Ella dice que está bien, aburrida, nada más; pero sus familiares observan preocupados que cada día habla menos, se despista más y muestra más desgana en sus ya escasas tareas diarias. Carmen, de 87 años, comenta las noticias con cierta distancia, como si ese virus solo afectase a otros, como si no fuese cosa suya, pero hace una semana apareció nerviosa en el salón para pedir, a gritos, acudir al médico. “Estoy fatal, tengo mucho dolor en el pecho, nos tenemos que ir al hospital”, urgió a su hija en su segunda semana de confinamiento. Una ambulancia acudió a su domicilio, los sanitarios la sometieron a un examen médico. No había nada. Era ansiedad.
Ella dice estar bien y rápido olvida (o aparenta olvidar) los momentos en los que no logra reprimir los pensamientos que, en realidad, no andan tan bien. Aquella noche Carmen (nombre ficticio) apenas durmió. Se despertó varias veces desorientada, angustiada, con pesadillas. Decidió levantarse a una hora a la que no acostumbra, no aguantaba dar más vueltas en la cama. Se sentó sola, en pijama, sobre el sofá de cuadros de siempre. Acudió a uno de los pocos refugios que últimamente encuentra en sus días de cuarentena: la radio.
“Alexa, pon Cadena Dial”. Es uno de sus descubrimientos de la cuarentena. Empieza a sonar una de esas canciones que logra memorizar. Carmen tararea. Mueve sus hombros. Vuelve la calma. No todo está bien, pero ahora puede volver a decirlo.
La ansiedad es uno de los posibles efectos del confinamiento en toda la población, pero la sobreexposición a la información sobre coronavirus afecta de manera particular a la salud mental de personas mayores, en niveles más altos si son dependientes o viven solas, advierte José Antonio Luengo, secretario de la Junta de Gobierno del Colegio Oficial de Psicología de Madrid.
Como población de riesgo, cuando escuchan información sobre el número de muertes, el triaje por edad en hospitales o el aislamiento de enfermos, pueden sentir una mayor angustia ligada a la posibilidad de ser los siguientes. “Todos nos intentamos resguardar en la probabilidad. Cuando nos dijeron que la mayoría de fallecidos por coronavirus superan los 75 años, muchos nos tranquilizamos. Imaginemos por un momento lo que sería ser mayor y que las cifras fueran las contrarias. Que veamos que encuentran gente de nuestra edad muerta en las residencias cada día. ¿Cómo no van a tener ansiedad?”, sostiene la psicóloga Ana Querol.
El aumento del aislamiento, la apatía que en ocasiones afecta a algunos ancianos, la ruptura de sus anteriores rutinas, sumado al menor número de opciones de entretenimiento para quienes tienen una edad avanzada, aumentan el nivel de angustia que, según Luengo, puede desestabilizar a las personas mayores.
Desde el primer día del estado de emergencia, se produjo una explosión de iniciativas a través de Internet para hacer la cuarentena más amena. Museos y conciertos gratis, ofertas en aplicaciones deportivas, directos de Instagram convertidos en talleres de cocina o yoga…
Algunos cómicos han ironizado estos días sobre la “imposibilidad” de aburrirse en el confinamiento ante la inasumible oferta de entretenimiento en casa creada de la noche a la mañana. Ese respiro que buena parte de la población obtiene en las redes sociales no es posible para muchas personas mayores, especialmente aquellas que pasan buena parte del día frente al televisor.
Los psicólogos recomiendan ver las noticias una vez al día, escuchar la información “justa”, pero su consejo se torna imposible para aquellos ancianos que, por sus circunstancias particulares de salud o económicas, apenas acceden a otra vía de entretenimiento más allá de la televisión, donde no es fácil encontrar programación libre de coronavirus. “Si las malas noticias inundan sus mañanas, sus tardes y sus noches, acaban afectando a sus sueños y es lógico que se desestabilicen”, añade Luengo.
Desde el susto de aquel día, la hija de Carmen evita poner la televisión tanto como hacían antes. Está convencida de que las “malas noticias” tuvieron que ver en el ataque de ansiedad. Su madre, que tiene un grado medio de deterioro cognitivo, acostumbraba a dar un paseo diario. El día que no tomaba el café y el cruasán en el centro de día de mayores de su barrio no era un buen día. “Voy donde los viejos”, decía con salero antes de salir a dar una vuelta acompañada de una cuidadora a la que pidió dejar de acudir al trabajo por temor al contagio. De la calle volvía con unas cuantas historias de quienes se sentaban a su alrededor y un puñado de caramelos sin azúcar para quienes fuesen a visitarla.
