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¿Crecemos o repartimos? Trabajar menos para trabajar todos

Según las previsiones del Gobierno, debemos resignarnos a muchos años de elevado desempleo. Incluso con crecimiento económico, tardaríamos una década en llegar a cifras que, por debajo del 20%, seguirían siendo insoportables.

¿Es posible otra política económica que ponga en el centro la lucha contra el desempleo y dé prioridad a resolver la situación de más de cinco millones de personas en paro? ¿Cabe pensar otras medidas que no sean la desregulación, precarización y devaluación salarial de los últimos años? Estas son las preguntas de partida del libro Qué hacemos con el paro, que estos días llega a las librerías.

Una obra colectiva, escrita por los economistas Nacho Álvarez, Elena Idoate, Alejandró Ramírez y Alberto Recio, y que propone cambiar el modelo productivo español mediante una alternativa que reúna dos condiciones: que sea viable, y que surja de la ciudadanía, que tenga apoyo social para hacerla posible.

Adelantamos unas páginas del libro, pertenecientes al capítulo de medidas posibles contra el paro. Entre otras propuestas, los autores lanzan un debate fundamental: la reducción de la jornada laboral como primer paso para un reparto no ya solo del trabajo (productivo y reproductivo), sino también de la riqueza. Un reparto más equitativo, igualitario y libre.

Repartir el trabajo y la riqueza

Para abordar la aparente contradicción entre la urgente necesidad de crear empleo en nuestra economía y los riesgos ecológicos asociados a un mayor crecimiento material, es necesario avanzar en el debate de la distribución de la renta, la riqueza y los recursos económicos. Frente a la lógica de crecer debe imponerse la lógica de distribuir.

Una política económica verdaderamente encaminada a crear empleo y a hacerlo reconvirtiendo en clave de sostenibilidad el modelo productivo, debiera pasar por una reducción generalizada de la jornada laboral. De hecho, no sólo hay que reducir, sino también reorganizar la jornada laboral para asegurar a todo el mundo el acceso a un empleo remunerado que garantice tanto una renta adecuada como el desarrollo de una vida social plena. Ello conlleva una necesaria reestructuración de la renta a favor de la mayoría de la población. La reducción y reorganización de la jornada laboral debe ir también orientada a un reparto igualitario del trabajo reproductivo no mercantil. Esta será la única forma de hacer frente al desafío del desempleo sin comprometer con ello la sostenibilidad del planeta. Así, el reparto del empleo ya no haría necesaria la consecución de elevados ritmos de crecimiento y consumo material para ocupar a la población desempleada.

Valgan dos casos como ejemplo, a pesar de sus importantes limitaciones. En primer lugar el caso francés: la reducción de la jornada laboral a 35 horas legislada por el gobierno de Jospin supuso la creación de más de un millón de empleos netos durante el periodo 2000-2002 (años de crisis y de nula creación de empleo para otras economías europeas). Alemania ha experimentado una reducción de la jornada laboral más paulatina, y limitada, pero que también pone en evidencia el potencial que el reparto del trabajo encierra para crear empleo: entre 1995 y 2013 las horas totales trabajadas al año se han mantenido constantes, en el entorno de los 58.000 millones. Sin embargo, durante ese periodo la jornada laboral se ha reducido un 9%, pasando de 1.528 horas anuales por trabajador a 1.392, lo que ha permitido que el empleo creciese un 10%.

Vayamos al caso de España para comprobar la potencialidad que entraña la reducción del tiempo de trabajo para crear empleo. En la tabla 1 podemos ver la evolución histórica del empleo, la jornada laboral y la productividad en las últimas décadas.

En una hora de trabajo se producía en 2013 un volumen de bienes y servicios 10 veces superior al que se lograba en 1950, lo que evidencia un espectacular progreso de la productividad por hora trabajada. Este fuerte crecimiento de la productividad laboral no ha impedido que el empleo total de la economía creciese durante este periodo un 45,5% (5,4 millones de puestos de trabajo). Esa evolución ha sido posible gracias fundamentalmente a dos factores: una progresiva reducción de la jornada laboral del 18,6%, que se concentra en la década de 1980, y un fuerte crecimiento extensivo durante el ciclo de 1996-2007.

Hoy trabajamos 380 horas al año menos que en 1950. Haciendo un ejercicio de economía-ficción, y dando por hecho que el crecimiento del PIB y la productividad se hubiesen mantenido constantes durante este periodo, si hoy tuviésemos la misma jornada laboral que en 1950 la cifra de empleo actual sería únicamente de 14 millones de personas, y la tasa de desempleo alcanzaría el 40%, en lugar del 26%.

