Reyes Fernández tiene un pensamiento recurrente desde hace un año: “Si traigo el virus y se lleva a mi mamá, quedo con la culpa para siempre”. A cargo de una madre y una hija grandes dependientes, ha vivido uno de los años más duros que recuerda y ahora se aferra a la esperanza de la vacuna para poder vivir más tranquila. Sin embargo, ese horizonte se estira para cerca de 134.000 cuidadoras no profesionales como ella, que se han quedado fuera del grupo prioritario del plan de vacunación del Ministerio de Sanidad, tal y como denunció la Asociación de Directores y Gerentes de Servicios Sociales la semana pasada.
En un informe publicado el martes pasado, la asociación calculó que hay en España 450.517 personas que perciben una prestación económica para “cuidados en el entorno familiar”. De ellas –la gran mayoría son mujeres–, 133.679 están a cargo de personas con el máximo grado de dependencia (grado III). El Gobierno, denuncian, no las considera en el grupo prioritario a vacunar entre enero y marzo. Solo incluye a cuidadores “estrechos” de personas de riesgo si son trabajadores profesionales, no a familiares.
“Si me contagio y me hospitalizan, ¿a ellas quién las atiende? Se quedan solas completamente”, se pregunta Reyes, que vive en El Pinar, un pequeño pueblo de la isla de El Hierro, con su madre, Águeda, de 93 años, y su hija, Ladymar, que tiene una discapacidad del 84%. Sus padres engrosaron la diáspora de españoles que emigraron a Venezuela durante el franquismo. Reyes nació y vivió toda su vida en el país caribeño, aunque ellos regresaron en los ‘80 a Canarias. En 2015, Águeda, ya viuda, empezó a perder movilidad e independencia. “Yo me vine porque desde allá tenía el corazón arrugado pensando que ella no tenía a nadie más aquí. Dejé mi matrimonio y mi profesión de abogada en Venezuela para venir a atender a mi madre”, explica.
Águeda tiene mucha dificultad para caminar y se ayuda con un andador; Ladymar padece un retraso psicomotor, que le ha dejado las piernas inmovilizadas. “Aunque mi hija es más dependiente que mi madre, todavía estamos haciendo los trámites para que la reconozcan. Mi madre sí es gran dependiente”, precisa Reyes, antes de reclamar: “Pero es que son dos para una sola”. Estos meses, recuerda, han sido duros y tristes. “Creo que lo más difícil para las cuidadoras es el miedo a contagiarlas, porque ya no respiran igual, su corazón no funciona igual. Si llegara a pasar, sentiría que he fallado”, sostiene.
Por eso, ella, como muchas otras cuidadoras, no entiende que el Ministerio las haya dejado fuera del plan inicial de vacunación. El cronograma que ha diseñado la cartera de Sanidad, con el criterio de técnicos de las Comunidades Autónomas y también de expertos externos, contempla una primera fase de vacunación, que se extenderá previsiblemente hasta marzo o abril, para cuatro segmentos prioritarios, por este orden: personal sanitario y sociosanitario de residencias y centros de mayores, así como a sus usuarios (grupo 1); personal sanitario y sociosanitario de primera línea (grupo 2); sanitarios y sociosanitarios no incluidos en la bolsa anterior (grupo 3); y grandes dependientes (grupo 4).
“Nosotras estamos en primera línea en nuestros hogares”
El texto alude a parte de los sociosanitarios que atienden a grandes dependientes en un epígrafe del grupo 2: “Las personas que realizan un trabajo proporcionando cuidados estrechos a personas de poblaciones de riesgo en sus hogares (mayores, personas dependientes, enfermos, etc.) se vacunarán en el grupo 4 (...)”. Pero deja fuera explícitamente a los cuidadores no profesionales que tienen incluso reconocida prestación por serlo: “En este grupo no se incluyen los cuidadores no profesionales (familiares, convivientes…)”.
“No digo que seamos las primeras, pero si los sanitarios están en primera fila luchando en esta pandemia, nosotras de alguna manera estamos también en la primera línea de nuestros hogares. Te sientes como desechada, aunque suene duro. Las personas que cuidamos somos las que realmente podemos traer al bicho, somos las que salimos a hacer compras, al médico”, lamenta Reyes.
Eso es lo que les ocurrió a Sara y a su marido, Pedro (nombres ficticios), de 77 y 91 años respectivamente, ingresados desde el martes pasado en el hospital por coronavirus, aunque con síntomas leves. El trabajador social que ayudaba a Sara a diario (Pedro es gran dependiente) dio positivo hace una semana; ellos, unos días después. “Decían que iban a vacunar a los más mayores primero, pero se conoce que este estaba tachado de la lista”, cuenta ella en conversación telefónica desde una habitación de hospital. “El que venía a ayudarle dio positivo. Nos hicieron la prueba y al principio nos dio negativo, pero como tuvimos que estar en casa, de mala manera los dos, al final dimos positivo los dos”, lamenta. Si bien es tarde, piensa en que las circunstancias habrían sido diferentes si al menos uno de los dos hubiese recibido la vacuna a tiempo.
Elena Ugarte también tiene miedo de verse en una situación así con su marido, Ignacio, que sufre una enfermedad “muy parecida al alzheimer”. “Puedo traer yo el virus, o mi hija, que vive arriba y me ayuda, o la persona que lo cuida por las noches. Es un horror esto”, explica. Tanto, que ya está realizando trámites para algo que ha tratado de evitar desde que comenzó la pandemia: enviarlo a una residencia de Vitoria, la ciudad en la que viven. “Al principio me parecía que teníamos medios para cuidarlo en casa, pero es que se está poniendo cada vez más complicado. Antes de Navidad me caí y estoy con el brazo roto. Se me complicó todo y dije que a una residencia, ya. Yo quería esperar a junio o julio, cuando estuviese vacunado todo el mundo, pero me encuentro tan agobiada que si lo puedo mandar esta semana, lo hago”, se resigna.
