Antes de que su nombre irlandés tuviera cinco puntas en el Paseo de la Fama, ya andaba por las nubes ''con un ego descontrolado''. Escribiendo y perdiéndose por otros mundos, se curó ''de la arrogancia'' y ya no ha vuelto a olvidarse del suelo.
Entre ayer y mañana se queda con hoy: ''Hay que vivir porque nadie sale vivo de la vida''. Nació con el don natural de ser todo, pero creció entre demasiadas tinieblas para llegar a nada. Fue el más guapo del parvulario, el adolescente más ocurrente, el deportista más laureado del instituto, el chico más seductor, el compañero más ligón, el universitario más brillante. Pero también ''el accidente inesperado'' de una pareja que no sabía estar ''ni contigo ni sin ti'', que se casó tres veces y se divorció otras dos, que se maldecía en la misma proporción ''que hacía el amor en el suelo de la cocina a la vista'' de sus tres niños y que les enseñaba a empuñar con una mano la Biblia y con la otra un rifle Daisy BB para que aprendiesen a disparar y a centrar sus objetivos. Unos padres que les inculcaban la consigna de que ''siempre había que ganar'' sin importar cómo, que se dejaban el aliento salvando a sus mascotas después de ''desgastar el cinturón de cuero en el trasero'' de sus hijos, que blasfemaban en cada discusión diaria antes o después de abandonar a alguno de los críos ''a veinte kilómetros de casa para que regresara andando por nombrar a Dios en vano''. Un matrimonio que retaba a sus vástagos a responder a sus golpes hasta que se meaban encima para demostrarles que eran ''unos cobardes'', que les dejó huérfanos de padre ''practicando sexo'' y que vendió la intimidad del benjamín por la espuma efímera de la fama.
Acostumbrado a normalizar la oscuridad, Matt se guio por la luz de las estrellas. Bajo su amparo vivió ''el mejor verano'' de su vida ''robando materiales de noche en un aserradero y construyendo, de día, una casa en un árbol''. Ocupados casi siempre en divorciarse para volverse a casar, sus padres nunca se enteraron de que ese mes de julio había cambiado su admiración por el verde de Hulk, su héroe de ficción favorito, hacia el verde de un pino majestuoso desde el que alcanzó a ver más allá del pequeño condado de Texas que le vio nacer. Entonces, entendió que el mundo fue creado redondo para que no podamos ver el final del camino. Su curiosidad quiso asomarse más y le llevó a sellar su pasaporte a través de un programa de intercambio de estudiantes. Mientras hacía la maleta se imaginó con alas, pero sin pies, en las playas de arena blanca de Sídney, con chicas bronceándose en bikini y disfrutando mágicas puestas de sol. El espejismo dio la talla, pero la realidad tuvo defectos. Se tuvo que conformar con sobrevivir un año en una casa australiana con poca luz, con la brisa envuelta en el polvo de una carretera de interior y con la única imagen de un bañador sexy en una manoseada portada del Playboy. Por si fuera poco, durante trescientas noches, soñó con el deleite de cenar hamburguesas con queso. Sin embargo, la resignación a dejar pasar el tiempo le condenó a masticar lechuga iceberg con kétchup y a buscar el placer masturbándose mientras leía a Lord Byron y escuchaba Rattle and Hum de U2.
Haciendo de su sacrificio un acto de honor, con diecinueve años regresó a Austin y quiso ser abogado como Nelson Mandela, pero su afición por narrar historias le hizo cerrar la puerta de la Facultad de Derecho y, con notas brillantes, entrar en el Programa de Honores de la Escuela de Cine: ''Estaba en un nuevo camino en el que, a diferencia de la otra carrera que empecé, la nota media no importaba. Sabía que a Hollywood le daría igual que sacara excelentes o muy deficientes; necesitaban ver algo que mereciera su atención. Tenía que hacer una película, una actuación, un corto, algo. Necesitaba un trabajo''. Sintiéndose ''un marginado en clase por ser el único que, en vez de estar pálido y vestir de negro, iba bronceado y llevaba botas camperas'', acabó sacándose la camisa por fuera del pantalón para parecerse a los demás. Pero comentando su pasión ''por las películas que ponían en el Metroplex como La jungla de cristal, frente a la machacona letanía de las reposiciones de Eisenstein'', acabó dudando de sí mismo: '''Eso es mierda de gran estudio, éxitos de taquilla de la América corporativa', me dijeron. Entonces les pregunté: '¿Por qué es mierda?, ¿qué fue lo que no os gustó de ella?' y respondieron: 'Bueno, en realidad no la hemos visto. Simplemente sabemos que es mierda'''. Desde ese día, Mathew no volvió a clase sin meterse, de nuevo, la camisa por dentro.
