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CLAVES

COVID persistente: por qué contagiarse tiene más consecuencias de lo que parece

Matilde Cañelles López / María Mercedes Jiménez Sarmiento

Instituto de Filosofía (IFS-CSIC) / Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas (CIB - CSIC) —
20 de diciembre de 2022 18:12 h

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La mayoría de las infecciones víricas que pasamos a lo largo de nuestra vida son leves. Sin embargo, algunas dejan secuelas y daños en nuestro organismo que padecemos mucho después de habernos curado.

En el caso de la COVID-19 estas secuelas se engloban bajo el término genérico de COVID persistente o COVID prolongada. Y ahora que el virus SARS-CoV-2 ya lleva cerca de tres años entre nosotros y podemos estudiarlas, estamos en condiciones de decir que, de momento, el panorama no es muy halagüeño.

Se calcula que un 3% de quienes han pasado COVID con síntomas sufren daños que afloran a largo plazo. En Estados Unidos es aún peor, ya que se calcula que el porcentaje asciende a un 8% de la población activa. Y un informe dado a conocer hace unos días estimaba que la COVID persistente fue responsable de al menos 3.544 muertes  en el país durante los primeros 30 meses de la pandemia.

Existe una larga lista de síntomas asociados con COVID persistente, demasiado extensa para abarcarlos en un artículo de este tipo. Por ello, nos centraremos en aquellos que no se notan tanto a corto plazo pero entrañan un peligro a medio y largo plazo. Se trata de las secuelas en el endotelio y en el cerebro.

Daño endotelial

El endotelio es el tejido que recubre el interior de los vasos sanguíneos, desde el corazón hasta los capilares. En estos últimos constituye una sola capa de células que facilita el intercambio de sustancias entre la sangre y los tejidos. Como si fuera un filtro muy sofisticado que deja pasar algunas sustancias pero no otras.

Además, el endotelio cumple otras tres importantes funciones:

  1. Segrega sustancias que evitan la coagulación de la sangre, previniendo la formación de coágulos;
  2. Avisa a las células del sistema inmunitario, los linfocitos, para promover la respuesta inflamatoria en caso de infección. Esto ocurre principalmente en casos de “sepsis” o infección generalizada causada por bacterias patógenas al entrar en el torrente sanguíneo;
  3. Controla la dilatación y constricción de los vasos sanguíneos, regulando la presión arterial.

Las células del endotelio expresan el receptor ACE2, a través del cual entra el SARS-CoV-2. Por eso cuando el virus llega a los pulmones entra en contacto con los capilares sanguíneos y comienza a dañar este tejido. Existen otros virus que afectan al endotelio, como el dengue, el ébola o el citomegalovirus.

En un artículo reciente se describían los efectos generales del SARS-CoV-2 sobre el tejido endotelial. Uno de ellos es el aumento de la presión arterial causado por la muerte de células endoteliales a las que ataca el virus. La muerte de esta capa de células nos deja sin “guardián” y la presión se descontrola. Otro efecto general es la inflamación debida a que las células del endotelio dañadas lanzan señales de peligro, quizá pensando que estamos padeciendo sepsis.

El pulmón sufre de inmediato, el corazón sufre a largo plazo

Respecto a los efectos sobre órganos concretos, el que sufre más a corto plazo (como ya hemos comentado) es el pulmón. Al entrar en los capilares de los alvéolos, el virus ataca a las células endoteliales. Se pierde el “filtro” que forma esta única capa de células y se produce permeabilidad entre el pulmón y la sangre. Como consecuencia, entran células del sistema inmunitario (leucocitos) en el pulmón y aumenta la inflamación.

El hígado tampoco va de rositas. El virus ataca a un tipo de células endoteliales llamadas sinusoidales. El resultado, de nuevo, es inflamación y daño hepático. En el riñón, que contiene una vasta capilarización, se expresan también altos niveles de ACE2 y el proceso de daño renal es parecido al del pulmón: exceso de inflamación y, en algunos aspectos, muy similar al desarrollado por sepsis.

