, de darse, le situaría en 183 votos o, si se cayese PNV, 178.

La apuesta más optimista llevaría a Rajoy a 175 votos (PP, Ciudadanos, PNV, CC) pero, a día de hoy, es más que problemática, al menos mientras los afectados (Ciudadanos, PNV, CC) no conozcan la posición definitiva del PSOE.

- La más ajustada sería la que daría a Rajoy 169 votos favorables (PP y Ciudadanos) o 170 (PP, Ciudadanos y CC).

- Estas dos últimas apuestas, para permitir la investidura, necesitan que todos los grupos mencionados voten positivamente y que alguno de los grupos restantes se abstenga en segunda votación. En la medida en que falle alguno de los hipotéticamente favorables, el nivel de abstención de los otros deberá ser mayor.

Si todo lo anterior funciona en la forma descrita o parecida a ella, Rajoy tiene un problema... y el PSOE también.

El PSOE: ¿qué hacer?

Se valoren como se valoren los resultados del 26J, el PSOE ha confirmado no sólo que constituye el principal grupo de oposición a un eventual gobierno del PP, sino que ha reafirmado —por el número de votos recibido y por el número de diputados que ha logrado— su condición de alternativa política al PP. Lo ha hecho en circunstancias que, en los meses y semanas anteriores a las elecciones, todos le negaban, y esta negativa ha reforzado esa condición.

La consecuencia inherente a ese reconocimiento es evidente: la alternativa al PP no puede ser la solución del PP.

Esta conclusión tiene sucesivas traducciones.

Primera posibilidad. El PSOE no puede, salvo que se traicionase a sí mismo a los ojos de sus electores, formar un gobierno de coalición con el PP.

Segunda posibilidad. El PSOE no puede apoyar con su voto la investidura de Rajoy, aun manteniendo su negativa a entrar en su gobierno. Así lo anunció la Comisión Ejecutiva en su reunión tras las elecciones.

Tercera posibilidad. Es la más polémica, pues implica, en cierto sentido, una revisión de las anteriores: que el PSOE posibilite la investidura de Rajoy mediante un voto de abstención.

Es una alternativa que, en términos internos, tiene defensores: unos, por sentido de responsabilidad con el país (se evitan elecciones, se salva una cierta normalidad «institucional»); otros, por tacticismo en la pelea interna (se propone lo contrario de lo formulado por la dirección del partido). Y, desde luego, tiene y sobre todo tendrá defensores externos que, sea cual sea el argumento que utilicen, lo que esconden es su irrefrenable deseo de que siga gobernando el PP y siente las bases para hacerlo en el futuro.

Esta alternativa es mucho menos lineal en su formulación y efectos que las anteriores y exige una reflexión, aunque sea esquemática, sobre el cuándo, el cómo, el quién y el qué.

Sólo hay una condición sobre la que sí debemos fijar nuestra posición porque la respuesta que nos demos determinará la abstención misma. Es ésta: ¿exigimos de Rajoy que construya una mayoría cualificada a la que sólo falte un máximo de seis-siete diputados para alcanzar los 176 que la garantizan?

El coste para el PSOE de asumir en solitario (o con adhesiones independientes de nuestra posición pero derivadas de ella) la investidura efectiva de Rajoy con nuestra abstención se multiplicaría hasta límites casi insoportables para parte importante de nuestro electorado y, desde luego, para quienes buscan cotidianamente la ocasión para desestabilizar a la dirección del partido.

Sería, además, un acto en gran medida baldío pues, para no serlo (esto es, para posibilitar realmente un gobierno que gobierne), requeriría transformarse de una «abstención de investidura» en una «abstención de oposición». Si no lo hiciésemos así, un gobierno investido con 137 votos y que no cuenta con apoyo alguno de inicio, no podría gobernar con efectividad: los proyectos de ley, o no se aprobarían o llevarían al gobierno a ejecutar leyes cuyo contenido no comparte; las proposiciones de ley de la oposición tendrían margen suficiente para aprobarse una tras otra; los decretos-ley sufrirían para su convalidación; el techo de gasto y los PGE no podrían aprobarse salvo que ese gobierno aceptase condiciones que supondrían un enfrentamiento gravísimo con Bruselas... y, pese a todo ello, no podría renunciar porque, conforme al art. 115 de la Constitución, no es posible una disolución anticipada hasta que transcurra un año desde la anterior disolución.

