Al calor del amor en un bar se gestaron algunas de las composiciones del músico más personal y castizo de la Movida que han hecho, para quienes las han sabido disfrutar, “que la vida no sea un error”. Sus acordes comenzaron a sonar hace más de cuatro décadas con los Ejecutivos Agresivos. Después llegó Gabinete Caligari, la banda con cuyo nombre rendía homenaje a la película clave del expresionismo alemán y con la que estuvo a punto de ir a Noruega para participar, a golpe de pasodoble, en el Festival de Eurovisión de 1986.
También supo lo que es pasar de ser el alma máter de un grupo de verbenas a alcanzar el éxito, ponerse visera y gafas negras para intentar vacunarse contra la timidez, llenar estadios, estar en lo más alto de las listas de radio y por Culpa o no del Cha-cha-chá ser el compositor más elogiado por Bunbury, Calamaro, Alaska, Aute, Ana Belén, Loquillo, Eva Amaral, Jorge Drexler, García-Alix, Carlos Goñi y cuantos se han cruzado con él entre guitarras y amplificadores, estudios de grabación y escenarios. Casi recién llegado al nutrido mapa musical de los ochenta, proclamando que Dios reparta suerte, recibió aplausos sinfín mientras le coreaban cuatro rosas en su honor. Entonces, el Bogart más chulo de los escenarios dijo “Tócala, Uli, una vez más” y sin ir a Casablanca, pero sí Camino Soria, vendió más de 300.000 copias, todo un récord para la época. Después de ocho álbumes, dos recopilatorios oficiales y varios sencillos, de convertirse en “el Maestro” de las composiciones y en uno de los vocalistas más míticos, desenchufó el ‘ampli’ de los Caligari y emprendió una carrera en solitario que veinte años después sigue siendo aplaudida. No hay pandemia que pueda con el rock and roll.
Descubriendo a los Rolling y a Galdós
Cuando todo su mundo se ceñía a su madrileño barrio de Goya y las mañanas de domingo olían a churros y porras con café con leche, la guitarra de su hermana cayó en sus brazos y no la supo soltar: “Tenía once o doce años y pronto me di cuenta de que, con solo tres o cuatro acordes, no me era nada difícil hacer una canción, pero tuve que aprender y escuchar muchos discos de los artistas y grupos que me gustaban para llegar a componer algo que mereciera la pena”.
El menor de los seis hijos del crítico taurino del diario Madrid, Julio Urrutia, creció mecanografiando las crónicas que le dictaba su padre y educando su oído con las canciones de Serrat, de Aute, de Massiel, de todas las que entonaba con frecuencia su madre, pero también con los discos de The Beatles que traía su hermano mayor. Cuando comenzó a entrar en esa etapa en la que dejamos de preguntar de dónde venimos y empezamos a evitar decir a dónde vamos, descubrió a Pío Baroja y a Benito Pérez Galdós, se quedó fascinado con la narrativa y la ambientación de Fortunata y Jacinta, su libro de cabecera, y se convirtió en alumno aventajado de Literatura. Con la visita fortuita al domicilio de un compañero de colegio, su universo se expandió tanto como lo haría su música: “Un día mi amigo Eugenio me llevó a casa de su padre, Eduardo Haro Tecglen, de la revista Triunfo. Entré en esa casa pudiente con poco más de doce años y vi en el salón una Playboy abierta mientras sonaban los Rolling Stones. Claro, aluciné y pensé: ”Esto me interesa“. Entonces descubrió Exile on Main Street, el duodécimo álbum de la banda de Mick Jagger y Keith Richards que entonces, como ahora, no se cansa de escuchar ”porque es un compendio de las influencias americanas como el blues, el soul, el rhythm & blues y la música country de los Stones“.
Solo se vive una vez
Aquella aritmética de sonidos, sin límites, sin fronteras, le llevó con frecuencia al Rastro a comprar discos de The Doors, de Bob Dylan, de Lou Reed, de Bowie, y a tocar la guitarra sobre ellos. También encontró el California Dreamin de The Mamas & the Papas, la canción que ha escuchado tantas veces como ha soñado haberla firmado: “Tiene una melodía sublime y unos maravillosos arreglos tanto vocales como instrumentales. Cada vez que la escucho me parece la primera”.
