Ha tenido que desatarse una pandemia para que quedara al descubierto lo que algunos ya venían advirtiendo desde hace tiempo: España es un país de grandes desigualdades socioeconómicas. Y, en el campo de la Educación, ha tenido que ser la escuela pública la que diera la voz de alarma: nuestro sistema educativo, la mejor herramienta –en teoría– de compensación social, no está llegando a todos.
El cierre de los centros educativos en marzo llevó a los periódicos y telediarios casos como el de la familia de Fali, vecina de un barrio humilde del sur de Madrid: cinco miembros conviviendo en 30 metros cuadrados y con un solo punto de acceso al mundo virtual; un móvil que padre e hijo usan por turnos para cumplir con sus respectivas obligaciones. En el caso del pequeño, este dispositivo se convirtió durante el estado de alarma en su única ventana a la educación.
Esta brecha digital no es anecdótica, sino un síntoma más de la brecha social que sigue dejando atrás a los estudiantes que más recursos y atención merecen. La familia de Fali, además, pertenece a la etnia gitana, una minoría especialmente vulnerable en el que el 79% de los hogares no tiene ordenador en casa y el 89% sufre pobreza infantil, según el Secretariado Gitano. Para Guadalupe Jover, profesora de Secundaria en un instituto de la sierra oeste de Madrid, es precisamente esta brecha social contra la que la escuela pública debería ser el más potente mecanismo corrector.
“Cuando hablamos de escuela pública, hablamos principalmente de justicia social y de cohesión social. Entendemos la justicia social como el mecanismo fundamental de reparación de desigualdades. La escuela pública debe favorecer las políticas de equidad, dar más a quien menos tiene. Cuando nos referimos a la cohesión social, hablamos de que cada aula debería ser un reflejo de la heterogeneidad social. Del origen geográfico y cultural, de las creencias religiosas o no... Y eso, hoy, no se da”, argumenta.
Para entender la situación actual, hay que remontarse al menos a 2009 y, sobre todo, al 2012, cuando el Gobierno de Rajoy aprobó el Real Decreto 14/2012 que imponía unos recortes sin precedentes en nuestra democracia. Ese año, al calor de la crisis que empezó en 2008, la escuela pública recibió un golpe del que todavía no se ha repuesto. En 2020, cuando por fin estaba el sistema empezando a reparar aquel estropicio diez años después, asumiendo una larga década perdida, ha llegado el coronavirus y se ha hecho evidente para la población en general –quienes trabajan dentro del campo de la Educación ya lo tenían claro– que los recortes no salen gratis.
“La caída de las becas, las ratios, el desmantelamiento de las plantillas y los departamentos de orientación, que proveen de orientación psicológica, pero también median entre niños, han dejado a los más vulnerables desatendidos”, explica la profesora Jover. “Se ha ido procediendo a la voladura de todo lo relacionado con las políticas de equidad”.
Historia de un tijeretazo
España, a diferencia de otros países de su entorno, decidió afrontar la gran recesión de la década de 2010 recortando en servicios públicos. Se quitaron fondos a la sanidad y a la educación pública en toda su extensión, desde Infantil hasta la Universidad. El gasto total en Educación todavía no se ha recuperado: pasó de un máximo histórico en 2009 de 53.895 millones de euros a 44.789 millones en 2014, una caída del 16,9%. El pasado curso, la partida fue de 50.807 millones, aún por debajo de la que había en 2008, según datos oficiales del Ministerio de Educación.
El descenso en los fondos se tradujo, entre otras cosas, en un empeoramiento de las condiciones laborales de los docentes. Los profesores, esos privilegiados, pagaron su parte de la crisis. Como colectivo, se calcula que desaparecieron unas 30.000 plazas. Los profesionales de refuerzo y apoyo educativo se llevaron el peor golpe: Pedagogos Terapeutas (PT) y especialistas en Audición y Lenguaje (AL) desaparecieron de los centros. A nivel individual, todos los docentes sufrieron recortes salariales (desapareció la paga extra y se congelaron los salarios) y hubo un empeoramiento generalizado de sus condiciones laborales. Los interinos perdieron derechos adquiridos, como que se les pagaran las vacaciones de verano. Los trabajadores con medias jornadas –con sus medios salarios– casi se duplicaron, pasando del 5% al 9%. Además, puesto que había menos profesores para el mismo alumnado, a los docentes se les aumentaron las horas lectivas.
La peculiaridad de la respuesta española a la crisis es que mientras el sistema público sufría los recortes, las escuelas concertadas apenas los notaron. Si entre 2008 y 2018 el sistema público ha perdido un 5,8% de financiación, los centros de “iniciativa social” –ese término amable que engloba a empresarios e Iglesia, dueña de dos tercios de los colegios de gestión privada que reciben fondos del Estado– rebotaron tras un pequeño descenso inicial, para acabar ganado un 11,6% de fondos.