Este tipo de abstención, desde luego, no se le puede pedir al PSOE.

Cuarta posibilidad. El PSOE intenta, de nuevo, articular una mayoría alternativa al PP. Esta opción supone, en definitiva, reiterar el movimiento de febrero-abril y exige una condición previa sin la que resulta imposible: que el PP haya fracasado en la investidura de Rajoy (o que, por lo que luego diré, Rajoy haya renunciado a intentarla y también lo haya hecho el PP fracasado el intento de Rajoy).

Es una opción que encuentra, de entrada, un problema complejo de legitimación. Lo tiene, primero, porque la diferencia entre diciembre y junio es que se ha incrementado la distancia entre PSOE y PP: frente a los 33 escaños que nos separaban en diciembre, hoy son 42. Pero es que, en segundo lugar, lo que entonces permitió argumentar con que la suma de que partíamos (130 diputados: 90 del PSOE y 40 de Ciudadanos) superaba el número de votos del PP (123), hoy se han vuelto sólo 117 frente a los 137 del PP.

Si a estas circunstancias añadimos el veto mutuo entre Ciudadanos y Podemos, que Ciudadanos ha reiterado que transformará en negativa a formar parte de un acuerdo a tres y en voto en contra en un eventual intento de investidura PSOE-Podemos, sólo cabe un recurso para alcanzar el número de votos suficiente para la mayoría necesaria: forjar un acuerdo PSOE-Podemos-ERC-CDC-PNV, que dotarían de 178 votos de respaldo. No necesito poner en duda la posibilidad real de alcanzar este acuerdo (aunque sería, indudablemente, imposible) ni acudir a argumentar con la negativa que tendríamos en relevantes dirigentes del partido; las encontraríamos, también, entre quienes a ultranza permanecen leales al secretario general.

Quinta posibilidad. Visto lo señalado en los apartados 3.1 a 3.5, si nosotros mantenemos la negativa a entrar en un gobierno con el PP y a votar favorablemente la investidura de su candi-dato, si no facilitamos la investidura de Rajoy mediante una abstención por nuestra parte y si desistimos de intentar conformar una alternativa suficiente para plantear una investidura distinta, el PSOE debe afrontar la celebración de nuevas elecciones. No sólo eso. Debe también prepararse para una ofensiva que tendrá como único objeto hacerte responsable directo y exclusivo de este nuevo fracaso en el sistema de investidura y de esa nueva convocatoria electoral.

A nuestro juicio: en este momento sólo un partido puede acariciar la idea de ir a nuevas elecciones: el PP.

En todo caso, una nueva convocatoria tendrá un efecto social demoledor sobre la credibilidad del sistema y, especialmente, sobre la del sistema de partidos.

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El Comité Federal del sábado 9 de julio duró casi seis horas, y tuvo 48 peticiones de palabra. Aunque formalmente apoyó la posición del secretario general de mantenerse en el «no» a Rajoy, lo hizo sin una resolución por escrito y tras un debate más organizado y duro de lo que dio a entender Sánchez en su posterior comparecencia ante la prensa. Por citar sólo dos titulares que recogen lo que se trasladó a la prensa por parte de los asistentes:

«El PSOE sale de su Comité Federal dividido y sin una hoja de ruta clara para la investidura» (El Confidencial), «Díaz, Madina y Lambán amargan el Comité Federal del PSOE a Pedro Sánchez» (El Plural). Como quiera que son muchos los asuntos que se entremezclaban en esa reunión, conviene ordenar lo que sabemos de lo que ocurrió en la misma, dado que tuvo mucho mayor importancia sobre lo que luego ocurrió de lo que pensamos en el momento.

La valoración del resultado electoral ya trazó dos bloques claros entre los miembros de la dirección socialista. Mientras que el secretario general, aun mostrando su insatisfacción respecto a los resultados, cargó las tintas contra Podemos y consideró positivo que no se hubiera producido el sorpasso (llegó a hablar de declive de la formación morada y fortalecimiento de un PSOE capaz de haber aguantado el tirón), otros intervinientes fueron más duros en su análisis.