“De la guerra escapé; pero con esto solo puedes esperar”
Cuando estaba en casa, además de la radio, la profesora jubilada pasaba el rato con los entresijos de la vida de Belén Esteban, el último embrollo entre los concursantes de Gran Hermano o distintos concursos televisivos. Le entretiene y logra seguir el hilo, algo que no consigue con la mayoría de películas o series. Su hija se enfadaba porque viese tanto tiempo esos “cotilleos”. Ahora piensa que falta le hacían.
“Ya no hay casi nada, solo hablan de noticias que me ponen nerviosa, pero no hay mucho más”, lamenta Carmen. La programación televisiva ha centrado la mayor parte de su atención, con excepciones, en la crisis sanitaria. “¿Cómo pueden pasar cosas tan malas? Tantos muertos en las residencias... Nunca he vivido algo así. Yo viví la guerra de pequeña, pero esto me da más miedo. Entonces pudimos ir a Galicia a refugiarnos, pero aquí sientes que no puedes hacer nada, solo esperar. Parece que en cualquier momento puede tocar”, repite una y otra vez en cada videoconferencia. Solo se le ve media cara. Intenta usarlas pero, dice, no llega a aclararse con “ese trasto”.
A esa ansiedad, se añaden sus cada vez más habituales despistes, que en ocasiones aumentan su sensación de abandono a pesar de las llamadas diarias de sus seres queridos. “A ver cuándo te dignas a venir a sentarte aquí a mi ladín”, dice a su nieta la mujer asturiana. Al otro lado del teléfono, le recuerdan que nadie puede salir de casa, que no solo afecta a los mayores. Que si pudiera, allí estaría, a su ladín. Su nieta le pide que por favor no lo olvide. Eso, no. Ahora, no.
Piden un canal específico para personas mayores
El Colegio de Psicología de Madrid, consciente de la falta de alternativas a la televisión entre muchas personas mayores, ha solicitado la creación de un canal o espacios específicos de la programación dirigidos a los mayores. “Pedimos que las televisiones, al menos las públicas, dispongan de programación específica varias veces al día dedicado a los mayores. Testimonios, canciones de toda su vida, mensajes de cariño de niños y niñas o imágenes para el recuerdo”, sostiene el portavoz del Colegio de Psicología de Madrid.
La especialista Ana Querol apuesta por la creación de “canales libres de coronavirus” pensando en las distintas habilidades cognitivas de las personas mayores. “Igual que surgen iniciativas para los niños, sería interesante canales o espacios horarios para los mayores. Les ayudaría a poder desconectar, intentar parar sus pensamientos y estar bien más tiempo”, añade la especialista.
Desde el inicio del estado de alarma, TVE ha lanzado una programación especial centrada en el público menor, ante el cierre de centros educativos. Son canales con espacios educativos dirigidos a públicos de distintas franjas de edad. “¿Por qué no hacen lo mismo pensado para los ancianos?”, se pregunta Luengo. A pesar de que los centros de día de personas mayores fueron los primeros en cerrar, fuentes de la televisión pública confirman que por el momento no emiten un espacio específico pensado para ellos.
“Sería positivo un canal con películas y canciones antiguas para animarles a través de la nostalgia de sus tiempo pasados. Incluir testimonios positivos tanto de mayores, con los que puedan identificarse, como de jóvenes dirigidos a ellos”, desarrolla Luengo. “Nuestros artistas están haciendo un gran trabajo con el entretenimiento de los jóvenes, hagamos algo para mayores”, anima el psicólogo. Otras voces apuestan por la retransmisión de ejercicios de gimnasia geriátrica.
Rita, con 87 años, vive sola en un pueblo de Extremadura. Parte de su familia reside en las calles aledañas. La visitan con frecuencia, para llevarle la compra y charlar un rato desde la distancia recomendada. Con el impulso de hacer que el tiempo pase más rápido, pinta coloridas acuarelas, observa la plaza del Ayuntamiento desde su balcón y, sobre todo, ve la televisión. “Yo siempre he puesto ‘la cinco’. A mí lo que me gusta es el ‘alcahueteo’: que una está con uno y con otro…”, se ríe para explicar una de las actividades que le permiten acelerar un poco el paso del día.
