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“Al volver a casa sola y de noche saco el móvil y me pongo capucha por miedo a una agresión”

“¿Qué haces tan sola a estas horas?”, “¡Vaya cuerpazo tienes!”, “¿Por qué no me dejas acompañarte a casa?”. La escena es habitual: una mujer vuelve sola a casa tras una noche de fiesta y se le acerca un chico que comienza a hacerle este tipo de comentarios. Ella se siente incómoda, pero él continúa. Acelera el paso y saca el móvil, se asegura de que tiene las llaves en el bolsillo. Finalmente él la deja en paz y llega a casa. Solo después de cerrar la puerta y coger el ascensor se siente segura. No hay agresión física, pero el episodio revela una realidad a la que las mujeres son sometidas en dos ámbitos muy determinados: la noche y la calle.

Algo similar a lo que, según la EMT y el Ayuntamiento de Madrid, ocurrió el pasado sábado en un autobús, donde dos chicas fueron acosadas por un grupo de chicos que, después, agredieron al conductor. No obstante, la Policía aún investiga los detalles de los hechos para esclarecer qué ocurrió exactamente. Aún así, solo hace falta mantener una conversación con un grupo de chicas para darse cuenta de que se trata de un episodio habitual. Persecuciones, miradas, comentarios incómodos, tocamientos en espacios de fiesta, insinuaciones cada vez menos respetuosas... Son algunas de las agresiones que viven ellas al transitar por el espacio público. 

No responden a lo que normalmente la sociedad asocia con una agresión nocturna: la violación, y que es una de las máximas expresiones de la violencia de género, pero se trata de violencias invisibilizadas que, a pesar de su sutilidad, no dejan de ser graves. Es la conclusión a la que llegan la mayoría de expertas, que insisten en que debe englobarse en la llamada violencia simbólica, aquella que perpetra el dominador de forma indirecta, no física, en contra de los dominados, que no suelen ser conscientes de ella, según la definición del sociólogo francés Pierre Bourdieu.

El miedo condiciona a las mujeres

Hace casi un año, Ana Murillo vivió una de estas experiencias que posteriormente relató en este artículo publicado en la revista Píkara. Acababa de coger un taxi para volver a casa de madrugada. Después de un rato, el conductor comienza un interrogatorio sobre sus relaciones sexuales y, progresivamente, le hace comentarios cada vez más incómodos para ella. Eso sí, tono amable y entre risas. “¿Eres morbosa?”. “No sé qué quieres decir con eso”, le contesto. “Sí, que si te gusta jugar, inventar personajes”. “No”, le digo. “Bueno, piénsatelo, si quieres mi teléfono… No te voy a defraudar… A cualquier hora… Como si me dices ahora mismo que paremos el taxi y te la clavo ahí…”

Ana, de 38 años, se sentía incómoda, había dejado de sonreír y solo quería llegar a casa. “No atiendo totalmente a lo que dice porque mi cabeza y mi cuerpo están en guardia”, escribía. Ana reconoce que este tipo de agresiones son frecuentes: “Si preguntamos a nuestras amigas, hermanas o compañeras de oficina, todas tendríamos experiencias que contar. A mí me han insultado por la calle, se ha acercado algún hombre con su pene fuera mientras se masturbaba, he tenido que empujar a hombres que se acercaban demasiado por detrás en el metro o el autobús”.

Experiencias similares cuenta otra chica, Alexandra Ramírez, que reconoce vivir “en un estado de alerta constante hasta cerrar la puerta del portal al volver sola”. Vive en un barrio madrileño al que llega siempre con transporte público y ante la percepción de inseguridad que le provoca la noche asegura que se siente mejor siguiendo ciertas estrategias. “Jamás voy con cascos, antes de bajarme del autobús suelo sacar el móvil y las llaves del bolso para tenerlas a mano, si voy andando y alguien va detrás, reduzco el paso hasta que me rebasa”.

Y es que el miedo a la agresión, afirma la socióloga y autora de una investigación sobre acoso sexual callejero Ane Agirre, “condiciona la toma de decisiones de las mujeres a la hora de escoger rutas para volver a casa o elegir dónde vivir”. Alexandra, de 27 años, sostiene que “cuando no me ha quedado otra que pasar por una calle que me da miedo he llegado a ponerme la capucha del abrigo o meterme el pelo por dentro”. La joven recuerda dos episodios especialmente ilustrativos. 

En una ocasión, un coche comenzó a reducir la velocidad al pasar por su lado. “Empecé a andar más rápido y comprobé que me estaba persiguiendo mientras el hombre se masturbaba”. La segunda vez fue similar. “Estábamos los dos en el autobús y se bajó en mi parada, una vez en el portal, mientras esperaba al ascensor, vi al chico, de unos 18 años, en la puerta masturbándose. No fui capaz de hacer nada más que volverme hacia el ascensor y apretar el botón como si fuera así a bajar más rápido”, dice. 

El aprendizaje de la indefensión

Estas violencias cotidianas se entremezclan con el miedo que siguen experimentando las mujeres a una agresión de tipo sexual. “Nos afecta a todas las mujeres por el hecho de serlo, no por haber sido víctima de algo así con anterioridad”, matiza Agirre. Ana cree que la sensación deriva “del sistema patriarcal que nos ha hecho interiorizar que podemos ser atacadas, interpeladas o agredidas en cualquier momento”. 

Las expertas corroboran que la sensación suele ser desproporcionada, aunque no infundada, en comparación con el número de violaciones perpetradas por desconocidos que se denuncian en España. “Esto responde a que nos han educado en el miedo a la violación, de forma que se pone el foco de atención en las mujeres, en vez de educarles a ellos para no violar”, dice la socióloga. Frases como “no salgas sola”, “ten cuidado por la calle”, “no te pongas esa falda” son repetidas frecuentemente por madres y padres preocupados que alertan a sus hijas de los peligros de la noche. 

Indicaciones bajo las que subyace el mensaje imperante de que la responsabilidad de no ser agredidas recae sobre las propias mujeres y que refuerzan el llamado aprendizaje femenino de la indefensión. “A ninguna nos han dicho 'hija, nunca vas a saber si el que se monta contigo en un ascensor es un agresor, pero cabe la posibilidad de que hagas lo que hagas te pueda agredir, es su culpa y si eso ocurre, la manera de defenderte es la siguiente”, apunta Ana.

A esta conclusión llegó tras el desagradable episodio del taxi. “¿Por qué siento que perdí el control, que me dejé arrastrar a un terreno que no quería y no fui capaz de verbalizarlo?”, se preguntaba entonces. “Hemos sido socializadas en la sumisión, sin haber aprendido herramientas de autodefensa o empoderamiento, por lo que la mujer acepta pasivamente que un hombre irrumpa y posea su cuerpo, su intimidad o su espacio de diferentes maneras”, explica.

El psicólogo Rubén Sánchez opina que “ahí está la fuerza del agresor, en saber que no se va a defender”, dice vinculando esta percepción con las imágenes tradicionales en medios de comunicación, series o películas, en las que “la mujer aparece como un ser indefenso”. Ello sin obviar la educación de los hombres que, afirma, “no somos conscientes de que esto es un privilegio y debemos renunciar a él intentando alejarnos de ese posible estado de intimidación”. Por ejemplo, “cambiándonos de acera, no caminando justo detrás de ella...”. “Hay hombres que se desvinculan de este tipo de violencia porque nunca han agredido a una mujer, pero deben darse cuenta de que no se trata de un hombre concreto con nombre y apellidos, si no de lo que tú, como hombre, simbolizas”.