En concreto, Eduardo Madina le señaló que «desde el Congreso en que te elegimos secretario general, hemos perdido un voto por cada minuto transcurrido», acusó a la dirección de hacer «análisis imaginarios» sobre los resultados y señaló que había preferido «la irresponsabilidad de llevar al país a su propia deriva, antes que asumir la responsabilidad de su fracaso histórico».

Susana Díaz, en la misma línea, señaló sobre este punto que era una buena noticia que no se hubiera producido el sorpasso pero que «nos hemos salvado por la campana, no podemos decir que somos el partido hegemónico», e hizo un llamamiento para «revertir esta tendencia, no conformarse sólo con quedar por delante de Podemos y ofrecer un proyecto sólido». Fernández Vara, según recoge la prensa, dijo que «no es bueno acostumbrarte a perder y no darte cuenta de que te has acostumbrado». Javier Lambán, por su parte, cerró esta línea crítica al recordar la lista de secretarios generales que, tras unos malos resultados electorales, habían presentado la dimisión.

Sobre la vertiente orgánica del debate, quiero insistir en que los llamados barones críticos eran «los primeros interesados en trasladarle al secretario general la presión de administrar el voto del partido si las cosas encallan [...]. Los barones quieren que sea Sánchez, y no ellos, quien gestione el endiablado escenario futuro». Susana Díaz dijo que «corresponde al secretario general gestionar esta decisión. Va a tener mi lealtad. Pero que tome esta decisión con claridad, desde las convicciones del PSOE y no desde el tacticismo» (El Confidencial). A la vez, manifestaron dudas sobre recurrir al voto de los militantes ya que ello podía significar que la dirección «eludía sus responsabilidades». Como señalaba el diario que estamos citando, «las diversas posturas se entienden también por el juego del próximo congreso del par­tido».

Sobre el asunto más relevante —cuál debía ser la postura del partido en el complejo panorama político poselectoral—, podemos distinguir tres subtemas: existía amplio acuerdo en mantener el «no» a Rajoy, al menos de momento. Hubo debate soterrado respecto a si el partido debía quedarse en la oposición o, si fracasaba la investidura de Rajoy, debíamos intentar un gobierno alternativo como en febrero. Algunos defendieron esta última postura, mientras que la mayoría de los intervinientes se mostraron claramente en contra. Desde luego Díaz que dijo, según la prensa: «Estos debates que se han abierto de que podemos formar gobierno pueden convertirse en pesadilla», a la vez que calificó de «catástrofe» la posibilidad de unas terceras elecciones.

Sin embargo, como es obvio, el asunto más importante era qué hacer si la investidura de Rajoy se bloqueaba por falta de apoyos: ¿se abstendría el PSOE, o no? Curiosamente, éste, que era el asunto central, fue sobre el que menos explícito se fue. Como dijo El Confidencial: «Todos saben el trago que supondría para el partido asumir una abstención. Por eso el resorte de la abstención es sugerido por sus defensores, pero no dicho expresamente». Excepto Fernández Vara, que mantuvo su posición pública de que «está muy bien decir no, nunca jamás. Pero ¿y después? Porque no hemos respondido a la pregunta clave de cómo evitar unas terceras elecciones».

La mayoría de los críticos se mostró partidaria de no mostrar todas las cartas ahora. Sin embargo, según el avezado periodista de El Confidencial que conoce bien los entresijos del PSOE, «el sentir mayoritario del Comité es que el PSOE tendrá que revisar su veto si Rajoy logra armar un acuerdo con otras formaciones que le permita llegar hasta los 170 escaños, sumando a los suyos los de Ciudadanos y Coalición Canaria». El País tituló, en el mismo sentido: «El PSOE revisará su “no” a Rajoy si roza la mayoría absoluta con otros grupos», aunque «por ahora mantiene su negativa a negociar la investidura con Rajoy», como había sugerido Felipe González en un artículo en el propio El País.

Visto desde ahora, este Comité tuvo mucha más importancia de lo que pareció en su momento, pues las espadas que acabarían cayendo sobre la cabeza de Sánchez tres meses más tarde ya estaban claramente afiladas y alineadas en todo lo alto. El PSOE era «un partido dividido y sin rumbo claro, una vez que se materialice en el Congreso el “no” a la investidura de Rajoy» (El Confidencial). O eso parecía, a un observador atento.