La llegada de la Nueva Ola le pilló “muy bien preparado. Tenía cultura musical. No es que fuera un gran guitarrista, pero sabía tocar lo mínimo. Sabía hacer canciones”. Finalizaba 1978, la democracia echaba a andar, en los dos únicos canales de televisión se estrenaban los Teleñecos, Vacaciones en el mar, Cañas y barro y uno de los primeros culebrones de la CBS, Dallas. En la radio ya era un éxito el Rock en la plaza del pueblo de Tequila, se formaban Kaka de Luxe con Alaska, Nacho Canut y Carlos Berlanga, y también Nacha Pop: “Era un batiburrillo cultural que creo que se reflejaba a la hora de componer”. Rendido a aquel Madrid en el que comenzaban a imponerse los pelos de colores, el RockOla, el punk y el pop, los personajes perdedores se convirtieron en los héroes de sus composiciones como sucede en Barry Lyndon, la cinta de Kubrick que siempre ha sido su película favorita: “A la gente le gustan las historias de fracasados, por eso el noventa por ciento de las canciones de amor en realidad son de desamor. La felicidad cansa. Al público, y a los músicos también”.
Gritando con fe “solo se vive una vez”, a sus sesenta y dos años es consciente de que el tiempo es lo más valioso que una persona puede gastar: “España me debe trece meses de mi vida porque me los pasé fregando suelos y aguantando humillaciones de los superiores. Que las hubo y muchas. El rollo militar puede ser bastante kafkiano”. Recién formada su nueva banda, Urrutia, su compañero de Filología semítica y bajista, Ferni Presas, y el estudiante de periodismo y batería Edi Clavo, decidieron hacer el servicio militar obligatorio para “quitárnoslo cuanto antes porque la mili fue el gran ‘mata-grupos’ en España. Por eso, decidimos hacerla antes de que la cosa creciese, de hacernos más profesionales”. Trece meses en un cuartel de Hoyo de Manzanares dieron para algo más que para hacer instrucción y fregar: “Ese tiempo nos influyó muchísimo porque había gente de todo tipo y condición, de todas partes del país. Desde pastores y carpinteros a delincuentes y estudiantes. Lo más alejado del público elitista del RockOla que te pudieses imaginar. Conocimos la España real y allí escuchamos rumba, los Chunguitos y demás, y vimos una realidad distinta a la que estábamos acostumbrados. Eso es lo que luego nos permitió hacer un disco como Camino Soria”. La reacción contra el cosmopolitismo y “el postureo que había en la Movida madrileña hizo que encontráramos nuestra forma de ser diferentes: nuestro primer disco lo compartimos Parálisis Permanente y Gabinete Caligari. Somos los primeros de la Movida. Nos rebelamos contra lo que sacaban entonces, que era Julio Iglesias y toda horterada de turno”.
El singular secreto del éxito: casticismo y literatura
Influenciados por el folclore español y por sonidos castizos, como el pasodoble, incluyeron referencias literarias en casi todas sus letras convirtiéndose en un grupo “tan raro como especial”: “Supimos aplicar nuestros estudios, gustos y vivencias a la música. A mí me gustaba que el grupo se diferenciara de los demás y creo que lo logramos. Nosotros éramos chuletas, no queríamos ser roqueros, ni punks, ni ‘nuevaoleros’. El amigo Edi era castizo y yo también lo era con el lenguaje que le habíamos escuchado a nuestros padres. Más que macarras, castizos. Además, hablando de literatura dimos un paso adelante y después, con los años, es algo que se ha apreciado”. Participando de la melancolía de Machado y de Bécquer, “por los dos sabrás que el olvido del amor se cura en soledad”, en 1987 Urrutia ya alzaba la voz sobre la España vaciada: “A la ribera del Duero, existe una ciudad, a la ribera del Duero, mi amor te espero. Voy camino Soria, ¿tú hacia dónde vas?”. Sin que muchos recorrieran los caminos de la capital de Castilla y León, su nombre se oyó machaconamente en las emisoras y escenarios de todo el país. Tanto que, en cuatro años, Gabinete alcanzó la cumbre de la popularidad y entró en el mercado de fichajes de las multinacionales. Deslumbrados, aún no sabían que detrás del foco del éxito “no hay nada” salvo nostalgia: “Jamás podré olvidar el concierto en el que hicimos la presentación del disco Cuatro Rosas, en la sala Astoria de Madrid, porque representó el reconocimiento definitivo de público y prensa al grupo y sonamos como nunca. Pero también tengo que decir que yo he conocido el éxito y es algo que no me interesa”.