Una agencia de talentos le ofreció su primer trabajo publicitario como modelo de manos: ''Me pagaron tan bien que nunca más me mordí las uñas. La buena apariencia no lo es todo, pero te abre puertas, y yo estaba decidido a aprovechar todas las que me dejaran pasar''. Dirigió cortometrajes, editó, fue ayudante de dirección en las películas de otros compañeros, director de fotografía, escribió, actuó y comenzó a conocer gente de los estudios de la Paramount y del Teatro Dolby. ''Escuchando veintidós veces L. A. Woman de los Doors mientras conducía, llegó a Hollywood. No tardó en entender que Marilyn tenía razón: ''En la meca del cine te dan mil dólares por un beso y cincuenta centavos por tu alma''. Bombeando adrenalina, después de veinte horas pisando el acelerador para llegar puntual a la cita acordada, llamó al timbre de la mansión del productor Don Phillips: en vez de un contrato para su próxima película, encontró ''a un hombre en pelotas, con una erección, que había olvidado la entrevista'' y que le dio un portazo en las narices para seguir con lo que estaba. El de Texas no se desesperó: como el que nunca se duerme en las clases de geografía, supo rápido que encontrar el cielo en la tierra no es tarea fácil. Se acomodó y supo esperar.
''Alright, alright, alright'': su pistoletazo de salida
Los sueños imposibles, empezaron a ser improbables y aún pasaría tiempo hasta que acabaran siendo inevitables. Pero lo fueron. Unas semanas después de su particular encuentro, recibió un guion de la oficina de Phillips para interpretar a un personaje secundario en una nueva película: Movida del 76. McConaughey se vio, por primera vez, en un set de rodaje con un micrófono y forzado a hacer una prueba improvisando la primera frase de su personaje. Hoy, casi treinta años después, se ríe a carcajada limpia recordándola, mientras una legión de fans la inmortalizan en tatuajes y camisetas: ''Alright, alright, alright''. Unos vocablos que no debió decir nada mal ''porque las tres únicas escenas en las que tenía que aparecer se acabaron convirtiendo en unas cuantas más'' y, de un día, pasó a estar tres semanas de rodaje.
Antes de finalizarlo recibió una llamada de su madre: ''Tu padre ha muerto. Tuvo un infarto mientras hacíamos el amor''. Perder ''al abominable hombre de las nieves, a la fiera con el sistema inmune de un vikingo y la fuerza de un toro'', al ex jugador de fútbol americano reconvertido en empleado de una petrolera al que siempre llamó ''señor'', al que ''pese a todo'', idealizó y quiso, fue su rito ''de paso a la edad adulta más trascendental, la hora de que madurase, la hora de decir adiós al chico que construía casas en los árboles en plena noche''. Aparcó las aspiraciones y la gran pantalla y, para no olvidarse de vivir, arrancó una moto prestada y recorrió Centroeuropa. Hizo amigos para siempre y, respirando libertad, dejó de luchar contra sus demonios para comenzar a bailar con ellos. Le fue bien. Encontró ''una gran herramienta para la supervivencia e incluso para la felicidad: el humor en la sabiduría y la sabiduría en el humor''. Con la perspectiva de la distancia aprendió a valorar ''el optimismo norteamericano, la oportunidad, la resiliencia, nuestro coraje''. También a detectar que ''somos demasiado arrogantes, que a veces nos supera el miedo. Tratar de proteger nuestra individualidad en detrimento de nuestro colectivo, no es seguramente lo mejor de nosotros''.
Rendido a las dotes actorales de Paul Newman, regresó a EE. UU. y quiso ser también El más salvaje entre mil, su película favorita. Durante unos años tuvo que conformarse con aceptar todos los papeles que llegaban a sus manos y con llamar a una perra malherida, que adoptó, como al legendario Hud con los ojos más azules del celuloide. También se dio el capricho de tener una caravana para, de vez en cuando, dejar atrás las colinas de la Costa Oeste y Perderse en diez días, olvidarse por un rato de Planes de boda, de su Novia por contrato y hasta de Los fantasmas de mis exnovias.
Entre rodajes, idas y venidas, fumó peyote, tocó los bongos, entonó las canciones de los Black Pumas, que no se cansa de escuchar, y vivió con una tribu que recolocó el orden de sus prioridades. Tratando de recuperar eslabones perdidos rechazando la nostalgia, volvió a su pueblo, pero acabó maldiciendo los abusos policiales y periodísticos que, ''con mucho ánimo de lucro y la falsa acusación de alterar el orden público'', le sacaron una noche de su casa, como su madre le trajo al mundo, y de un barrio en el que había encontrado el anonimato y la paz.