Esa misma semana Rajoy inició sus primeros contactos. A pesar de sus declaraciones previas en sentido contrario, Albert Rivera declaró: «No hay veto a Rajoy», y se mostró decidido a negociar, en principio, su abstención. Iglesias mantuvo la reunión «por cortesía», recogió El País, aunque a la salida «instó a Sánchez a formular alguna propuesta sobre la base de su programa», ya que «es muy importante que un partido tan arrinconado por la corrupción como el PP no vuelva a gobernar».

Aunque Sánchez reafirmó ante los medios su rechazo a la investidura de Rajoy y señaló que no tenía nada que negociar con éste, la reunión resultó mucho más trascendente de lo que en su momento pareció. Según las informaciones a las que he tenido acceso, procedentes de ambas partes, Mariano Rajoy acudió a la reunión con la oferta explícita de formar un gobierno de coalición y Sánchez, con el «no es no», pero «a día de hoy» —como matizó luego a la prensa—. En el transcurso del encuentro, Rajoy llegó a la conclusión de que el Partido Socialista encontraría una fórmula para no vetar su investidura si sumaba 170 diputados que la apoyaran, como explicitó semanas tarde en debate de investidura.

Sánchez, por su parte, salió convencido de que Rajoy no sólo buscaba en el PSOE su abstención para ser presidente del gobierno por segunda vez, sino su apoyo posterior durante la legislatura al menos para aprobar dos Presupuestos Generales del Estado.

Estas conclusiones divergentes explican tanto lo que Rajoy dijo a la prensa: «Necesito a Ciudadanos para ser investido y al PSOE para gobernar», como por qué Sánchez se convenció de que facilitar la investidura de Rajoy significaría aceptar el abrazo del oso y que el PSOE desapareciera como oposición. Al menos ésa fue la impresión que nos trasladó a sus asesores tras la reunión: Mariano Rajoy no sólo buscaba la investidura, sino la complicidad del PSOE en la legislatura.

Por eso durante aquellos días Rajoy no dejaba de cortejar al PSOE, en un intento no sólo de incidir en su debate interno, sino también de reducir la importancia de Ciudadanos, ya que, en palabras de un dirigente del PP, «para negociar con el PSOE no necesitamos a Ciudadanos, y si acordamos con el PSOE, tampoco serán necesarios». La constitución formal del nuevo Congreso de los Diputados y, sobre todo, la elección de la Mesa y de la Presidencia representaron un inesperado aval a las tesis socialistas de que Rajoy debía y podía buscar mayorías conservadoras en el hemiciclo: Ana Pastor fue elegida, en segunda vuelta, presidenta con 169 votos a favor (PP y Ciudadanos).

A los pocos días del Comité Federal, recibí de Pedro el encargo de trabajar con José Enrique Serrano en un papel breve donde se definieran las condiciones para una eventual negociación con el PP de nuestra abstención. Insistió en que no sacáramos conclusiones ya que se trataba sólo de tenerlo preparado para el caso, improbable, en que fuese necesario recurrir a él. Conscientes de la importancia del encargo, nos pusimos a ello y, aunque concluido antes del 23 de julio, le enviamos el documento que adjunto a continuación.

Informe interno: Condiciones para una abstención

La investidura del presidente del gobierno y la constitución consiguiente de un nuevo gobierno se encuentran bloqueadas.

No se dan hasta hoy las condiciones exigidas por la Constitución para la investidura pues el candidato del Partido Popular no ha logrado, en el tiempo transcurrido desde las elecciones del 26 de junio, los apoyos necesarios para lograrlas ni, menos aún, los acuerdos suficientes para asegurar la gobernabilidad del país en la Legislatura.

El PSOE acordó, tras la reunión del Comité Federal del partido, su voto negativo a dicha investidura.

Fue una decisión, por ello, independiente de cualquier propuesta de programa de gobierno que pudiese formular el Partido Popular o el propio candidato.

Fue una decisión, por el contrario, que tomaba como fundamento dos tipos de consideraciones que siguen siendo válidas. Por un lado, la condición del Partido Socialista de alternativa política al Partido Popular y, consiguientemente, su obligación de ejercer la oposición como fuerza más votada de entre las que consideran necesario y urgente un cambio político. Por otro lado, el anunciado propósito de Mariano Rajoy de perseverar estrictamente, en la legislatura que ahora se inicia, en las políticas puestas en práctica por su gobierno desde diciembre de 2011, significa que apuesta por una línea de actuación que, a juicio del Partido Socialista, ha erosionado gravemente derechos de los ciudadanos, la calidad y cantidad de los servicios públicos que reciben, las condiciones de vida y de trabajo de la mayoría, la confianza en la democracia y la calidad de nuestras instituciones.

