Paradoja cinegética en España: a menos cazadores, muchos más animales abatidos. El campo español está experimentando este fenómeno durante los últimos diez años ya que, aunque las licencias vigentes han caído un 16%, los cazadores han triplicado los ciervos, jabalíes, gamos, corzos o rebecos que matan cada temporada. Han pasado de acabar con 227.000 piezas de caza mayor en 2008 a las 639.000 cobradas en 2018, según los datos del Ministerio de Agricultura. Al entrar el país en estado de alarma por la pandemia de COVID-19, los cazadores han reclamado ser considerados “actividad esencial”.
España está ahora inmersa en plena temporada de caza mayor. Época de monterías y rehalas de perros que acosan a los grandes trofeos hasta los puestos de tiro. Una modalidad especialmente rentable de la caza comercial y deportiva cuyos trofeos se han multiplicado por tres. El avance de este nicho de negocio puede verse reflejado en el incremento de los permisos para las armas empleadas en las cacerías de ciervos o jabalíes: las armas largas rayadas han pasado de 329.067 a 348.803 entre 2017 y 2019, es decir 19.736 licencias más (un 6% en dos años), según una respuesta gubernamental al senador de Compromís, Carles Mulet.
Así que el volumen de estos grandes ungulados cobrados por los rifles se ha disparado entre 2008 y 2018. Los venados han pasado de 78.000 piezas muertas en un año a más de 144.000. Los gamos pasaron de 7.800 a 24.000. Los corzos muertos saltaron de 12.000 a 66.000. Las cabras montesas de 1.304 a 10.500, el muflón 5.000 a 13.000. Y sobre todo el jabalí: de 115.000 ejemplares abatidos a 373.000 diez años después. El valor económico atribuido en las estadísticas del Ministerio a todas las piezas de caza mayor cobradas en 2008 sumó 26 millones de euros. En 2018 fueron 56 millones.
Así que el mosaico es el siguiente: los cazadores bajan, año a año. En 2008 se expidieron 916.000 licencias. En 2018 fueron 769.000. Una caída del 16%. Sin embargo, cada vez hay más armas largas en uso. Y cada año, se han ido matando más y más grandes animales. En contraposición, las piezas de caza menor que son los conejos, las liebres y los zorros han disminuido de 6,3 a 6,1 millones de animales. Mención aparte merecen las aves de las que se cazaron 19 millones en 2018, un 3,4% más que hace una década. En total, para esas 769.000 licencias expedidas en 2018, se mataron 25,7 millones de animales. La Real Federación Española de Caza no ha ofrecido un análisis sobre esta situación tras ser consultada por eldiario.es.
Sin embargo, una de las argumentaciones aplicadas habitualmente por los cazadores para explicar el incremento en el volumen de la caza (además del impacto económico) es el llamado “control de poblaciones”, es decir, reducir el número de animales de estas especies para evitar daños agrícolas y ecológicos. De hecho, la RFEC acaba de reclamar al Gobierno que declare la caza “actividad esencial” para evitar las restricciones de movilidad asociadas al estado de alarma provocado por la COVID-19. Y esgrime “la gestión de las poblaciones cinegéticas”, según hizo público en un comunicado.
Están preocupados porque la prórroga del estado de alarma se solapa con casi toda la temporada cinegética. En cuanto el Congreso de los Diputados aprobó la duración de seis meses del decreto, el presidente de la RFEC, Ignacio Valle, afirmó: “Llegaremos hasta donde haga falta para que se declare la caza como lo que es: una actividad esencial. La caza protege los cultivos y evita daños. Dificultar su práctica es causar un desastre al campo español”.
Superpoblación de ungulados favorecida por la caza
Ciertamente, en la península ibérica se ha producido un aumento muy significativo de las poblaciones de venados o jabalíes. Las causas son múltiples, según recoge un reciente análisis de la Cátedra Parques Nacionales (que aúna al Organismo Autónomo y las universidades Politécnica, de Alcalá y Rey Juan Carlos): la disponibilidad de alimento debido al abandono rural, la ausencia de depredadores naturales y, precisamente, aspectos relacionados con el fomento de la caza mayor comercial: “La expansión de ungulados por el territorio como consecuencia de la rentabilidad de la caza mayor y una capacidad insuficiente de control poblacional por parte de los cazadores, en parte, provocado por una gestión intensiva de las fincas”. Es decir, la expectativa económica de organizar monterías y la manera de manejar las especies en esos cotos, facilitando alimentos y abrevaderos para las piezas, han contribuido a la sobrepoblación y sus perjuicios.
La especie que más ha medrado en este fenómeno, y más problemas acarrea, ha sido el jabalí. “Es el ungulado con la mayor distribución y densidad en la península ibérica, lo que representa un importante conflicto con las actividades humanas”, explica un estudio publicado este año en Problematic Wildlife y que aúna el trabajo de especialistas de la Universidad de Zaragoza, Tartu, Aveiro, Oviedo, Barcelona y el Instituto de Ecología del CSIC.
El estudio apunta que la gestión de la especie en el norte se ciñe a las cacerías y los vallados cuando “la densidad de población está más influenciada por factores medioambientales más que por la intervención humana”. Y en el sur de la península, esa gestión se basa en las monterías (declaradas Bien de Interés Cultural el pasado agosto por la Junta de Andalucía) que, al facilitar comida y agua a los animales para conseguir cacerías exitosas “favorecen el aumento de la densidad de población”. Cada año, los cazadores reducen entre el 20 y el 30% de las poblaciones de jabalí, según sus cálculos. Más de 370.000 animales en 2018.
Por esto, las conclusiones de la Cátedra Parques Nacionales, firmadas por una treintena de especialistas, aclaran que “la caza deportiva y comercial suele ir acompañada de prácticas que pretenden el mantenimiento de la actividad en el tiempo y no son compatibles con el control de poblaciones, como por ejemplo la alimentación suplementaria o la creación de infraestructuras ligadas a la actividad. Por todo ello, los criterios científicos para planificar el control de poblaciones de ungulados silvestres tienen que ser distintos a los que regulan la caza deportiva y comercial”.