Curso 1820. Un Arthur Schopenhauer de 42 años ingresa en la Universidad de Berlín para dar clases de Filosofía. Pero Schopenhauer todavía no es una estrella. No lo sería hasta la última década de su vida, cuando sí obtuvo el reconocimiento que tanto había perseguido. “Cuando logró una plaza en la citada universidad, la principal figura filosófica del momento en Alemania y en el conjunto de Europa era el gran Hegel”, apunta el profesor de Filosofía e investigador Carlos Javier González Serrano. “A Schopenhauer”, continúa, “no se le ocurrió otra cosa que tratar de competir con él”. Solicitó impartir sus clases a la misma hora que lo hacía el idealista Hegel y en un aula cercana. “¿El resultado?”, reta González Serrano: “Mientras que las clases de Hegel estaban abarrotadas, con los estudiantes buscando acomodo en los pasillos y los alféizares de las ventanas, a las clases de Schopenhauer no acudían más de cuatro o cinco alumnos”. Fue, a todas luces, una gran derrota. Pero, ¿qué proponía ese tal Schopenhauer al que casi ningún joven estudiante había prestado atención? ¿Cuál era el camino que le había llevado, en 1820, a dar clases en la Universidad de Berlín? ¿Quién era, en definitiva, ese Arthur Schopenhauer?
Si empezamos por el principio, por su más tierna infancia, fue “un niño inquieto y despierto al que sus padres se encargaron de estimular constantemente a través de la incitación a la lectura y a la escritura y, sobre todo, mediante la realización de imponentes travesías a lo largo y ancho de toda Europa”. Lo escribe el propio González Serrano en la introducción de Parábolas y aforismos (Alianza Editorial, 2018). Nació en 1788 en Danzig, en la actual Polonia, en el seno de una familia acaudalada. Su padre fue un próspero comerciante y su madre, Johanna Schopenhauer, una de las intelectuales más importantes de su tiempo, amiga, por ejemplo, del escritor Johann Wolfgang von Goethe. Sin embargo, esa holgura no impidió que Arthur se diera cuenta del gran dolor que presidía la vida de una gran parte de sus semejantes. “Ya en sus primeros años”, apunta González Serrano, “comienza a entender que su futura filosofía pivotará sobre la idea de un mundo que parece haber sido confeccionado por un espíritu chapucero y malvado, incluso demoníaco, que consiente la existencia de grandes contrastes en lo tocante a la felicidad humana”. Schopenhauer se iba a convertir en un filósofo pesimista, aunque, como enfatiza el profesor, de un pesimismo que redime.
Pero, ¿por qué? ¿Cuáles son los sucesos que lo llevan, progresivamente, a entender, en palabras de González Serrano, que “el gran error del ser humano es pensar que ha llegado al mundo para ser feliz”? El primero de todos hay que irlo a buscar a esa infancia en la que un pequeño Arthur pudo ver, con sus propios ojos, las injusticias del mundo y el sufrimiento. Él lo atribuiría, más adelante, al mal. “¿Por qué existe el mal?”, se preguntaría. No obstante, un acontecimiento mucho más concreto y cercano también condicionó su filosofía y domó los ojos con los que observó el mundo. Su padre se suicidó cuando él tenía 17 años. O eso se cree tras las extrañas circunstancias que rodearon su muerte. Parece ser que tuvo que ver con el cada vez más taciturno carácter que mostraba Heinrich Floris, el progenitor, pero desde muy pronto el joven Arthur no dudó en considerar parcialmente culpable a su madre, Johanna, a quien reprochó no haber sido lo suficientemente cariñosa y atenta, tanto con él como con su padre, dedicado por entero al trabajo y al bienestar familiar. También, y, por esa reacción juvenil, se explica en parte la galopante misoginia que caracterizó al filósofo durante gran parte de su vida, que nunca se casó (aunque sí se enamoró) y que consideraba la progenie –la voluntad de tener descendencia– como una lacra para el desarrollo personal de cualquier ser humano. “De todas maneras”, completa el profesor, “que esto sirva para reivindicar la figura de Johanna Schopenhauer, una de las escritoras y saloniers alemanas más importantes de la historia, valiente y comprometida con la cultura”.
La filosofía como un ascenso a los Alpes
“La vida nunca es bella; solo son bellas sus imágenes transfiguradas en el espejo del arte o de la poesía”, escribía Arthur Schopenhauer. “Sobre todo, en la juventud”, matiza él mismo, “cuando aún no conocemos la vida”. Esos oasis que tenían que ver con el arte eran, desde el prisma del filósofo, los únicos bálsamos con los que lograr “el sosiego del corazón”. Pero, en palabras de Carlos Javier González Serrano, el pesimismo de Schopenhauer es redentor y se fundamenta, entre otras máximas, en eliminar el objetivo de la felicidad –“Ese gran error”, según Schopenhauer– para entender la vida como una larga ensoñación de la que despertar con la muerte, pensamiento que lo enlaza mucho más con su admirado Calderón de la Barca, que a la religión. La conexión de Schopenhauer con el Siglo de Oro español es estrecha. Por encima de todos, eso sí, se sintió atraído por Baltasar Gracián, cuya traducción al alemán es la que se utiliza todavía hoy en el país germano.
Schopenhauer entendió la filosofía como la ascensión a un puerto alpino, con todo el esfuerzo que ello conlleva, pero con la recompensa de, una vez en la cima, poder ver el mundo desde una perspectiva privilegiada. “De algún modo”, reflexiona González Serrano, “Schopenhauer actuó acorde con sus planteamientos filosóficos”. Vivió solo los últimos treinta años de su vida, con la única compañía de un perro de lanas de nombre Atma –’alma del mundo’ para los hindúes– y al que, cuando se enfadaba, llamaba ‘ser humano’. “Lo cierto es que, en los últimos diez años de su vida, logró, de algún modo, lo que él llamó el sosiego del corazón y que sería lo más parecido a la felicidad que podría asumirse”, señala el profesor. Consiguió un reconocimiento que había ansiado desde mucho tiempo atrás. “Cuentan sus biógrafos”, concluye, “que, cuando murió, su ama de llaves lo encontró con una extraña sonrisa esbozada en los labios”, como habiendo salido airoso de un mundo que entendió, ya en su apacible y cómoda juventud, dominado por el mal.