No ha habido, en estas semanas, una propuesta del Partido Popular que altere esta perspectiva y suscite el apoyo o, al menos, la comprensión de otras fuerzas políticas.

No merece ese nombre el «Programa para el gobierno de España» que el pasado 13 de julio el Partido Popular remitió a los grupos políticos con representación parlamentaria.

El PSOE ha estudiado con detenimiento este documento y ha comprobado que no se separa de la línea mantenida por el gobierno del PP desde diciembre de 2011 y, en consecuencia, estima que no contiene las respuestas que requieren los graves problemas de nuestra vida política, económica y social ni, menos aún, las que necesitan los ciudadanos para recuperar condiciones de vida digna y protección adecuada ante los estados de necesidad que afectan a millones de personas.

También comprueba el PSOE que es difícil identificar en este documento novedades y correcciones de rumbo que permitan prever y justifiquen un cambio en los partidos políticos que ya han expresado públicamente su intención de votar negativamente la investidura del Sr. Rajoy.

No ha habido, pues, cambio de actitud que refleje la comprensión por el Partido Popular de que está en minoría en el Congreso. No ha habido conciencia de que, si quiere mantener la Presidencia del gobierno, necesita pactos sobre la actuación futura del gobierno que incorporen propuestas, iniciativas o planteamientos de otros grupos políticos. No ha habido negociación real alguna que facilite la acción y la estabilidad de un nuevo gobierno. Se ha preferido actuar como si se mantuviesen las condiciones inherentes a un gobierno apoyado por la mayoría absoluta del partido que presida ese gobierno.

Parecería que Rajoy, poniendo la carga de la responsabilidad en el apoyo incondicionado de los grupos parlamentarios de la oposición, buscaría conseguir la mayoría absoluta que no le han dado los ciudadanos.

De mantenerse este estado de cosas, está garantizada una grave crisis institucional y democrática de la que sólo el Partido Popular es responsable por su pasividad, su inamovilidad y su aislamiento.

Creemos que no es posible asumir con resignación que el partido más votado en las pasadas elecciones renuncia a su responsabilidad de, mediante la flexibilidad, la generosidad y el pacto, lograr los apoyos que permitan a la democracia española poner fin a un período de interinidad política y de gobierno en funciones que se extiende ya por más de siete meses. No es posible asumir, igualmente, que la única salida que tácitamente promueva el Partido Popular sea una nueva convocatoria de elecciones generales.

El Partido Socialista se siente irrenunciablemente vinculado a sus principios programáticos, a la defensa de los derechos, libertades e intereses mayoritarios de los españoles, a la exigencia de garantía efectiva de los grandes servicios públicos del Estado. Y también se siente firmemente comprometido con la estabilidad política, el gobierno del Estado y la eficacia del ordenamiento constitucional.

Nada hay hasta ahora que justifique un cambio de decisión sobre el voto negativo del PSOE a la investidura como presidente del gobierno del candidato del Partido Popular. Pero el Partido Socialista está dispuesto a intentar favorecer que se articule una mayoría de gobierno suficiente.

Lo hace con dos condiciones. La primera, que el candidato alcance una mayoría que, si insuficiente para asegurar por sí misma la investidura, obtenga un resultado cercano a ella (más de 168 votos) y garantice una cierta posibilidad de gobierno estable. La segunda, la aceptación de las propuestas que a continuación se listan.

De darse ambas, el Partido Socialista no apoyará con el voto de los diputados de su Grupo Parlamentario la investidura del Sr. Rajoy ni aceptará negociar un acuerdo de gobierno ni se comprometerá con la acción de ese gobierno. Simplemente, posibilitará, con su abstención, la constitución de un nuevo gobierno que ponga fin a la interinidad actual y normalice el funcionamiento de las instituciones. Será, por tanto, el eje de la oposición parlamentaria, una oposición que ejercerá con lealtad pero con firmeza, con contundencia pero con sentido de Estado y, siempre, con la voluntad de alcanzar acuerdos en torno a las siguientes iniciativas:

1. Adopción, en el plazo de un mes tras la constitución del gobierno, de las siguientes decisiones:

- Incremento del Salario Mínimo Interprofesional.

