En ninguna otra ocasión en la historia unos medicamentos habían sido tan decisivos para el futuro próximo de miles de millones de personas en todo el mundo. Ni siquiera la comercialización de los primeros antibióticos, hace casi 80 años, o la vacunación masiva para diversas enfermedades infecciosas provocaron cambios tan drásticos en las sociedades a corto plazo. Las vacunas contra la COVID-19 no solo son el gran tema sanitario de 2021. Sus efectos, más allá de evitar enfermedades graves y muertes, ya se están empezando a notar en cada vez más países a todos los niveles: político, económico, social, en la ciencia, el deporte, la cultura...
Sin embargo, la desigualdad vuelve a imperar, una vez más, en este avance vital para la humanidad. Recientemente, el director de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, informaba que de los 700 millones de vacunas administradas en el planeta, solo el 0,2% de ellas habían llegado a países en desarrollo, a cuentagotas gracias a la iniciativa solidaria COVAX. Mientras tanto, los países desarrollados no solo habían recibido el 87% de las dosis, sino que los más ricos habían comprado tantas vacunas como para vacunar múltiples veces a cada ciudadano de su país.
La Salud Pública ante todo: la Declaración de Doha en 2001
En estos momentos, la producción global de vacunas es el principal cuello de botella que impide que las vacunas lleguen rápidamente a todos los lugares del planeta, independientemente de su nivel de desarrollo. Sudáfrica y la India propusieron en octubre de 2020 la suspensión de las patentes a la Organización Mundial de Comercio (OMC), como un primer paso para acelerar la producción, al permitir a otras farmacéuticas su fabricación sin sanciones. Fue un movimiento que cayó en saco roto: las negociaciones permanecieron estancadas, con el bloque de los países más ricos en contra durante meses. La situación cambió el pasado 5 de mayo con la decisión de Estados Unidos de mostrarse a favor de una potencial pausa de la protección a la propiedad intelectual, una postura a la que se han unido más países, entre ellos España.
Aún es pronto para saber si finalmente la propuesta para la suspensión de las patentes de las vacunas saldrá adelante, pues se necesita el consenso entre todos los miembros del OMC. Si así fuera, no sería la primera vez que una decisión así se hace realidad.
De hecho, fue otra pandemia, la del sida, la que llevó a los Estados a establecer en 2001 la Declaración de Doha por la cual se establecían varios mecanismos (como las licencias obligatorias) que permiten a los miembros de la OMC suspender las patentes si existen crisis de salud pública. En dicha declaración puede leerse: “Los contratos de protección de propiedad intelectual no impiden ni deberían impedir que los miembros tomen decisiones para proteger la salud pública”. En la actualidad, más allá de la Declaración de Doha, los reglamentos de multitud de países en el mundo contemplan la suspensión de las patentes en circunstancias claramente excepcionales como crisis sanitarias.
Sudáfrica suspendió las patentes de los antirretrovirales en 1998
Hace décadas, el virus que más azotaba al mundo era el VIH. Desde la detección de los primeros casos en humanos en los años 80 hasta ahora, el SIDA ha matado a alrededor de 40 millones de personas, y aún lo sigue haciendo.
El descubrimiento de diversos medicamentos antirretrovirales combinados contra el VIH a lo largo de la década de los 90 supuso toda una revolución para el tratamiento de esta enfermedad infecciosa. Los pacientes ya no tenían por qué morir por esta enfermedad y podían tener una vida relativamente normal si se trataban a tiempo. Sin embargo, esto solo era cierto para los ciudadanos de los países desarrollados. En países sin recursos, como aquellos situados en el continente africano, millones de personas seguían muriendo por SIDA al no poder acceder a los medicamentos protegidos por patentes. Sus precios eran sencillamente prohibitivos para ellos: más de 10.000 dólares por cada tratamiento anual.
Los elevados precios de los antirretrovirales no se debían a los costes de fabricación, sino a las patentes que permitían a las farmacéuticas fijar los precios para recuperar la inversión en la investigación y desarrollo de dichos medicamentos. En África, estos fármacos tenían derechos exclusivos y no se permitía la fabricación de genéricos más baratos entre sus fronteras. Sin embargo, en países como la India o Tailandia la situación era diferente gracias a los tratados de Propiedad Intelectual. Estas naciones sí podían fabricar genéricos con precios mucho más asequibles. No obstante, no se permitía la exportación a otros países donde los fármacos sí estuvieran bajo patente.
A finales de los años 90, Sudáfrica se encontraba con una epidemia de SIDA descontrolada que mataba a decenas de miles de personas cada año y con la impotencia de no poder conseguir fármacos antirretrovirales para sus ciudadanos por sus desorbitantes precios. Se realizaron múltiples protestas y acciones en el país para informar al mundo sobre la situación en la que se encontraban y para solicitar a los países desarrollados que permitieran la importación de genéricos. En 1998, el gobierno de Sudáfrica tomó una decisión: suspendió las patentes e importó genéricos de países como India, con lo que el precio anual por paciente pasaba a ser de 365 dólares al año.
Los países desarrollados y la OMC toleraron la decisión de Sudáfrica y no establecieron sanciones, pero no sentó nada bien a 39 farmacéuticas que demandaron al Gobierno por vulnerar las patentes. Estaban preocupadas por que esta acción estableciera un peligroso precedente que llevara a otros países a hacer lo mismo, lo que llevaría a una drástica reducción de sus beneficios.
La ofensiva de las farmacéuticas
Durante tres años, la industria farmacéutica cerró fábricas, canceló inversiones y denunció que las autoridades sanitarias del país intentaban destruir los tratados internacionales de protección intelectual. Finalmente, por temor a graves daños en su reputación, las farmacéuticas cedieron y reconocieron la autoridad de Sudáfrica para la compra de medicamentos a precios asequibles en otros países, sin vulnerar los tratados internacionales de comercio, y se ofrecieron a pagar los costes legales.
Estas empresas sufrieron una gran presión pública y numerosas críticas internacionales. Un analista de la industria, Hemant K. Shah explicaba el New York Times en aquella época que la demanda judicial de las farmacéuticas había sido “un desastre para las relaciones públicas de las empresas. La probabilidad de que otra empresa farmacéutica demande a un país en desarrollo por una medicina vital es ahora extremadamente baja a partir de lo que aprendieron en Sudáfrica”.
Con el tiempo, más países africanos se decidieron a importar genéricos a precios asequibles para tratar a sus ciudadanos, sin consecuencias legales, y así, poco a poco y gracias a las iniciativas de múltiples ONG y autoridades sanitarias, los antirretrovirales fueron inundando África, lo que sirvió para reducir las elevadas cifras de muerte por SIDA en el continente (10 años más tarde que en los países desarrollados). Aún hoy, muchas personas siguen muriendo por esta enfermedad por cuestiones económicas o de accesibilidad.
En 2019, alrededor de 690.000 personas murieron por causas relacionadas con el VIH. Si los países en desarrollo hubieran contado con antirretrovirales genéricos desde el primer momento, millones de personas no se habrían quedado por el camino y, probablemente, hoy estaríamos hablando de menos casos y menos muertes por esta enfermedad infecciosa que sigue muy presente en el lado menos afortunado del planeta.