Este ejercicio de economía-ficción permite constatar cómo el crecimiento de la productividad puede repercutir a largo plazo en la creación de empleo y en la reducción de la jornada laboral. El crecimiento de la productividad ha permitido, por un lado, que el PIB per cápita se multiplicase por 6,2 durante este periodo. Por otro lado, y en la medida en que el crecimiento de la productividad ha sido todavía mayor que la evolución del PIB per cápita, parte de dicho crecimiento ha podido destinarse a reducir la jornada laboral, a crear empleo y a evitar que se consolidase una elevadísima tasa de desempleo.

El paulatino proceso de reducción de la jornada laboral en el Estado español durante el periodo de 1950-2013, como podemos observar en la tabla 1, ha sido en todo caso muy limitado si lo comparamos con las posibilidades derivadas del fuerte crecimiento de la productividad durante estos años. Reducciones más intensas de la jornada laboral habrían permitido menores tasas de desempleo. Pensemos además que la jornada laboral anual por trabajador en nuestra economía está 220 horas por encima del caso francés, o 270 horas por encima de Alemania.

Pero además, la paulatina reducción que experimenta la jornada laboral en nuestra economía se detiene durante las décadas de 1990 y 2000. Resulta por lo tanto necesario que dicho proceso vuelva a avanzar con fuerza (como mínimo de forma similar a cómo sucedió en los años ochenta) para que los incrementos de la productividad permitan nuevas reducciones de la jornada laboral, así como un reparto del empleo.

La reducción de la jornada laboral –empezando lógicamente por las grandes y medianas empresas– permitiría además invertir el modelo de redistribución regresiva de la renta instalado desde hace décadas en nuestra economía. Este patrón regresivo es el que precisamente evidencia el margen existente para una política de este tipo: los beneficios empresariales han ganado 5 puntos porcentuales sobre el PIB durante la crisis, y habían ganado otros tantos en los años inmediatamente anteriores a ésta. Un modelo de distribución más progresiva de la renta evitaría además que crecientes volúmenes de liquidez en manos del capital financiero alimenten nuevamente burbujas crediticias y bursátiles.

La transformación de nuestro modelo de empleo debe tener en consideración la necesidad de un reparto no sólo del empleo, sino de todos los trabajos –productivos y reproductivos–. Un reparto efectivo del trabajo reproductivo requeriría medidas que vayan más allá: dicho trabajo debería dejar de ser doméstico y convertirse en social. La responsabilidad de la reproducción y el cuidado de las personas, en todas sus vertientes, debe ser colectiva. Los servicios públicos, las facilidades para poner en común estas tareas y su reconocimiento social requieren un distinto reparto del tiempo y de los recursos. En todo caso, la reducción de la jornada laboral puede ser una base para el avance de una verdadera conciliación laboral y de un reparto efectivo del trabajo reproductivo. Algunos economistas han argumentado que una medida como la renta básica universal haría innecesario reducciones de la jornada laboral, al desconectar la cobertura de las necesidades sociales del mercado de trabajo. Sin embargo, ambas medidas no son excluyentes entre sí, e incluso pueden reforzarse como vía para construir un modelo alternativo de trabajo.

Una sociedad basada en criterios de igualdad y reciprocidad debería primar el que los incrementos de productividad derivados del avance tecnológico se socialicen, permitiendo “trabajar menos para trabajar todos”, avanzando así hacia una sociedad del tiempo libre que no genere nuevas dualidades. Dados los avances tecnológicos, y si la rentabilidad privada no fuese el motor al que se subordinan las principales decisiones económicas, podríamos obtener la producción que necesitamos con pocas horas de trabajo diarias y garantizar simultáneamente empleo para toda la población. Al fin y al cabo, aunque en el capitalismo existe un sistema de apropiación privada de la riqueza, ésta es el fruto del esfuerzo de muchas generaciones de personas, de la acumulación de conocimientos colectivos, y de recursos naturales que forman parte del medio natural en el que vivimos. Es de justicia pensar en una forma de reparto y disfrute de la riqueza más equitativa, igualitaria y libre.

Qué hacemos con el paro es un libro colectivo escrito por Nacho Álvarez, Elena Idoate, Alejandro Ibáñez y Alberto Recio. Más información en la web de la colección.

Según las previsiones del Gobierno, debemos resignarnos a muchos años de elevado desempleo. Incluso con crecimiento económico, tardaríamos una década en llegar a cifras que, por debajo del 20%, seguirían siendo insoportables.

¿Es posible otra política económica que ponga en el centro la lucha contra el desempleo y dé prioridad a resolver la situación de más de cinco millones de personas en paro? ¿Cabe pensar otras medidas que no sean la desregulación, precarización y devaluación salarial de los últimos años? Estas son las preguntas de partida del libro Qué hacemos con el paro, que estos días llega a las librerías.