- Reconocimiento del subsidio indefinido a los parados de larga duración de más de cincuenta y dos años.

- Incremento sustancial de la ayuda por hijo a cargo por parte de la Seguridad Social.

- Recuperación de afiliación y cotización a la Seguridad Social de los cuidadores familiares.

- Reconocimiento efectivo de prestaciones a los dependientes ya calificados.

- Reducción del IVA cultural al 10 por ciento.

- Paralización del calendario de aplicación de la Ley de Educación.

- Supresión del llamado «impuesto al sol».

- Medidas necesarias para retirar el recurso ante el TC contra la ley de interrupción voluntaria del embarazo.

- Inicio de las negociaciones en torno a un nuevo modelo de financiación autonómica que establezca la garantía de una financiación suficiente y estable de los servicios públicos esenciales (sanidad, educación, dependencia).

- Elaboración de un Plan Integral de lucha contra la economía sumergida y la explotación laboral.

2. Revisión, en el plazo de dos meses, de disposiciones aprobadas en la X Legislatura:

- Ley de reforma laboral: recuperación de la ultraactividad de los convenios colectivos; modificación de la actual preferencia del convenio de empresa, para excluir la regulación de jornada y salario que deberá ser sectorial; prohibición de efectuar horas extraordinarias no remuneradas, sobre todo en contratos a tiempo parcial.

- Ley de Seguridad Ciudadana.

- Recuperación de la jurisdicción universal.

- Ley de racionalización y modernización de la Administración

- Local: recuperación de los servicios sociales; financiación local.

3. Aprobación, en el plazo de tres meses, de Proyectos de Ley para:

Establecimiento de un mínimo común nacional en Impuesto de Patrimonio y en Impuesto de Sucesiones y Donaciones

Creación y aplicación de un Impuesto sobre transacciones financieras

Moratoria del plazo de instrucción previsto en la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

Lucha contra el cambio climático.

4. Medidas de regeneración democrática a adoptar en el plazo de dos meses:

- Aprobación de un nuevo sistema de nombramientos en órganos constitucionales y organismos reguladores conforme a criterios que garanticen la no intervención de los partidos y la objetividad de evaluación de los méritos de los candidatos.

- Garantía de independencia efectiva de RTVE.

Compromiso de cese inmediato de altos cargos y renuncia a la condición de electos (y, en caso de negativa, envío al grupo mixto) de quienes afronten juicio oral a título de acusados.

5. Constitución, en el plazo de dos meses, de los siguientes órganos:

- Subcomisión para la reforma constitucional.

- Grupo de estudio sobre Cataluña.

- Grupo para un Pacto por la educación que, en el plazo de tres meses, proponga una Ley de consenso.

- Grupo de estudio de la tributación de la riqueza.

-En el marco de la Comisión del Pacto de Toledo, subcomisión sobre fórmulas de asegurar la financiación suficiente de las pensiones de la Seguridad Social.

-Comisión para un Pacto nacional contra la Violencia de Género.

-Comisión para un nuevo Estatuto de los Trabajadores.

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El rey inició la ronda oficial de contactos con los portavoces parlamentarios el 26 de julio. En su contacto posterior con los medios de comunicación, pocos cambios se pudieron ver en las posiciones, salvo uno: Rivera había pasado del «no» a la abstención, y llegó a pedir que todos los partidos se abstuvieran para permitir gobernar al más votado.

Sánchez se mantuvo en el «no es no», aunque pidió que, a diferencia de lo que hizo en febrero, el candidato popular se sometiera esta vez a la investidura. Iglesias insistió en que existía una alternativa a un gobierno de Rajoy, aunque reconoció que «es poco viable» ya que los puentes con Sánchez «parecen definitivamente rotos», a la vez que volvía a descartar un acuerdo transversal con los socialistas y Ciudadanos.