Escuela de ricos, escuela de pobres
Si la escuela pública es –debería ser– equidad y justicia social, la concertada y la privada representan, en la mayoría de los casos y con nobles excepciones, la segregación. Los estudios más recientes sobre esta cuestión apuntan todos una tendencia inequívoca. De acuerdo con el informe Diferencias Educativas Regionales 2000-2016, de la Fundación BBVA y el Instituto Ivie de investigaciones educativas, el reparto de alumnos sigue en España una lógica muy clara en función de la titularidad de los centros. Hay una escuela para ricos y otra para pobres: los públicos asumen “casi en exclusiva” la formación de estudiantes que provienen de entornos socioeconómicos menos favorables; mientras que los privados, tengan o no concierto, apenas reciben al alumnado de extracción humilde. En cifras: la escuela pública tiene un 60% de estudiantes de entornos medios y un 33% con pocos recursos. En la privada estos datos son el 27,1% y el 7,5%, respectivamente, con un 65,4% de alumnado privilegiado.
Frente a este escenario general donde se repiten ciertos patrones en la distribución de los estudiantes según su origen socioeconómico, cabe también apuntar que, en la España de las autonomías, las realidades educativas difieren por comunidades. Así, cuanto más rica es una región, más escuela concertada tiene: País Vasco, Madrid, Navarra y Catalunya son, por ese orden, las que más porcentaje de alumnos tienen en la concertada y más porcentaje de su gasto educativo público dedican a estos centros.
¿Por qué es esta una cuestión crucial en lo tocante a las desigualdades educativas? Porque los entornos influyen de manera decisiva en el aprendizaje de los alumnos y alumnas. “Son claramente relevantes para sus resultados educativos, tanto en término de competencias alcanzadas como del ritmo de avance de los estudios”, escriben los investigadores de la Fundación BBVA y el Instituto Ivie. Los círculos viciosos.
“Libertad” vs. “beneficio”
En Orcasitas, al sur de Madrid, Fali y su familia son el reflejo de las consecuencias de estas dinámicas. Al cerrar los colegios por la pandemia, la falta de recursos de la familia mostró su lado más implacable. Cuando la tarea empezó a llegar en forma de enlaces y adjuntos en correos electrónicos, el niño, que comparte el único móvil familiar con el padre, se empezó a quedar atrás; la situación se ha visto subsanada, en parte, por la dedicación y compromiso del cuerpo docente que lo atiende este curso. Los profesores han realizado jornadas interminables, con disponibilidad 24/7 para llegar a todos sus alumnos y tratar de minimizar el impacto del confinamiento entre los más vulnerables.
“No tenemos internet en casa y no me llegaban los emails. Conseguí contactar con la maestra para que me los mandara por Whatsapp, utilizando el móvil con los datos de prepago”, cuenta la madre de la familia. “Y así hemos estado. Todos los otros chicos tenían tabletas o impresoras, según contaban las madres en el grupo. Y da mucha impotencia ver que tu hijo no cuenta con esos medios, que no está al nivel de los demás, y te preguntas por qué la vida te ha golpeado así”.
El de la familia de Fali puede parecer quizá un caso extremo en el que se junta todo: una familia con muy pocos recursos, perteneciente a una minoría étnica cuya plena inclusión en el sistema educativo nacional sigue pendiente, y vecina de la Comunidad de Madrid, una de las regiones que más ha apostado y ha favorecido a la escuela concertada de toda España. (Esperanza Aguirre, la presidenta regional que puso en marcha el sistema que hoy rige en la comunidad, argumentaría para defender su apuesta por la concertada que el artículo 27 de la Constitución ampara la libre elección de las familias a la hora de elegir la educación de sus hijos).
Enrique Díez, profesor de la Universidad de Castilla y León y responsable de Educación de IU, cree que donde dicen “libertad” se refieren a “beneficio”. “Lo privado siempre introduce un elemento fundamental: piensa en el beneficio de quien invierte. Nadie invierte en un centro educativo si no quiere un beneficio. La Iglesia, que tiene el 63% de lo concertado, dice que no hace negocio. Yo digo: no hace negocio económico, hace negocio ideológico”.
La Universidad no es ajena
Si alguien sabe de beneficio económico en la educación son las universidades privadas. Solo entre 23 de ellas, de las 37 existentes actualmente, ganaron 1.700 millones de euros en el curso 2018-2019, con una rentabilidad media del 9,4%. La educación superior no ha sido ajena al proceso privatizador del sector vivido en España, que se ha dado casi en paralelo al de las etapas obligatorias.
En los últimos meses, el sector universitario privado español ha vivido el desembarco de fondos de inversión internacionales, que han adquirido los campus madrileños de la Universidad Europea o la Alfonso X El Sabio por 1.100 y 770 millones de euros, respetivamente. La educación obligatoria también ha vivido este proceso con la compra de algunos privados, ejemplificados en el caso de los colegios Laude: adquiridos entre 2006 y 2014 por los fondos Dinamia y N+1, fueron revendidos a International School Partnership ese año por entre 35 y 45 millones de euros, según se publicó en prensa. A día de hoy, Colegios Laude S. L. Tiene una facturación anual de 46,8 millones de euros y un resultado de explotación de 3,6 millones.
