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La vida a un kilómetro de la Franja de Gaza

La vida a un kilómetro de la Franja de Gaza

EFE

Sderot (Israel) —

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Quince segundos, o menos, es el tiempo que tienen para buscar un refugio los israelíes que viven en la frontera con la Franja de Gaza después de que suene la alarma, el mensaje “color rojo” con el que han aprendido a convivir en más de diez años de ataques.

Hoy se cumple una década de la salida del último soldado israelí de la Franja, una fecha que los que viven cerca de la frontera asocian con el aumento de cohetes lanzados por el movimiento islamista Hamás y otros grupos palestinos.

“Ya nos fuimos (de la Franja), qué más quieren. Nos fuimos y nos atacan más. Ellos no quieren que estemos aquí”, explica a Efe Judith Bar-Hay, una asistente social que trabaja con la organización israelí “Natal” en Sderot contra el trauma de la violencia.

A un kilómetro de la frontera con la Franja, Sderot fue la primera población alcanzada por cohetes Qassam, en 2002, tras el inicio del lanzamiento de estas armas contra territorio israelí el 16 de abril de 2001.

“Cuando la gente piensa en Sderot, imagina que aquí estamos todos traumatizados y no salimos de nuestras casas. Que estamos locos por vivir aquí. Pero a nosotros nos gusta vivir aquí, cuando no hay ataques es el mejor lugar de Israel”, cuenta Bar-Hay, que ensalza la tranquilidad de la zona frente a las más ruidosas Tel Aviv y Jerusalén.

“¿Por qué vamos a irnos? Aquí es donde vivimos. Eso es lo que quiere Hamás, que nos vayamos. Y no vamos a hacerlo”, la interrumpe su hija Yam Kovatch, que terminó el servicio militar obligatorio (dos años para las mujeres y tres para los hombres) justo antes de que comenzara la guerra del año pasado.

En los cinco años posteriores a los primeros ataques con cohetes Qassam, Sderot y otras poblaciones fronterizas comenzaron a blindarse con refugios dentro y fuera de las casas a los que deben llegar después de que suene la alarma “color rojo”.

“Quince segundos aquí te separan de la vida y la muerte. Quince segundos es poco menos de lo que duran los semáforos de peatones en Canadá. Quince segundos para una madre de cuatro aquí es tener que elegir a quién de los chicos se lleva con ella”, explica a Efe Kobi Harush, oficial de seguridad de la ciudad.

“En 14 años han caído 28.000 cohetes, el rango de alcance ha pasado de los 3 kilómetros a los 100, y sabemos que han desarrollado ya los de 150. Contra eso, tenemos el mejor sistema que existe, sabemos desde donde se lanzan, cuándo y dónde van a caer, y avisamos a los civiles”, añade sobre el sistema antimisiles “Cúpula de Hierro”.

Del metal de los cohetes caídos sobre la ciudad están hechas las curiosas esculturas de músicos tocando que pueden verse en sus rotondas, en un intento por recordar que hay vida después del trauma.

Todo está pensado en Sderot para minimizar el pánico cuando suenan las alarmas, la última vez la semana pasada. Los refugios están pintados con coloridos murales y el aviso es diferente al sonido ascendente del resto del país: una suave voz de mujer que dice “color rojo”.

“A veces son falsas alarmas, pero hemos entrenado a la población para que sepa que siempre hay que actuar como si fuera real. Cuando en las noticias sale que no hay heridos, nadie cuenta los accidentes de tráfico o los ataques al corazón que se producen. Somos la ciudad con más abortos no provocados”, advierte Harush.

En el kibutz Mefalsim, la primera comuna agrícola israelí fundada por latinoamericanos, todas las casas tienen un cuarto que es a la vez refugio, el mismo que deben incluir todas las viviendas construidas en el resto del país en los últimos 20 años.

Allí, muchas veces, les es imposible llegar y tienen que tirarse al suelo porque oyen el estallido casi al mismo tiempo que la alarma: desde sus tierras puede divisarse la frontera con la Franja a unos cientos de metros.

Este kibutz, donde viven judíos argentinos y uruguayos desde 1949, tiene una sala de emergencias que se abre cuando el ejército o alguno de los vecinos envía un aviso. Enseguida se manda un mensaje de texto a todos y se enciende una pantalla luminosa en las casas.

“Lo primero es avisar y rebajar la histeria. Tomamos decisiones, como las de abrir o no las escuelas. Se hace un recuento de teléfono para saber quién está y cuidamos de los ancianos que deciden quedarse”, explica a Efe Ariel Cohen, un judío argentino cuya familia tiene una larga tradición en la seguridad de este kibutz.

En Sderot, en Mefalsim y en el resto de poblaciones que están en primera línea del conflicto israelí-palestino luchan por mantener el optimismo tras diez años de ataques pero sin confiarse en los momentos de calma como este, porque saben que una alarma y quince segundos pueden cambiarlo todo.

Cristina García Casado

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