El 29 de julio, Mariano Rajoy aceptó el encargo del rey para intentar una investidura, aunque sorprendió a todos ya que no asumió «el compromiso en su totalidad [...] porque no garantizó que llegue a someterse al debate y a la votación que pondría en marcha la cuenta atrás para disolver las Cortes en caso de no salir elegido y no fructificar una alternativa» (El País). Admitió que no contaba con más apoyos que sus 137 diputados y que su intención era negociar un eventual programa de gobierno para poder acudir con garantías a la investidura. «Buscaré apoyos para formar un gobierno moderado y un calendario para llevarlo a cabo [...], pero no voy a dar ninguna fecha concreta.» Desde Ciudadanos hablaron de que era un «candidato a medias».

A partir del momento en que ya hay un candidato, aunque sea sin la seguridad de que llegará hasta el final, se recolocan las piezas del puzle. El PP intensifica su presión sobre el PSOE para que levante su veto. Ciudadanos intenta hacer valer su po-sición, amenazando con no apoyar a Rajoy si no se aceptan sus condiciones. El PSOE ve como algunos de sus referentes más conocidos, incluidos los expresidentes González y Zapatero, reclaman un debate interno para que el partido reconsidere su negativa a facilitar el gobierno del Rajoy.

La sensación de acoso a la dirección socialista es tan grande que el día 5 de agosto dos de sus máximos referentes se ven en la obligación de salir a los medios para defender lo que es, hasta ese momento, la posición oficial adoptada por el Comité Federal, algunos de cuyos miembros dicen en público cosas que no defendieron en la reunión del Comité. Así, Antonio Hernando hizo declaraciones en el sentido de que «nadie va a quebrar al PSOE, no vamos a apoyar a Rajoy ni con la abstención» (El País), y el exlendakari Patxi López, en la cadena SER, acusó a Rajoy de estar chantajeando al PSOE al acusarle de bloquear la gobernanza de España.

En ese contexto de presión sobre la dirección del Partido Socialista y mientras Rajoy seguía sin mover ficha en serio para recabar otros apoyos a su investidura, Sánchez convocó, el miércoles 17 de agosto, una reunión conjunta de la dirección del partido y del Grupo Parlamentario, a la que invitó a algunos expertos que le asesorábamos: José Enrique Serrano, Rodolfo Ares y yo mismo.

Nada más llegar de A Coruña, donde pasaba unos días de vacaciones, hablé con Pedro en el Congreso de los Diputados, que es donde iba a celebrarse la reunión. Le pregunté si la reunión tenía más sentido que el meramente mediático para contrarrestar la presión que se nos estaba haciendo. Por su respuesta, no me cupo ninguna duda de que había endurecido su posición respecto a la investidura de Rajoy y que, en ese momento, ya no contemplaba la eventualidad de una abstención, a ningún precio, ni en ningún caso.

Recuerdo que le insistí, primero, sobre las razones de que nos enrocáramos en el «no es no», sin asumir sus conclusiones. Citó dos como más relevantes: que los militantes y votantes habían radicalizado su posición y no entenderían que facilitáramos un nuevo gobierno de Rajoy. En su opinión, abstenernos equivalía a engrosar el número de votos de Podemos con votantes socialistas cabreados. Además, contó como en su reunión con Rajoy éste le había dicho, con total claridad, que no quería sólo una abstención de investidura. Que necesitaba el apoyo socialista, al menos, a dos presupuestos para poder cumplir con las exigencias de recortes de Bruselas. «Entrar por esta senda», dijo, «nos va a ir convirtiendo en la muleta del PP en el Parlamento y ante los ciudadanos.»

A partir de esta explicación, que yo compartía, repetí mi reflexión de julio en el sentido de que íbamos a sufrir muchas presiones para que nos acabáramos absteniendo y que si, al final, lo hacíamos, era mejor empezar por asumirlo y negociar contrapartidas claras y defendibles ante los ciudadanos. En ese momento, me miró a los ojos y me dijo: «Jordi, estoy preparado para aguantar todas las presiones que vayan a hacernos y voy a defender la autonomía del partido y la autoridad de su dirección hasta el final».

Según las encuestas conocidas de My Word para la SER, entre los votantes del PSOE, la inmensa mayoría declaraba que nunca deberíamos pactar para formar gobierno con el PP (55 por ciento), y otro grupo importante decía, también, que no podíamos pactar con Podemos (34 por ciento), cuando sólo un 17 por ciento de los votantes de Podemos pensaba que no deberían pactar con los socialistas. Similares resultados eran los reflejados en la encuesta de Metroscopia para El País: el 54 por ciento de los votantes rechazaba que el PSOE facilitara la investidura de Rajoy, siendo partidarios de buscar acuerdos con Unidos Podemos y otras fuerzas.