En otros órganos el daño post-COVID-19 se produce de manera más sibilina, menos obvia a corto plazo. Es el caso de la enfermedad coronaria. Se ha observado un elevado número de complicaciones relacionadas con miocarditis, infarto de miocardio y ateroesclerosis una vez superada la infección. Parece ser que, al dañarse el tejido endotelial, se forman agregados de células involucradas en la reparación del tejido (incluidos leucocitos), contribuyendo a la formación de placa ateroesclerótica y aumento de la inflamación.

Todo este daño a los tejidos y órganos individuales no ha salido gratis a nivel poblacional. Así, un estudio realizado en EE. UU. con más de medio millón de personas que han pasado COVID moderado o leve revela un aumento de la presión arterial de unos 2 mm de Hg. Y no es transitorio, sino que se mantiene. Respecto a enfermedad cardíaca, sólo en EE. UU. se produjeron en 2020 12 000 derrames y 44 000 infartos de miocardio. Muchos más que la media de años anteriores.

En 2021, estas cifras ascendieron a 18 000 derrames y 66 000 infartos. Esto supone un aumento del 8 % en derrames y del 2 % en infartos. Además, se ha observado un incremento del 247 % en el número de miocarditis sufridas por personas que han pasado COVID . Es bastante obvio que el daño endotelial por COVID puede haber sido un factor importante en el aumento reciente de enfermedades coronarias.

Daño en el cerebro

Fatiga mental, pérdida de memoria, dificultad de concentración… son síntomas neurológicos que, junto a la ansiedad y la depresión, persisten hasta en el 20 % de las personas que han superado la COVID-19.

El impacto de la COVID en el sistema nervioso central ha sido analizado en un reciente estudio donde proponen los posibles mecanismos causantes de estos síntomas.

Según los autores, la inflamación del sistema respiratorio causa a su vez inflamación en el sistema nervioso debido a la liberación de las famosas citoquinas (moléculas señalizadoras) y a un aumento de la microglía. Estas células son especialmente reactivas a señales inmunológicas, provocando una desregulación del resto de las células nerviosas (desmilienización de neuronas, aumento de reactividad en los astrocitos) que podrían desencadenar la disfunción en los circuitos neuronales. Esto es, en definitiva, lo que causaría los síntomas neurológicos.

¿Pero a qué se debe el daño cerebral? Hay varias explicaciones posibles:

1. Autoinmunidad. También podrían estar implicados procesos autoinmunes. Se han localizado anticuerpos reactivos contra neuronas en pacientes COVID que atacan directamente el sistema nervioso como si fuera algo extraño y peligroso.

2. Infección en el cerebro. La invasión directa del virus al sistema nervioso central ocurre en algún caso. Sin embargo, la ausencia del virus en cerebro en autopsias y en pacientes con síntomas neurológicos hace menos probable este mecanismo.

3. La unión hace la fuerza: la coinfección. Está descrito que se puede producir reactivación de virus en estado latente (el virus Epstein-Barr se encuentra en el 90 % de la población) cuando sucede otra infección. En este caso, la producción de partículas virales (aunque sean de otro virus) puede desencadenar la respuesta inflamatoria y sus efectos.

4. Mal funcionamiento de la barrera hematoencefálica y del sistema neurovascular. Está íntimamente relacionado con el daño endotelial que hemos visto anteriormente (trombosis). Resulta en liberación de moléculas proinflamatorias que puede provocar daño neuronal. También la hipoxia (falta de oxígeno) y los desórdenes metabólicos que produce tienen relación directa con el daño neuronal.

Cuando empezamos a conocer más sobre el virus y la enfermedad que nos venía encima sabíamos que, irremediablemente, de COVID nos íbamos a contagiar (casi) todos. Las vacunas han disminuido drásticamente los fallecimientos y la enfermedad y, según los datos, también pueden prevenir parcialmente la COVID persistente.

Sin embargo, con la llegada de una variante tan transmisible como ómicron y el abandono de muchas de las medidas que reducen la transmisión del virus, es importante saber qué huella puede dejar el virus a su paso por nuestro cuerpo. De este modo podremos decidir a nivel individual el grado de riesgo a contagiarnos que estamos dispuestos a asumir.

**Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation haz click aquí para leerlo.