España viven una situación paradójica con el carbón. La UE ordenó que para el 31 de diciembre de 2018 las minas nacionales estuvieran cerradas. Y se cumplió. Pero las centrales siguen operativas –aunque está ya previsto el cierre de la inmensa mayoría de las centrales que quedan en España–, y por supuesto necesitan carbón para operar. De algún sitio tiene que salir.
En el caso de España, esos sitios son Colombia, Rusia, Indonesia y Sudáfrica, principalmente. Y, según Greenpeace, el coste que pagan las poblaciones locales por la extracción de cabrón para exportar es alto. “Tiene altos costes para la salud, el medio ambiente y los derechos humanos de sus habitantes. La represión, la persecución, las amenazas y la violencia a las comunidades acompañan la extracción de carbón”, asegura la ONG en su informe Heridas del Carbón, que ha hecho público este lunes.
En España, el 14,1% de la producción eléctrica procede de centrales térmicas, según Greenpeace. Para ello se importaron 16.435.474,33 toneladas de carbón en 2018. Esta actividad generó casi 40 millones de toneladas de CO el pasado año.
El principal proveedor español en 2018 fue Indonesia, de donde importamos más de un cuarto del carbón que utilizamos (un 27,34%). Le siguieron Rusia (22,48%) y Colombia (21,17%). En los últimos años, a estos actores se sumaban Sudáfrica, Alemania, Países Bajos y Francia, que a su vez lo importaban de los mismos países que España.
Pagar un precio muy alto
Pero la extracción afecta gravemente a ciudadanos de estos países. “En lugares remotos de Indonesia, Rusia, Colombia y Sudáfrica hay personas que pagan un precio muy alto por la energía contaminante que se genera en centrales térmicas de carbón de España y Europa”, asegura Greenpeace.
El problema añadido, continúa la organización, es que todo esto ocurre “con el apoyo de las autoridades, que se amparan en el mantra del desarrollo económico del país”, pese a que el desarrollo “no se produce en las comunidades donde se instalan; allí las promesas de las mineras se convierten en problemas”.
La vida de Yana Tannagasheva ejemplifica el problema en Rusia. Esta indígena, del pueblo shor, en la región de Kemerovo (Siberia), uno de los grupos étnicos minoritarios del país, con una vida muy pegada y dependiente de la tierra, ha visto cómo “con la llegada de las primeras compañías del carbón, el pescado comenzó a desaparecer. El agua se volvió inadecuada para beber, las minas devastaron los terrenos de caza”, relata.
La situación se agrava por otras circunstancias, explica Greenpeace: por ejemplo, que las compañías extractoras explotan el carbón lo más cerca que pueden de los pueblos porque es más barato. “En muchos casos, la mina ha llegado hasta las localidades, obligando a la gente a ser reubicada o a quedarse escuchando las explosiones a lo largo del día”, según explican activistas locales.
En la otra punta del planeta, en Colombia, la situación es muy parecida. “En general, las inversiones de minería se hacen sin el consentimiento de la gente y ese es el punto crítico: cómo se insertan estas actividades sin informar a la gente (...). Bajo el discurso del desarrollo económico del país, la gente local rara vez se beneficia”, ilustra Alejandro Parellada, experto en Derechos Territoriales y Gobierno Indígenas Autónomos del Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígencas (IWGIA).
El ejemplo más sangrante para Greenpeace está en La Guajira. “Está la mina abierta más grande del mundo. Allí está la comunidad Wuayú, que se está viendo exterminada por la mina de Cerrejón. Es una mina que gasta al día más de 30 millones de litros de agua mientras que la gente se está muriendo de sed”, denuncia Diego Alejandro Rojas Fonseca, del colectivo Arbelaez. Expropiaciones de tierra, contaminación del aire o pérdida de suelo agrícola llegaron de la mano de la minería.
Una mina en el paraíso
En Indonesia, los Dayak Basap llevan siete generaciones viviendo en una granja de selva de 300 kilómetros. Hasta hace poco vivían de la caza de ciervos y jabalíes y de cultivar arroz y verduras en un fértil suelo. Todo es más difícil ahora.
En los últimos 15 años, la producción de carbón en el país ha aumentado exponencialmente favorecida por un crecimiento caótico, dice Greenpeace, de la concesión de licencias. Con esta expansión llegó la corrupción, la minería ilegal, la deforestación, reclamaciones por la tierra o la esterilidad del terreno.
“Las comunidades afectadas no sabían nada de la capacidad destructiva de las minas de carbón. Las empresas que se reunieron con las comunidades locales nunca les hablaron de los daños, solo de que les iban a dar trabajo y bienestar”, explica Alwiya Shahbanu, un activista del país. Su ONG, Jatam, calcula que el 43% de la superficie de la zona de Kalimantan Oriental ha sido entregada a empresas mineras.
En Sudáfrica la minería no es cosa nueva. En parte es responsable de que sea el país más potente económicamente del continente. Allí las violaciones de derechos humanos se repiten, asegura Greenpeace. “Falta información a las comunidades locales, desplazamientos sin compensación, persecución y daños ambientales con afecciones directas en la salud de los habitantes”, denuncia la ONG.
Las propuestas
Pero Greenpeace no solo denuncia y afea. La organización concluye su informe con una serie de recomendaciones dirigidas a todas las partes: desde las empresas y países de origen hasta las compañías y gobiernos de las naciones importadoras.
A los exportadores, la ONG les propone que establezcan un marco normativo “que incluya estándares obligaciones en temas de transparencia y acceso a la información”, uno de los principales escollos que se ha encontrado la organización a la hora de recabar información.
También les pide que protejan y promuevan el goce efectivo de los derechos humanos de las comunidades que sufren los impactos negativos del negocio del carbón y que se establezcan mecanismos efectivos de reparación de los abusos que se puedan cometer. Además, solicitan que se analicen sistemáticamente los niveles de contaminación ambiental y que se aceleren los procesos de rendición de cuentas. Y todo ello sin perder de vista el objetivo final de implementar un modelo energético 100% renovable y democrático.
Al Gobierno español, Greenpeace le pide que fije una fecha vinculante para acabar con la producción de electricidad con carbón, que cierre las centrales térmicas que no se han adaptado a la normativa europea para 2020 y que vigile que las que sigan operando cumplan con los límites de emisiones establecidos.
Para las empresas importadoras de carbón hay cinco peticiones: que asuman públicamente el compromiso de respetar los derechos humanos y el medio ambiente; que implementen procesos de diligencia debida para prevenir y mitigar los efectos adversos provocados por sus actividades; que utilicen su capacidad de influencia para prevenir las consecuencias las consecuencias negativas sobre los derechos humanos y contribuyan a una transición energética y que mejoren la transparencia e identificación de riesgos en la cadena de suministro del carbón.