La encuesta de My Word de junio es más contundente en esa misma dirección: el 26 por ciento consideraba más probable un gobierno de izquierdas, frente al 18 por ciento que creía probable una gran coalición, o el escaso 11 por ciento que creía probable un gobierno transversal entre PSOE, UP y Ciudadanos. Y dentro de la profunda división existente entre los votantes, una ligera mayoría prefería a Sánchez como presidente del gobierno de España (24 por ciento) frente a Rajoy (21 por ciento) o Iglesias (19 por ciento).

Por concluir con las encuestas, entre mayo y junio, según el Observatorio de la SER, las preferencias de los votantes socialistas sobre el gobierno que sería mejor para nuestro país crecieron hacia el gobierno de izquierdas (del 28 por ciento al 34 por ciento), mientras que decaía la de un gobierno transversal entre PSOE, UP y Ciudadanos (de un 42 a un 27 por ciento) y bajaban, también, los partidarios de una gran coalición con el PP.

Tras esta conversación privada, tuvo lugar la reunión del grupo de dirección socialista en la que, según recogió la prensa: «El PSOE insiste en el “no” a Rajoy, sin un plan alternativo a las elecciones» (El País). En esas mismas fechas, Rajoy y Rivera tensaron la cuerda del acuerdo. El segundo, planteando públicamente exigencias previas para sentarse a negociar, y el primero, negándose a aceptarlas. El resultado, «Rajoy se resiste a ceder y crece el riesgo de terceras elecciones» (El País) y «Rajoy enfría los pactos y se prepara para otras elecciones» (El Mundo).

Parecía evidente que entre PP y PSOE, o mejor dicho, entre Rajoy y Sánchez, se estaba practicando lo que en teoría de juegos se llama el «juego del gallina», en el que dos jugadores se desafían y pierde el primero que cede y se retira. Rajoy quería que el PSOE facilitara su elección como presidente para minimizar el papel de Ciudadanos y golpear a los socialistas en la herida interna, y estaba dispuesto a amenazar con su arma nuclear: terceras elecciones, mientras que Sánchez quería que Rajoy se buscara los apoyos en otros grupos diferentes al socialista y amenazaba con dejarle sin ser investido presidente y correr el riesgo de ver como se acababa articulando, esta vez sí, un gobierno del cambio. En ambos casos estaba en juego mucho más que el futuro político de ambos personajes. Estaba en juego, o al menos eso creían ellos, el papel futuro de sus respectivos partidos en la democracia española. Y entender esto es clave para entender lo sucedido y lo que hicieron unos y otros.

Finalmente, la Ejecutiva del PP aprobó las condiciones impuestas por Rivera y el 22 de agosto empezaron formalmente unas negociaciones que, en medio de repetidos y reiterados llamamientos al PSOE para que se sumara, tanto por parte del PP como de Ciudadanos, culminaron en una solemne firma de un documen­to de 44 folios que incluía «150 medidas para mejorar España» y que garantizaba el apoyo de Ciudadanos a la investidura de Rajoy, mientras se seguía presionando al PSOE para que se incluyera en el mismo dado que muchas de las medidas estaban, también, en el pacto suscrito en febrero entre el PSOE y Ciudadanos.

Como curiosidad, el mismo Rajoy que tanto criticó la solemnidad de dicha firma en febrero, aceptó esta vez que se abriera el Congreso de los Diputados un domingo para celebrar, con toda solemnidad, la firma del acuerdo entre él y Rivera. El camino de la investidura se completó con otro acuerdo con Coalición Canaria, que representaba un voto más, hasta sumar 170 apoyos, insuficientes para garantizar la investidura.

En ningún momento consta que Rajoy hiciera aproximaciones a otros grupos parlamentarios y toda su estrategia seguía centrada en presionar al PSOE para conseguir su abstención. Entre el círculo de asesores de Ferraz pensábamos que si bien Rajoy no saldría investido esta vez, después de las elecciones vascas y gallegas sería cuando podría sumar los cinco votos del PNV, para quedarse a sólo un voto de la mayoría necesaria para salir en segunda vuelta. Y eso, nos parecía manejable, tal vez, como se dijo al principio, con el diputado de Nueva Canaria.