“Pero ahora es más difícil, están casi siempre con lo mismo”, se queja la extremeña. “Hoy he estado viendo que han subido mucho los muertos. Me da miedo que sean siempre los viejos”, añade la señora antes de intentar cambiar rápido de tema. “Pero bueno, de momento estoy bien. Yo lo que quiero es que no les pase nada a mis hijos y nietos”.
“No lo llevo muy mal, estoy a gustito en casa”
Durante algunos días, evitaba incluso salir al balcón, con lo que a ella le gusta. “Por si acaso”, reconocía. “A veces me asomo. Veo el Ayuntamiento enfrente: da compañía, aunque ahora está cerrado. Veo a la gente en la calle guardando la cola en la plaza para comprar. Entran de uno en uno. Por la tarde me quedo en el salón a gustito con mi televisor”, relata Rita. Hay un programa que ahora sí le anima. “El de la isla (Supervivientes)”, responde la extremeña. “¡Oy, me lo paso muy bien! Esos tan pronto riñen como están bien”, comenta a carcajadas. Tiene cierto miedo de estas circunstancias sobre las que, se sorprende una y otra vez, “nunca ha vivido algo parecido”. Quiere que todo pase, echa de menos abrazar a sus seres queridos, ir a comprar y ver a los familiares que no viven en el pueblo, pero reconoce estar acostumbrada a pasar tiempo en casa. “No lo llevo muy mal, aquí estoy a gustito”, describe Rita por teléfono.
“Se les considera población vulnerable a nivel psicológico, no solo porque sean mayores, sino cuando va unido al factor de la soledad. Una persona mayor y sola tiene muchos más riesgos desde todos los puntos de vista: día a día, la sensación de incertidumbre, miedo, no poder comentar cómo se siente”, considera el psicólogo Luengo. Por otro lado, quienes no viven con su familia ya están acostumbradas a vivir mucho tiempo solas. En su vida, tienen menos contactos sociales que lo que deberían tener y ya vivían antes de esa manera“, añade.
La casa de María (nombre ficticio) tiene, dice, “casi más libros que una biblioteca”. A través de una videollamada, muestra orgullosa las múltiples librerías esparcidas en distintos rincones de su pequeño hogar ubicado en el distrito madrileño de Carabanchel. Las construyó su difunto marido, cuenta, y juntos devoraban muchos de los ejemplares que ahora reposan entre sus paredes. Desde hace años, los efectos de la fibromialgia que padece le impiden leer. Lo intenta, pero se agota.
Empezamos a hablar con la excusa de una entrevista, y ella dirige la conversación hacia una larga charla. María (76 años) siente ganas de hablar, porque desde el confinamiento apenas tiene con quien hacerlo. Describe los problemas con sus hijos y nietos, los cuidadores que ha convertido en amigos, los abortos involuntarios sufridos durante su juventud, de una nieta que no es su nieta a la que trata como tal, de sus muchos años trabajados como enfermera, de la empatía que siempre le caracterizó y que tanto le hace sufrir ahora cada vez que enciende la televisión. De lo sola que se siente. “No sé si es peor vivir sola o mal acompañada”, se queja la señora de 76 años.
Rompe a llorar en más de una ocasión, su soledad no empezó con el coronavirus, pero el confinamiento la acentúa. O le fuerza a pensar más en ella. “Me siento como los inmigrantes que llegan y no tienen a nadie”, confiesa la enfermera jubilada. Aunque acostumbraba a estar en casa, sus relaciones sociales se estrechan. Echa de menos hablar con su cuidador y la señora de la limpieza, salir a comprar y hablar con los vecinos. Quiere hacer cosas que dejó de hacer años atrás: “Ir a un parque muy verde”.
“Me da miedo morir sola en un pasillo. No me apetece morirme. Entiendo que den prioridad a salvar a los jóvenes, yo apenas puedo hacer cosas ya, pero no me apetece”, se desahoga de pronto, casi justificando su temor. “Deberían contratar a gente que agarre la mano a la gente cuando se muere”, reflexiona. Su cabeza da demasiadas vueltas al tema del que todo el mundo habla. Piensa entonces en algunos de sus familiares fallecidos, su madre, su marido, su hermana.