Greenlights
Con las dos caras de la moneda que paga la mercancía de la vida, convertirse en True detective le acercó a uno de sus mejores amigos, Woody Harrelson. También le libró de ''la cansina etiqueta de galán'' como heredero de las comedias románticas de Hugh Grant en las que siempre se tenía que quitar la camiseta en la playa, pero con las que se pagó ''el alquiler de las casas de la playa donde era yo quien decidía quitarme la camiseta''. Años empañados por el espejismo de la borrachera creciente de la fama a la que no le encontraba la vuelta: ''Disfrutaba de poder poner, al fin, gasolina súper sin plomo en mi pickup, pagar la cuenta cuando salía con mis amigos, conseguir pases entre bastidores y trabajar con gente con tanto talento. Intentaba seguir siendo un caballero y aceptar el caviar, los buenos vinos y los 'te quiero' con elegancia, pero sentía que todo aquello no era yo''. El mundo se convirtió en un espejo: ''Gente desconocida se acercaba a tocarme y me hablaba como si me conocieran muy bien. Todo el mundo tenía una biografía preconcebida sobre mí en aquel momento''.
Las primeras impresiones honestas eran cosa del pasado. Ese cheque ya había sido cobrado incluso en su propia familia: ''Me aseguraba de llamar a mi madre todos los domingos. Solo que la persona a quien llamaba ya no era mi madre. No era mi madre quien me escuchaba. No era mi madre quien hablaba con su hijo. Era una mujer que estaba más enamorada de mi fama que yo. Eso se hizo especialmente evidente cuando una noche recibí una llamada de un amigo y me dijo que pusiera el Canal 7. Ahí estaba ella, en la televisión estatal, hablando a la cámara que la seguía por toda nuestra casa en una visita guiada hasta llegar a mi cama donde contaba que era allí donde perdí la virginidad con quince años, con qué chica había sido y todos los detalles que recordó y otros que se le pasaron por la cabeza... Tristemente, la relación con mamá fue extenuante los ocho años siguientes''. Con una carrera consolidada y ''los pies más firmes en el suelo, finalmente dije 'a la mierda' y aflojé las cuerdas con ella. Mi madre había entrado en una edad en la que pensé que tal vez debería dejar que se divirtiera todo lo que quisiera. Y sigo haciéndolo hasta hoy. Tiene ochenta y ocho años, le encanta la alfombra roja, dar entrevistas y decirle al mundo que ella 'sabe de dónde me viene'. De ella. No le falta razón''.
Menos preocupaciones, pero también mucho esfuerzo, supuso para el actor de El chico del periódico, Magic Mike e Interestelar meterse en la piel del seropositivo Ron Woodroof en Dallas Buyers Club: comiendo solo verduras y pescado perdió veintidós kilos en seis semanas. Con menos fuerza, pero sintiéndose más fuerte, le quedaron los suficientes huesos para levantar un Oscar y un Globo de Oro después de veinte años de profesión. También para crear una fundación que forma a chicos en riesgo de exclusión ''y sin posibilidad de escalar para divisar otros mundos''.
El reconocimiento de la Academia, la factura de sus interpretaciones y tener su estrella en el Paseo de la Fama le han permitido apostar ''por películas independientes y más exigentes''. También poder rechazar un proyecto de catorce millones y medio de dólares, defender un guion que escribió sobre la vida del Presidente Jimmy Carter que no se resigna a dejar dormido en un cajón, ''aunque a Hollywood estos temas no le interesen mucho'', irse al desierto para reencontrarse con sus diarios de infancia y juventud y escribir su libro Greenlights para oírse pensar: ''Llevo en esta vida cincuenta y un años, cuarenta y dos intentando resolver su misterio y he escrito diarios con pistas para solucionar este enigma los últimos treinta y dos. Nunca he escrito cosas para recordar, siempre lo he hecho para poder olvidarlas. También para divertirme, para hacer menos daño a las personas, para hacerme menos daño, para ser un buen hombre, para conseguir lo que quiero, mi equilibrio, ser más yo''.
Como cuando era un crío, pero con alguna cana, encuentra la mejor versión de sí mismo subido a su casa del árbol cada vez que se escapa de la mansión de Malibú que comparte, desde hace quince años, con Camila Alves. También con sus tres hijos que llevan primero el apellido materno porque ''me parecía justo que continuaran esa antigua tradición brasileña que reconoce el valor incomparable de las madres''. Recuperando la libertad del niño que solo se fijaba en la luz desechando las sombras, se pierde con frecuencia en su caravana, desde la que despide su Playlist, recomendándonos La Balada de Curtis Lowe de Lynyrd Skynyrd ''para envolver de magia las noches de verano con los coros de los grillos''.
Apostado en una colina desde la que nos muestra la inmensidad de un valle cuyo nombre prefiere reservarse, hoy, como cada vez que se reencuentra consigo mismo, dormirá al raso, arropado por la fidelidad de su perra, para continuar guiándose por luces en la oscuridad: ''Como pueblo, hemos perdido la verdadera frecuencia del mundo. Creo que la definición de éxito que le vendemos a la gente está fuera de lugar, especialmente en EE. UU. Aquí el triunfo se resume en ser famoso y tener dinero. No creo que esos dos factores deban estar en los primeros puestos de la lista. Creo que inherentemente han acabado ahí porque es la errónea forma en la que hemos manejado el capitalismo. Todos queremos ser relevantes, pero deberíamos preguntarnos: ¿relevantes para qué?''.