El día en que Paloma Recio Meroño entró por la puerta del hospital, el Consejo de Ministros estuvo reunido siete horas para declarar el estado de alarma que cambiaría nuestras vidas. Lo que parecía impensable fue anunciado por Pedro Sánchez aquel sábado 14 de marzo, y solo unas horas después se confinaría totalmente a toda la población ante la explosión de casos de COVID-19. Paloma no llegó a verlo; fue entubada y trasladada a la UCI, donde estuvo más de 20 días entre la vida y la muerte. Han pasado desde entonces 22 meses y España ha atravesado seis olas, ha vacunado al 90% de sus ciudadanos y ha alcanzado los diez millones de contagios.
Esta mujer de 63 años es uno de los rostros que hay tras la cifra que ha notificado el Ministerio de Sanidad este martes. “Era tan al comienzo que no se sabía nada. No conocía a nadie contagiado, no había mascarillas... Fui a Urgencias cuando ya no podía más, pero sin pensar que sería coronavirus. Le dije a mi pareja, Gustavo, que me esperara fuera con el abrigo y me lo diera después, pero ya no salí”, cuenta desde el sofá de su casa, que está justo frente al imponente Hospital de La Princesa de Madrid, en el que estuvo ingresada. Si cruza la calle, está en su puerta principal, y desde la ventana del salón ve la ventanas de las habitaciones.
Ella se contagió en plena primera ola, la más devastadora en términos de enfermedad y muerte, aunque no sabe cómo ni cuándo. Salió del hospital el 6 de abril, un día en el que se reportaron 637 fallecimientos.
La situación es ahora diferente. Se siguen notificando muertes e ingresos, pero en menor medida que entonces debido al efecto amortiguador de las vacunas. Eso sí, tal y como se puede ver en el siguiente gráfico, si distribuimos los diez millones de casos en cada una de las seis olas, casi la mitad, el 48%, se han diagnosticado en esta última, aunque hay que tener en cuenta que en la primera apenas se detectaban y solo se hacía prueba a los casos más graves.
Manuel Novoa es uno de estos últimos diagnósticos. Tiene 15 años, acaba de pasar la COVID-19 por segunda vez y la semana pasada le diagnosticaron COVID persistente. La primera vez que contrajo la infección, el pasado mes de julio, todavía no estaba vacunado. Los síntomas fueron más intensos, recuerda, pero las secuelas de la variante ómicron, en su caso, han sido peores. “He notado mucha diferencia. La primera vez tuve 38,5 de fiebre, no tenía ni gusto ni olfato y tenía el cuerpo reventado”, relata este vigués, que el año que viene empezará a estudiar el Bachillerato de Ciencias Sociales.
Desde finales de noviembre, ómicron ha recorrido el planeta dejando a su paso un reguero de contagios. Esta variante, mucho más contagiosa, aunque menos letal, ha supuesto un antes y un después en el transcurso de la pandemia, que parecía controlada por el buen ritmo de la campaña de vacunación. La avalancha de contagios en Navidades fue un nuevo batacazo.
La segunda vez que Manuel dio positivo fue el día de Nochebuena. “Con ómicron solo estuve un poco cansado, con algo de fiebre y dolor de cabeza”. Sin embargo, lo peor llegó más tarde. Semanas después de dar negativo por coronavirus, algunos días sigue levantándose con dolor de cabeza, cansancio y fiebre. Los síntomas van y vienen durante el día, relata, y ahora le cuesta concentrarse y dormir.
Ni la franja de edad a la que pertenece Manuel ni la de Paloma son de las que mayor proporción de infecciones han aportado al total, pero sus casos demuestran que durante estos casi dos años de pandemia, los contagios han alcanzado a todos los grupos de edad, aunque no en la misma medida. La enfermedad grave ha golpeado con mucha fuerza a los mayores y personas vulnerables, mientras que los casos se han concentrado fundamentalmente entre los 20 y los 49 años, como muestra el siguiente gráfico.
Del colapso a las vacunas
A Paloma la experiencia que vivió en la UCI le ha marcado la vida. Hoy mira por la ventana desde la que su pareja salía a aplaudir a los sanitarios y a estar lo más cerca posible de ella mientras estaba ingresada y siente un agradecimiento que apenas puede explicar con palabras. “Antes no me pasaba, pero ahora después de que me hayan salvado, me encuentro muy a gusto viendo el hospital todos los días. Para mí ellos son mi familia”, dice en referencia a las médicas y enfermeras que la trataron y cuidaron. Gustavo sigue saliendo a la ventana casi todos los días, como hacía entonces. “Cuando yo ya podía coger el teléfono me decía: no te veo, pero estoy aquí cerca...”, recuerda Paloma, que ha enmarcado dos fotos que tiene de su paso por el hospital. En una aparece ella rodeada de los sanitarios; la otra la hizo desde su cama, a la que miraban de frente quienes le salvaron la vida.
Dentro, la situación era entonces de colapso. Fueron los primeros momentos de la pandemia, cuando el virus saturó los centros sanitarios. “Yo lo que veía era muchísimo movimiento, sacaban a una persona, se la llevaban a otro sitio...y así constantemente”, dice la mujer, de 63 años. Las siguientes embestidas del virus no fueron como la primera, pero la tensión en los centros sanitarios nunca se ha ido. Si reducimos el número de ingresos desde el inicio de la crisis a 100, podemos ver en el siguiente gráfico que la mayoría, casi la mitad, se produjeron en la primera y la segunda ola. En la última, se han registrado el 12% del total.
