“Ya nadie puede decir que no fueron asesinados”, dice Bernardo, mirando los huesos que asoman de la tierra. Ojalá alguno sea su padre, piensa. Porque un puñado de familias de Olivares (Sevilla) busca a siete asesinados por el franquismo en el cortijo Casa Buena. Y los arqueólogos han hallado los primeros restos óseos humanos con evidencias de muerte violenta en el pueblo vecino de Salteras.
A pie de fosa brotan frases que desgarran. “Déjame con mis heridas y sigue tú con tu victoria”, decía Julián el Comunista, uno de los asesinados. Él también hubiera buscado a su padre. Hoy el testigo de la memoria lo tiene su hijo, que porta el mismo nombre y una decisión calcada: “Esto son derechos humanos, y crímenes contra la humanidad, y los familiares tenemos derecho a darles un entierro digno”.
Los golpistas secuestraron y mataron a tiros a los siete de Olivares entre el 24 y el 25 de agosto de 1936. Eran Brígido Blanco Pallarés, padre de Bernardo, y Manuel González Mariscal, abuelo de Julián. Y José Román Delgado, Juan Pallarés García y Fernando Cotán Salado. O el entonces alcalde, Victoriano Rodríguez Delgado, y el secretario del centro socialista, Anastasio Cortés.
“Eran personas destacadas, con una simbología política bastante importante, y en pleno agosto del 36, una vez tomadas estas localidades, los quitan de en medio”, resume de forma gráfica el arqueólogo Jesús Román, que dirige los trabajos en el cementerio municipal de San Carlos de Salteras. La excavación quedó aprobada por la extinta Dirección General de Memoria Democrática de la Junta de Andalucía durante la pasada legislatura y cuenta con la colaboración del Ayuntamiento de Salteras.
Los siete de Olivares forman parte del extenso listado que la represión franquista dejó en Sevilla: en torno a 14.000 muertos, 4.500 sepultados todavía en el cementerio de la capital de Andalucía. Todo, en una provincia sin guerra. Y en una región con un tercio de las víctimas de toda España y que, por sí sola, supera a dictaduras como las de Argentina y Chile juntas, con al menos 45.566 personas arrojadas a 708 fosas comunes.
Ya nadie puede decir “que era mentira”
Bernardo Blanco tiene 83 años. Nació en 1935. Tenía 14 meses de vida cuando los fascistas españoles mataron a su padre, Brígido. “No lo conocía y mi hermana nació después, tenía cinco meses en la barriga de mi madre”, de Francisca Díaz González, que de la noche a la mañana quedó viuda y con otra criatura en camino.
Bernardo reconoce que en casa “no me han contado nunca nada”. Era, dice, “una época complicada para hablar de eso”. Pero en el pueblo escuchaba historias. Y le contaban. “Los hombres mayores, los que son de un lado y de otro, siempre cuentan algo. Lo iba escuchando en el pueblo, se sabía todo lo que pasó”.
En el mismo pueblo de donde “eran los gatilleros”, afirma. Los que apretaron un gatillo para acabar enterrando a las personas de las que ahora asoman unos huesos recién recuperados de la tierra albariza del Aljarafe. Pero no hay hueco a la venganza. Conoce a familiares de aquellos… “y son amigos míos”, firma.
Con una cosa clara, subraya Bernardo: “Sí, había gente que decía que era mentira. Esto es verdad. Ya nadie puede decir que no fueron asesinados”. El suceso quedó recogido en el libro Salteras 1936. Una historia silenciada, del historiador José María García Márquez. La fosa, tan real, fue excavada a las afueras del cementerio. Justo junto a la tapia trasera. Hoy está dentro, tras las obras de ampliación realizadas en los años 70.
“Abuela, me lo has contado 100 veces”
“Abuela, si ya me lo has contado 100 veces. Y las que haga falta, para que no se te olvide”, recuerda Julián González. Su abuela se llamaba Pepa Suárez Fernández. Y vivió el asesinato de su marido, Manuel, “que tendría entre 23 y 27 años”. Pepa rehízo su vida “y tuvo otros seis hijos”. Del primer matrimonio, solo Julián, al que en el pueblo acabaron apodando El Comunista.
“Pero mi abuela nunca nos ocultó la historia. Siempre nos dijo que lo habían asesinado. Que trabajaba en el campo y que estaba en un sindicato de trabajadores. Y fueron a buscarlo donde estaba y ya está”, narra Julián, que heredó “el carro de la Memoria” de su abuela y de su padre.
“Mi padre se llamaba Julián González”. Ahí el hijo de El Comunista se rompe. “Mi padre dedicó gran parte de su vida a esto”. Tiene que parar. Llora. “Me emociono…”, avisa, como si tuviera que disculparse por algo. “Recuerdo una foto que guardaba mi abuela Pepa”.
Al lado, el equipo arqueológico sigue perfilando la fosa donde los utensilios arañan la tierra para ir desenterrando la historia de un país desmemoriado. Una nación de rojos y azules, para algunos, donde otros solo viven cultura de paz.
“En casa no ha habido espíritu de revancha”, asevera. Cuando a Julián El Comunista le decían fulano fue el que dio el chivatazo, mengano el que le pegó el tiro, contestaba: “Cualquiera sabe cómo le obligaron y lo que tendría que pasar ese hombre también”. Nunca alimentó el deseo de venganza.
Pero cuando le decían 'Julián, hay que perdonar', respondía sin titubeos: “Sí, yo estoy dispuesto a perdonar, pero a ver cuándo viene un hijo de la gran puta aquí a pedirme perdón, que le voy a perdonar, pero por qué no viene, dónde están los que van a pedirme perdón”. O al clásico ‘abrir heridas’, argumento del franquismo sociológico que destrozaba con “las heridas son mías y si a alguien le duele no le va a doler más que a mí, seguro. Déjame a mí con mis heridas y sigue tú con tu victoria”.