Después de que proclamaran a los cuatro vientos, y en todas las emisoras, “mi cielito y yo en la suite nupcial nos resbala el mundo entero, estamos como Dios, mucho mejor”, pecados más dulces que un zapato de raso empezaron a pasar factura a la formación. Aunque los aplausos continuaron en Privado y proclamaron Amor de madre, dando Cien mil vueltas, las luces del firmamento Caligari se fueron apagando con sus dos siguientes álbumes casi tan rápido como se habían encendido. Entonces, el “Maestro” decidió colgar el micro de la banda madrileña para siempre: “Después de dieciocho años, en 1999, separé el grupo. Ya había dado todo lo que tenía que dar. No tenía frescura. No era como cuando empezamos. Íbamos al local y apenas hablábamos. Yo quería hacer una carrera en solitario. Se lo tomaron mal, me consideraron un traidor porque ellos querían seguir aunque las diferencias musicales eran abismales. Pasamos muchos años juntos, muchas aventuras, aunque no tengamos relación siempre les consideraré mis amigos, mis compañeros”.
Urrutia en solitario
Donde las palabras fallan, la música habla. Jaime Urrutia tardó tres años en elevar la voz: en 2002 emprendió su carrera en solitario editando Patente de Corso. Rodeado de amigos como Bunbury, Calamaro, Loquillo, y la banda de Los Corsarios, volvió a hacernos soñar con Castillos en el aire. Acariciando la guitarra que abrazó hace cincuenta años entonó, entre aplausos y más aplausos, “¿Dónde estás, princesa de mi soledad?”. Su público respondió de inmediato y coreando al unísono “qué borrachera, qué grande es el mar, que no me quieras qué barbaridad”. Asomándose a La Ventana de la radio junto a Ariel Rot, embarcado en giras ajenas, componiendo y sin dejar de subirse a escenarios, Jaime Urrutia sabe ver lo mejor de nosotros: “Las ganas de reírnos y el cachondeo en general”. Pese a que también ha detectado nuestro peor defecto,“ la envidia, hay mucha envidia en este país”, afirma tan rotundo como canta que cree “en la justicia social: soy un hombre de izquierdas. Durante casi toda mi vida voté al PSOE, luego a Carmena. Me hubiera gustado que, cuando hubo la oportunidad de echar a Rajoy del Gobierno, Pablo Iglesias y los socialistas se hubieran unido. Me da rabia que no lo hicieran. Lo que de ninguna manera soporto son los nacionalismos: lo único que hacen es joder la vida”.
Acostumbrado al eco de la libertad de los ochenta y a hacer de la música la medicina contra la infelicidad, Jaime Urrutia Valenzuela, el niño castizo que dejó de mecanografiar a su padre crónicas taurinas para taquigrafiar emociones a golpe de melodías, despide su Playlist. Citando a Buñuel en su Último suspiro porque “el pensamiento no delinque, qué libre es la imaginación”, afina cuerdas para combatir la COVID y suspirar de nuevo la banda sonora de toda una generación presidida por la que siente “la niña bonita” de sus composiciones: “¡Qué barbaridad!”. La cita: el próximo viernes 16 al calor del madrileño Nuevo Teatro Alcalá.