Por su parte, los fallecimientos de la primera ola, el 32% del total, superan con mucho a los de las demás, aunque aún siguen registrándose cifras elevadas. Progresivamente, a medida que las vacunas se han extendido, la enfermedad grave ha ido reduciéndose. A Manuel le tocó vacunarse el pasado 1 de septiembre, poco antes del comienzo de las clases, ocho meses después de que comenzara la campaña de vacunación en España, que arrancó el 27 de diciembre de 2020. Desde entonces, han recibido la pauta completa un 80,8% de los españoles y el 45,4% una dosis de refuerzo. A estas alturas, el 93% de los jóvenes como Manuel, de entre 12 y 19 años, ha recibido al menos una vacuna contra el coronavirus.
La campaña de inmunización ha incidido directamente en la reducción de las cifras de mortalidad en España, tal y como demuestran los datos. La quinta y la sexta ola (la que se produjo en verano y en la que todavía estamos inmersos) han dejado cifras de contagios muy superiores a las anteriores, pero la mortalidad alcanzada no es comparable a la de ningún otro momento de la crisis sanitaria. Entre la quinta y la sexta suman un 13% del total de muertos durante toda la pandemia. Por hacer una comparativa, en la primera ola se produjeron el 32% de los decesos registrados hasta la fecha.
Durante los veinte días en los que Paloma estuvo ingresada, nueve los pasó dormida. La intubaron con una neumonía bilateral que estaba paralizando sus pulmones y entonces pensó, convencida, que se iba a morir. El despertar no fue fácil, sufrió alucinaciones y “un infierno” hasta que pudo volver a casa, aunque también la compañía y el cuidado de los profesionales sanitarios. Y todo ello, alejada de su familia, otro de los rasgos que ha marcado la pandemia: sin visitas, sin información, a pesar del esfuerzo de los sanitarios, que estaban al límite, y en aislamiento domiciliario. “Es la mayor pesadilla de mi vida”, contaba entonces Bárbara, la hija de Paloma, a este periódico.
“La soledad es lo peor, por eso te agarras tanto a los profesionales y a quienes tienen cerca, que te cuidan con sus miradas y sus gestos también”, cuenta la mujer, que recuerda a la médica intensivista que avisó a su familia una vez despertó. “Vino sin el EPI y guardando la distancia me dijo que ya había hablado con ellos. Me emocionó tanto que alargué el brazo como para darle la mano y me dijo que lo sentía, pero que no podía ser porque se había desvestido. Diez minutos después vino con el traje colocado para poderme dar la mano y estar conmigo un rato”.
Una pausa demasiado larga
Diez millones de casos y 22 meses después, los casos de Manuel y Paloma muestran esa cara de la pandemia que aún no se ha ido. “Di positivo en diciembre y un par de semanas después seguía encontrándome mal. Hoy, por ejemplo, estoy enfermo”, explica el joven al otro lado del teléfono. Algunos días no puede ir a clase y cree que todo esto va a repercutir en sus notas. Le cuesta concentrarse, estudiar y conciliar el sueño. Además le molestan mucho el ruido y la luz. “La mayor parte de los días estoy muy cansado; los médicos me han dicho que tengo que esperar”, cuenta.
Los científicos tratan de comprender por qué algunas personas sufren síntomas más prolongados después de padecer la enfermedad. Los efectos más comunes que se han identificado una vez superada la infección son fatiga, dolores de cabeza, trastornos por déficit de atención, caída de cabello, disnea y anosmia, entre otros. En una entrevista con este diario, el neumólogo Ferrán Barbé, coordinador del equipo que investiga los síntomas persistentes del virus del Centro de Investigación Biomédica en Red -dependiente del Instituto Carlos III- afirmó que “la mitad de las personas que pasaron la COVID siguen teniendo al menos un síntoma a los seis meses”.
A Manuel le gustaría tener más información sobre lo que le está pasando y saber si pronto se sentirá como antes. Quiere estudiar en el Instituto Nacional de Educación Física (INEF), pero reconoce que ahora mismo muchos días no puede hacer deporte. Aunque considera que la situación ya no se parece en nada a lo que sucedía hace dos años, espera en algún momento “volver a tener una vida como la de antes”. “Echo mucho de menos estar en un centro comercial con mis amigos tranquilo, sin estar pensando en si tengo la mascarilla puesta o tengo que mantener la distancia”, concluye.
Paloma, por su parte, sigue a día de hoy transitando el camino que les suele esperar a los pacientes de la UCI cuando salen. La dura experiencia no se reduce a lo que allí ocurrió. A los problemas que le ha dado la traqueotomía, para lo que está a la espera de la segunda operación, se suman las secuelas psicológicas y emocionales con las que aún batalla. “Me planteo cuándo se me va a quitar todo esto de la cabeza. Me vienen imágenes y flashes de lo que viví. Muchos momentos fueron fantásticos porque vi cómo me salvaban a mí y al resto, pero hay otros que tienen que ver con la angustia, los miedos y el terror”, explica la mujer.
Si mira atrás, al 13 de marzo de 2020, resume estos casi dos años en “una pausa que se alarga demasiado”. Es quizá una de las sensaciones más generalizadas, pero a ella y a muchos otros y otras, les ha cambiado la vida como nunca pensaron.