Elena tiene 75 años e Ignacio, 77. Hace siete años que lo cuida, desde que él tuvo un ictus y comenzó a desorientarse. “Además tiene todo tipo de enfermedades, no tiene un solo órgano bien. Una de las veces que lo ingresaron, al llevarlo a casa de vuelta, la médico me dijo: te llevas una bomba de relojería”, recuerda. El coronavirus lo ha complicado todo aún más. Hace poco rellenó una encuesta por correo electrónico y calculó que a Ignacio lo podrían vacunar a finales de febrero, pero da por descontado que ella tendrá que esperar mucho más. “A mí por supuesto no me va a tocar, que, salvo por el brazo roto, estoy sana”, dice. Reconoce que, si ella o su hija se contagian, la situación sería crítica: “Yo hago rehabilitación en el hospital, que es un sitio de mucho riesgo. Mi hija hace su vida, lo imprescindible. Si nos contagiamos, sería horroroso porque es una persona dependiente total: hay que estar delante, darle de comer, pincharlo, porque es diabético, ducharlo, todo”.
“Nadie ha caído en que es necesario”
“No entendemos cómo el Ministerio no ha incluido a las cuidadoras no profesionales dentro del calendario de vacunación. Si estas personas se enferman se genera un problema de vulnerabilidad tremendo, tanto para los pacientes como para el propio sistema de salud”, denuncia José Manuel Ramírez, presidente de la Asociación de Directores y Gerentes de Servicios Sociales, que va más allá y pide que se incluya también en el calendario a los dependientes severos (Grado II), y a sus cuidadores. “Además es que es de justicia social. Hay que valorar el trabajo que realizan estas personas, que están las 24 horas del día, los siete días de la semana”, añade.
Ramírez recuerda que la suma de beneficiarias de prestación por cuidar a grandes dependientes (Grado III) y a dependientes severos (Grado II) alcanza las 321.512 personas. El 75% de las cuidadoras no profesionales son mujeres. “Ni las comisiones ni el Ministerio han contado con profesionales especialistas en servicios sociales. Ya ocurrió con las residencias y ahora vuelve a ocurrir. El sufrimiento y la muerte de estas personas vulnerables se produce por haber descuidado la mirada social de esta pandemia”, reclama. En el plan del Ministerio han participado técnicos de Sanidad y de las comunidades y expertos en vacunología, bioética o salud pública, pero no en dependencia.
Para Imanol Pradells y Esther Retegui, esta situación es una muestra más de que los cuidadores son “invisibles”. “Somos un recurso comunitario y sociosanitario, pero es como si no existiéramos para el sistema”, dicen. Son padres de Ángela, de 27 años, la única persona en España diagnosticada con neurodegeneración asociada a la hidroxilasa de ácidos grasos (FAHN, por sus siglas en inglés), una enfermedad “extremadamente rara y altamente incapacitante”. Desde que su hija empezó a necesitar mayores cuidados, cuando tenía cuatro años, tuvieron que buscar soluciones para conciliar sus respectivos trabajos con la atención. “No tenemos reposo, trabajamos ‘24/7’. Durante estos años hemos tenido que pedir excedencias, alternar reducciones de jornada. Ha sido una precariedad laboral total para los dos a lo largo del tiempo”, explica Imanol.
Ángela contrajo la COVID-19 a principios de marzo, poco antes de la explosión de la pandemia en España. “Ingresó por una deriva de su enfermedad el día 8. Le hicieron varias pruebas y al final le hicieron la del coronavirus. Inauguramos la planta de infectados del hospital de Santiago (Hospital Santiago Apóstol, Vitoria)”, relata Imanol. No obstante, su preocupación no se disipó, porque no saben cuánto duran sus anticuerpos y, sobre todo, porque temen contagiarse y que ella quede sin atención: “Si nos contagiamos, ¿quién atiende a nuestra hija?”. Ángela tiene un problema añadido con las medidas para prevenir el contagio: “No puede tener una mascarilla mucho tiempo porque se ahoga y se le cae y es muy difícil higienizarle las manos”.
“No puedes mantener la distancia de seguridad con ella porque hay que limpiarla, levantarla, llevarla a la ducha. Está condenada al aislamiento. Vienen personas a atenderla que tampoco podrían venir si tenemos la enfermedad. Sería un drama. Estaríamos todos contagiados, cuidándonos entre nosotros y esperando que el virus no nos lleve por delante”, describe. Esther comenta que la vacuna les daría “tranquilidad y serenidad” en este contexto tan incierto, pero advierte: “La crisis de los cuidados es mucho más profunda, no se arregla sólo con una vacuna. El problema de fondo es dejar de ser invisibles”.
Raúl Espada, trabajador social de la Asociación de Familias Cuidadoras y Personas Dependientes (Ascudean), coincide en el diagnóstico con Esther e Imanol: “Nadie ha caído en que es necesario vacunar a las familias que cuidan. Por más que intentemos visibilizar esta situación, siguen estando ocultos”. Espada enfatiza que, al fin y al cabo, son las familias cuidadoras “las que han salvado el sistema de dependencia”, especialmente durante lo peor de la pandemia. “Vimos cómo cerraban los centros de día, los servicios sociales, la gente salía de las residencias. Toda esta carga de recursos ha recaído sobre las familias”, asegura.