Casi cuatro de cada diez mujeres asesinadas por violencia machista este año habían denunciado a su agresor

Cuatro días después del primer día de 2016 Mariana era asesinada por su pareja en el distrito madrileño de Hortaleza. El año aguantó poco sin ningún asesinato por violencia de género y aunque enero acabó convirtiéndose en el mes con más casos de 2016, ninguno de los sucesivos se libró. Tres en febrero, dos en marzo, otros tres en abril. Así hasta 44.

2016 cierra con el número más bajo de casos desde 2003, cuando se empezaron a contabilizar oficialmente, aunque se confirmaran los siete casos que el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad mantiene en investigación. De esta manera se elevaría a 51, uno menos que en 2012, el año que hasta ahora registraba la cifra más baja.

Pero de las 44 confirmadas, 16 habían interpuesto denuncia contra su agresor –ellas mismas u otros– y aún así acabaron siendo asesinadas. El porcentaje alcanza el 36,4%, es decir, casi cuatro de cada diez asesinadas por violencia machista este 2016 había acudido al juzgado o a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.

En los últimos cinco años este porcentaje había experimentado su pico máximo en 2014, cuando denunciaron 17 de las 54 víctimas (31,5%), pero en el resto la cifra rondaba el 20%. En 2012, por ejemplo, había denuncia en diez de los 52 casos (19,2%) y en 2015 en 13 de los 60 (21,7%).

Todas ellas habían roto el silencio, habían hecho en algún momento lo que las campañas que el Gobierno pone en marcha cada cierto tiempo les piden: denunciar. Las expertas no dudan del beneficio de hacerlo, pero “no podemos repetir como un mantra este mensaje si luego no podemos protegerlas adecuadamente”, apuntaba hace un par de meses la jueza Carla Vallejo.

Se refería al asesinato de Estefanía, que había interpuesto una denuncia contra su marido pero el Juzgado  de Primera Instancia e Instrucción nº 2 de Sanlúcar la Mayor le había denegado una orden de protección. El partido judicial al que pertenece ha denegado el 50,5% de las medidas de este tipo solicitadas entre 2010 y 2015, según datos del Consejo General del Poder Judicial.

La valoración del riesgo

¿Qué falla para que haya mujeres que denuncian ser víctimas de violencia machista y acaben siendo asesinadas? La magistrada Gloria Poyatos apunta a lo que llama “las brechas del sistema” y se centra en el ámbito judicial. Los prejuicios, la sobrecarga de trabajo o la falta de formación son algunas de las que nombra. Eso sin dejar de lado la dificultad de probar un delito que suele ocurrir sin testigos.

De las 16 mujeres que habían denunciado este año cinco renunciaron a continuar con el proceso. “La hostilidad del proceso judicial hace que muchas den marcha atrás porque se sienten cuestionadas y poco acompañadas”, apunta una psicóloga de un punto municipal de atención a víctimas de Madrid que prefiere no dar su nombre.

Para Luisa Velasco, que ha sido durante 31 años inspectora de la Policía Local de Salamanca, es fundamental la valoración de riesgo que hagan las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Es la puerta de entrada al sistema y de ello dependen las primeras medidas de protección. La evaluación la hace un programa informático con preguntas cerradas que determinan el nivel de riesgo –no apreciado, bajo, medio, alto o extremo–.

“Si yo recibo a una víctima y no estoy formada en perspectiva de género y en violencia machista no atenderé igual que si la tengo porque estas víctimas no son como otras”, ejemplifica Velasco. Son cada vez más las voces que piden que las primeras evaluaciones las haga un equipo multidisciplinar formado por profesionales de varias ramas para hacer un análisis integral.

“Una fría herramienta informática”. Así fue como el Sindicato Unificado de Policía calificó el sistema de valoración al mismo tiempo que solicitaba más formación y recursos para atender la violencia machista. “La sobrecarga de trabajo, la falta de tiempo y de medios hacen que muchas veces a estas víctimas no se las atienda como se debe”, puntualiza Velasco.

Una vez determinado el riesgo, se comienzan a implementar las medidas de protección. Al riesgo extremo se le aplica vigilancia permanente y al alto “de forma frecuente y aleatoria”. “¿Qué implica que tenga que colocar a una patrulla constantemente vigilando a alguien?”, se pregunta Velasco. “Medios y recursos, que no son suficientes actualmente”, prosigue.

Los prejuicios y la sobrecarga de trabajo

El atestado policial y la valoración del riesgo serán claves a la hora de que el juez dictamine si acepta o deniega las medidas de protección. El panorama es tan desigual dependiendo de unos juzgados u otros que dibuja un escenario en el que hay partidos judiciales que deniegan el 4% –como Cartagena– y otros el 80% –como Barcelona–.

“Los jueces no estamos exentos de los prejuicios machistas”, señala Poyatos, que insiste en la necesidad de una formación especializada en género. Su ausencia puede provocar que no se califiquen como situaciones de violencia las que sí lo son y se acabe dictaminando que se trata de un conflicto “de pareja” en el marco, por ejemplo, de un divorcio.

Muchos casos no se llevan en los juzgados especializados en violencia de género, que no están en todas las zonas, si no en los juzgados mixtos. En ellos un magistrado tiene competencias para ello pero además toca otros muchos temas. “Esto no fomenta la especialización y hace que estén sobrecargados”, afirma Poyatos.

El Tribunal Superior de Justicia de Andalucía lleva años llamando la atención sobre que el partido judicial de Sanlúcar la Mayor (que no tiene juzgados especializados en violencia machista) –en el que denegaron la orden a Estefanía– está sobrecargado y ha pedido al Consejo General del Poder Judicial que estos casos sean trasladados al juzgado especializado de Sevilla.

Por otro lado, los expertos aluden a una herramienta que no está muy extendida pero facilita el diagnóstico de las situaciones. Se trata del Protocolo médico-forense de valoración urgente del riesgo de violencia de género basado en que los jueces y juezas pueden acudir a los equipos multidisciplinares, formados por un forense, un psicólogo y a veces un trabajador social, para evaluar el riesgo.