Históricamente, en el país habían existido cuatro centros privados universitarios: Deusto, la Pontificia de Comillas, la Pontifica de Salamanca y la Universidad de Navarra. Hasta que llegó la LOU del PP en 2001 y empezaron a multiplicarse. A principios de los 90, apenas surgieron unos pocos nuevos. En 1995 eran siete; para 2004, habían aumentado hasta 22. Diez años más tarde, pasaron a ser 33. La aprobación por parte del Gobierno de Aznar de la Ley Orgánica de Universidades (LOU) incluyó dos decretos que regulaban, por primera vez, los requisitos que debían tener los centros privados de nueva creación. Con un marco legal que los igualaba a las universidades públicas en su capacidad de expedir títulos superiores, estos empezaron a proliferar.
Paso a paso, el sistema fue impulsando a la privada. La reforma del espacio europeo de educación superior (el plan Bolonia), que se implantó en España en 2007, dotó a los másteres de una importancia casi similar a los grados. Además, entre 2008 y 2015 la crisis se llevó por delante el 20% de los ingresos totales de las universidades, según el Observatorio del Sistema Universitario catalán. Para compensar esta caída de la financiación estatal, se subieron las tasas públicas un 31% de media, de modo que los precios, al menos para las familias, se acercaron a los de las universidades privadas.
En paralelo a este proceso, el ministro José Ignacio Wert cambió el sistema de becas: introdujo los requisitos académicos a la hora de obtener una ayuda, rebajó la cuantía de los importes que se concedían y estableció un umbral máximo de renta para obtener una beca íntegra tan bajo (una familia de cuatro miembros con ingresos superiores a 13.909 euros anuales quedaría fuera) que muchos estudiantes se quedaron sin ayuda o, habiéndola conseguido, tuvieron que devolverla porque no conseguían cumplir con las notas mínimas exigidas. El resultado fue que decenas de miles de jóvenes (los rectores calcularon que unos 40.000) tuvieron que dejar sus estudios.
De aquellas apuestas, estas pérdidas
Muchos expertos explican estos movimientos rebobinando hasta 1989. A finales del siglo pasado, tras ocho años de Ronald Reagan y diez de Margaret Thatcher, el mundo vivió un cambio de paradigma. El lobby empresarial europeo publicó entonces el informe Educación y Competencia en Europa, que incluía la siguiente afirmación: “La educación y la formación (…) se consideran inversiones estratégicas vitales para el éxito futuro empresarial”.
Los grandes grupos de presión recogieron el guante y se pusieron en marcha. En 1998, Glenn R. Jones, presidente de Coca-Cola, comentaría tras un encuentro mundial de la Global Alliance for Transnational Education: “Desde el punto de vista del empresario, la enseñanza constituye uno de los mercados más vastos y de mayor crecimiento”.
Especialmente clarificador resulta un escrito de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE), un ente hoy convertido en referente sobre políticas educativas para los Gobiernos gracias a su examen PISA. En 1996 la OCDE ya era consciente de la dualidad del nuevo mercado laboral que estaba gestándose: las empresas no iban a necesitar tantos trabajadores con formación. Pero entendió también que esta no era una idea fácil de vender, así que uno de sus analistas, Chistian Morrison, sugirió: “Si se les disminuyen los gastos de funcionamiento a las escuelas y universidades, hay que procurar que no se disminuya la cantidad de servicio, aún a riesgo de que la calidad baje (…). Sería peligroso restringir el número de alumnos matriculados. Las familias reaccionarán violentamente si no se matricula a sus hijos, pero no lo harán frente a una bajada gradual de la calidad de la enseñanza y la escuela puede progresiva y puntualmente obtener una contribución económica de las familias o suprimir alguna actividad. Esto se hace primero en una escuela, luego en otra, pero no en la de al lado, de manera que se evita el descontento generalizado de la población”.
Justamente debido a la implantación del estado de alarma para atajar la primera ola de la pandemia, la presencia de grandes multinacionales en el sector educativo a todos los niveles se ha acelerado y se ha hecho aún más tangible. Google, Microsoft o HP han entrado en casi todas las aulas al hacerse virtuales como un remedio urgente al cierre de los centros educativos sobrevenido en marzo. Llamativo es, de nuevo, el caso de Madrid. La plataforma de la Consejería que debía articular la enseñanza a distancia, EducaMadrid, se colapsó prácticamente el primer día del confinamiento en primavera, dejando a los centros sin alternativas reales: o acudían al mercado (Google Suite ha estado entre las favoritas) o no había manera de dar clase a distancia. Esta cuestión trae aparejada un debate sobre la privacidad y la gestión de datos aún incipiente. Hasta ahora, las plataformas de las grandes tecnológicas se han utilizado como herramienta complementaria para la docencia, el uso masivo quizá obligue a prestar más atención a lo que se está haciendo.