La carrera por encontrar una vacuna o una medicina contra la COVID-19 ha provocado una inversión multimillonaria de dinero público para la investigación. Sin embargo, los fármacos que han ganado renombre de tratamientos prometedores, como el Remdesivir o el Tocinizulab, son moléculas ya conocidas y en producción cuyos dueños disfrutan de la exclusividad que les proporciona una patente. Esta dinámica pone encima de la mesa la cuestión sobre el acceso igualitario a las medicinas en una situación de pandemia mundial.
De hecho, una gran parte de los ensayos clínicos que buscan remedios contra el SARS-CoV-2 cuenta con fondos públicos. En EEUU, el 84% de los ensayos son no comerciales, en Europa la misma proporción de los estudios están liderados por universidades o centros públicos, según el registro de la Unión Europea.
Los Gobiernos están inyectando fondos en los estudios. Canadá ha puesto unos 180 millones de euros en proyectos públicos de I+D. Alemania los financia con 145 millones, Reino Unido con más de 200 millones. España ha comprometido, según el Ministerio de Ciencia, más de 30 millones de euros públicos.
La cuestión problemática se da cuando los ensayos desembocan o avalan productos protegidos por las leyes comerciales y de propiedad intelectual. Aunque existen ya iniciativas que tratan de garantizar que la investigación revierta en tratamientos accesibles para todos –como el amparado por la OMS y la Fundación de Bill y Melinda Gates– los fármacos que han ido acumulando titulares como potenciales curas eran marcas registradas.
Las expectativas generan beneficios
Estas semanas el antiviral de la compañía Gilead, Remdesivir, ha protagonizado una montaña rusa. La Organización Mundial de la Salud publicó, brevemente, unos resultados sobre un ensayo chino con esta molécula que mostraban escasos resultados en pacientes de COVID-19. La farmacéutica, que cayó en la bolsa, respondió inmediatamente a las informaciones y los datos fueron despublicados. Gilead había experimentado un fuerte empujón en su cotización cuando se anunciaron los primeros indicios de que su producto podía funcionar.
Días más tarde, la compañía informó de que tenía resultados prometedores en otro estudio a cargo del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de EEUU (NIAID), incluso antes de que la propia institución hablara. Los resultados no han sido revisados o aceptados todavía por una publicación científica. El comunicado de la NIAID hablaba de que aceleraba la recuperación de pacientes graves. Otra vez, arriba las acciones. Pero, horas después, apareció, esta vez sí revisado y bajo el paraguas de The Lancet, un estudio que aseguraba que el Remdesivir no aporta beneficios clínicos significativos. Cotización a la baja de nuevo.
“La empresas tienen sus estrategias de marketing y obtienen beneficios solo con la creación de expectativas”, cuenta Vanessa López, presidenta del movimiento Salud por Derecho. En este sentido, la empresa Roche ha visto subir sus acciones, primero, al obtener permiso para probar un test de coronavirus en EEUU el 14 de marzo. Luego recibió otro empujón bursátil el 17 de abril al anunciar que tenía una prueba serológica para la COVID-19. “Por eso las autoridades públicas tienen que ser muy cautelosas a la hora de conceder autorizaciones y hacer compras de productos”, incide López.
Este jueves se publicitó que un estudio clínico llevado a cabo en la red de hospitales públicos de París ofrecía “resultados alentadores” en el uso del tocilizumab, un inmunodepresor de la misma multinacional suiza, con enfermos de COVID-19. Estos dos fármacos, de Roche y Gilead, fueron diseñados y se producen para otras patologías.
El Remdesivir, contra el ébola (aunque no había culminado su proceso de autorización). El tocilizumab, para trastornos autoinmunes como la artritis reumatoide. Esto ha hecho que un grupo de investigadores de la Universidad de Liverpool, el Imperial College de Londres, la Universidad de Howard y el Instituto Burnet de Australia haya señalado que, si la utilización de fármacos ya existentes se demostrara eficaz contra la COVID-19, “podrían producirse, y dar beneficios, a muy bajo coste, por mucho menos de su precio comercial actual”.
Consciente de que esto es un problema, la Comisión Europea inicia este lunes 4 de mayo una campaña para captar 7.500 millones de euros destinados a la prevención, diagnóstico y tratamiento de la pandemia. “Necesitamos una vacuna”, decía la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen. “Necesitamos producirla y desplegarla por cada rincón del mundo. Y tenerla dispuesta a precios asequibles”, remataba la política alemana.
Vanessa López entiende que si los fármacos que se demuestren útiles contra la pandemia han recibido fondos públicos, “los gobiernos deben poner las reglas de juego para saber cuánto se ha invertido y hallar así un precio razonable que no se base en una patente de exclusividad, de modo que los tratamientos puedan llegar a toda la población”.
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