La pandemia ha colocado el foco sobre problemas que, hasta ahora, habían pasado desapercibidos. Uno de ellos son los pacientes crónicos, a menudo ignorados cuando la medicina no logra explicar sus síntomas. Numerosos estudios han tratado de cuantificar, entender y hasta definir la llamada Covid persistente, pero algunos investigadores critican que no se haya hecho con suficiente rigor. Otros esperan que el coronavirus sirva de excusa para sacar del olvido la cuestión de los síntomas persistentes.
Para el investigador de la Universidad de Toronto (Canadá) Matthew Burke, la Covid persistente ha revelado el “punto ciego” de la medicina: los pacientes con síntomas crónicos sin explicación médica. Por eso, en un Comentario publicado en la revista The Lancet Infectious Diseases alababa que en el último año se hubiera prestado más atención y cobertura mediática a este problema que “en la última década junta”. Todo ello, con un tono que contrastaba con el “cinismo” con el que son recibidas unas personas que, a lo largo de la historia, han sentido que “han sido ignoradas por la medicina”. En España, el portavoz del Ministerio de Sanidad, Fernando Simón, anunciaba que la COVID persistente va a ser el “caballo de batalla” de los próximos meses o incluso años. Tampoco tienen ni siquiera una “definición realista y correcta” de lo que es, admitía, y esa será “la parte más difícil”. Tres unidades del Ministerio, entre ellas Salud Pública, están tratando de avanzar y de lograr tanto una descripción como un procedimiento de actuación con estos pacientes.
Otros investigadores son menos optimistas. “Un año después no hay un consenso en el nombre, duración o síntomas de este síndrome”, escribían dos investigadores de la Agencia de Salud Pública de Inglaterra en la revista Nature, Zahin Amin y Shamez Ladhani. En esta carta lamentaban la mala calidad de muchos de los estudios realizados hasta la fecha sobre la COVID persistente. Esto, aseguraban, impide desarrollar guías “basadas en la evidencia” con las que los médicos puedan ayudar a estos pacientes.
Según Amin y Ladhani existen más de 200 síntomas que han sido atribuidos a la Covid persistente, cuya duración va desde las cuatro semanas hasta más de un año. “Muchos de los síntomas autorreportados, como dolores de cabeza intermitentes o cansancio, no son específicos y son prevalentes en la población general”, escribían. “Otros, como la incapacidad para bostezar o los labios agrietados, son biológicamente inverosímiles y es poco probable que cumplan los criterios de causalidad”.
El problema de dolencia es que su comprensión está lastrada por el ruido. “Los estudios hasta ahora —casi todos procedentes de países de altos ingresos— son difíciles de interpretar o comparar”, criticaban Amin y Ladhani. Basaban su afirmación en dos puntos: por un lado el sesgo de selección de los pacientes y, por el otro, la falta de controles en los estudios.
Este sesgo de selección es debido, según los investigadores ingleses, a que casi la mitad de los estudios ha sido realizado con pacientes hospitalizados que, “de una forma nada sorprendente”, reportan una mayor cantidad de síntomas persistentes. Consideran, además, que los trabajos centrados en la población general “plantean dudas sobre su representatividad”, ya que se basan en síntomas autorreportados, a menudo mediante cuestionarios online.
La falta de controles apropiados impide “identificar y cuantificar de manera objetiva los síntomas”, sobre todo en su evaluación a largo plazo. Los autores hicieron una revisión no exhaustiva de estudios publicados y vieron que solo cinco de 24 (un 21%) comparaban a los pacientes con un grupo control.
Ni alarma ni negacionismo
Todo esto ha llevado a la publicación de trabajos controvertidos que han generado alarma. Uno de los casos más sonados tuvo lugar en octubre de 2020: una prepublicación alertó de que el 70% de los jóvenes contagiados tenía algún órgano dañado cuatro meses tras la infección. Además de contar con una muestra reducida de 200 pacientes y carecer de un grupo control, un tercio de los enfermos no había sido siquiera diagnosticado de COVID-19.
De forma opuesta, los estudios de mala calidad pueden dar la impresión de que la Covid persistente es en realidad un artefacto fruto de malos estudios en lugar de un problema real. En realidad, si el coronavirus no provocara síntomas crónicos o prolongados en un porcentaje de los infectados sería el único virus que no lo hiciera.
Algunos investigadores temen que los pacientes paguen las consecuencias de esta visión dicotómica. “Un grupo cree que la Covid persistente es un nuevo síndrome. El otro, que tiene un origen no fisiológico. Algunos lo consideran una enfermedad mental”, escribían los autores de un artículo publicado esta semana en la revista NEJM. “Todo esto es un mal augurio [para estas personas]”, añadían.
En el texto, los investigadores señalaban el error de tratar la Covid persistente como un “fenómeno nuevo”, en lugar de aprender de síndromes similares como los producidos por la enfermedad de Lyme, el virus de Epstein-Barr y la fibromialgia. También advertían del riesgo de ignorar un problema que afecta más a las mujeres: “Nuestro sistema médico tiene una larga historia de minimizar los síntomas de las pacientes y de despacharlas o diagnosticarlas erróneamente como si estos fueran psicológicos”.
Entre la alarma y el negacionismo, otras voces piden prudencia y cautela. “Necesitamos empezar a pensar de forma más crítica y a hablar con más cuidado sobre la Covid persistente”, advertía desde su titular un artículo del médico Adam Gaffney publicado en marzo en Stat en el que aseguraba que la narrativa sobre este síndrome estaba “adelantando a la evidencia”.
“La triste verdad es que estamos viviendo tiempos de increíble trauma […]. Es esperable un aumento en el sufrimiento físico y mental que, aunque esté conectado con la pandemia, no esté directamente conectado con el propio SARS-CoV-2”, comentaba Gaffney. “Pero no nos equivoquemos: el sufrimiento descrito por los pacientes de Covid persistente es debilitante y real […]. Puede haber múltiples causas que vayan de lo virológico a lo psicosocial”.
En su texto, Gaffney también defendía la necesidad de estudios “más rigurosos” sobre este tema. Amin y Ladhani creen que una forma de atajar los sesgos es usar cohortes longitudinales de pacientes reclutados al principio de la pandemia para estudios de seroprevalencia. Esto permitiría cuantificar mejor un síndrome cuya prevalencia oscila entre el 2% y el 14%, así como sus factores de riesgo.
Investigadores como Burke confían en que la COVID-19 arroje algo más de luz sobre el “punto ciego” de los pacientes crónicos, pero esto solo será posible si se llevan a cabo estudios rigurosos y con controles. “Lo más importante es estudiar la Covid persistente sin asunciones e indagar en los factores únicos que puedan explicar por qué estos síntomas aparecen con tanta frecuencia”, aseguraba. “No debería preocuparnos qué termina siendo más o menos correcto o incorrecto, sino obtener marcadores fiables y objetivos para estos síntomas y aliviar el sufrimiento de estos pacientes abandonados”.