Durante las últimas semanas, intenta distraer la mente con banalidades, no mirar mucho hacia ese ovillo de preocupaciones desatadas en esta conversación, pero asume la falta de opciones. Es joven, aunque sus limitaciones físicas impiden ampliar las actividades en casa. Tira de la radio o la televisión. Ha decidido ver las noticias “una vez al día”, el resto de la jornada acude a los canales por cable. Ha encontrado una solución: “Veo películas o series malas. Antes prefería las buenas, pero ahora no quiero pensar”, sostiene la mujer. Como ahora no puede leer, le gustaría escuchar audiolibros, pero aún no ha dado con una aplicación que le satisfaga.
Mientras enseña su casa, se excusa por el “desorden”. Cualquier actividad rutinaria supone un gran esfuerzo debido a su enfermedad. “Ayer cambié las sábanas e intenté arreglar un poco el cuarto, pero estuve con dolores todo el día”, lamenta. Una empleada doméstica limpiaba su hogar, pero la propagación del virus las empujó a pactar su ausencia durante el tiempo de cuarentena. “Me estoy acostumbrando a vivir con polvo, a mí me gusta tener todo de otra manera, pero no puedo hacer más”.
Para combatir los problemas ligados al aislamiento de los ancianos, incrementado en tiempos de la pandemia, la Fundación Alares ha activado un número de teléfono gratuito (900 877 037) para prestar apoyo psicólogico, ayudar a hacer las compras o, simplemente, dar conversación a personas mayores que viven solas. Su equipo de profesionales y voluntarios reciben diariamente cerca de 500 llamadas. “Llaman con muchísima ansiedad en todos los sentidos. Se está incrementando la soledad que ya existía”, sostiene Javier Benabente, presidente de la organización.
“Fundamentalmente lo que quieren es hablar. Charlamos, damos tranquilidad, consejos para su día a día, organizar las tareas. El objetivo aportar calma y serenidad”, sostiene. El servicio ofrece la posibilidad de pactar llamadas a horas específicas para recordarles sus tareas del día: “Tomamos notas de sus quehaceres y se lo indicamos, les decimos qué programas hay en la televisión en función de sus gustos o qué actividades podríam realizar según sus circunstancias”. Teme los efectos del aislamiento entre aquellos que no llaman, a los que no llegan. “Veremos las consecuencias de todo esto cuando acabe. Veremos qué pasa en esas casas”.
El papel de las familias
Los psicólogos también ponen el foco en los familiares de las personas mayores, muchos preocupados ante la imposibilidad para visitarlos o la angustia transmitida al otro lado del teléfono. “Lo mas importante no es obligarlos a hacer cosas concretas, sino qué debemos hacer los demás con los mayores que viven solos o con los que convivimos”, sostiene Luengo. Hay que llamarlos más de lo habitual. “Es preferible que las conversaciones no se limiten a preguntar por su salud, es muy bueno que puedan desahogarse para que puedan ventilar sus emociones”, continúa Querol.
“Dejémosles hacerlo, a pesar que la angustia que les provoca, pero intentemos, pasado un rato, tener charlas que les ayuden a pensar en otras cosas, como que nos cuenten historias de otros tiempos, pedirles cosas que les hagan pensar como recetas, pasatiempos, crucigramas, ponerles ejercicios para hacer en casa, que nos cuenten lo que han leído...”, argumenta la psicóloga.
Además, los especialistas destacan los efectos positivos que tiene en los ancianos hablar con niños. “Pueden hacerles videollamadas con los nietos, que los dejen ahí mientras cantan o hacen sus cosas, es muy beneficioso”, aconseja Luengo. Las conexiones con la comunidad, salir a la ventana y hablar con sus vecinos, también les empujan a “estar más conectados con los demás”. A sentirse parte.
Hay un momento en el que Rita, Carmen y María suelen sonreír al mismo tiempo. Ese en el que el reloj marca las 20 horas.
Carmen camina despacito hasta la terraza, fisga con cuidado. Tiene miedo de coger frío, pero se parte de risa observando a su hija dejando el estrés en cada golpe a la cacerola. Rita corre a su balcón y se anima a cantar con la música creada por los vecinos desde esa casa donde “ella sale a tocar el tambor y él coge otro instrumento”. María tampoco falla. No ve a muchos vecinos porque vive en un piso interior y apenas se asoman en ese lado del edificio. Intenta aplaudir, aunque su fibromialgia se lo impide. Pero ella quiere estar, y ha encontrado la manera: coge una linterna y alumbra con gracia a las otras casas. “Es mi forma de homenajear a sanitarios, cajeras o policías y tantos otros que están ahí fuera cuidándonos”, celebra antes de colgar y regresar a su habitual soledad.