Cerca de 100 personas siguen muriendo cada día como consecuencia de la COVID-19 en España, dos años después del estallido de la pandemia. Mientras el país camina hacia una progresiva vuelta a la normalidad, miles de familias viven sumidas en el dolor por la pérdida de sus seres queridos. Entre ellas se repite la sensación de que la sociedad ha olvidado que “el virus sigue siendo muy peligroso para las personas más débiles”. Así lo verbaliza Montaña Caballero, que perdió a su hija María José, enferma de esclerosis múltiple, hace un mes. Tenía 51 años y había superado el coronavirus en marzo de 2020 tras 23 días de ingreso. La sexta ola, pese a que estaba vacunada, fue letal para ella.
Según los datos del Ministerio de Sanidad, 9.424 personas han fallecido en esta última onda. Suponen un 10% de los muertos en la pandemia y son más que en la cuarta y en la quinta, pese a que la letalidad ha caído por el efecto de las vacunas al 0,15%. Hace un año se situaba en el 1,68%. La inmunización colectiva está salvando muchas vidas y ha convertido la COVID-19 en una enfermedad leve para la mayoría, pero el virus sigue siendo mortal para las personas con el sistema inmune muy debilitado por enfermedades, tratamientos o una edad muy avanzada.
“Se está dando un choque de realidades. La idea social de que todo está controlado, de que lo estamos superando, se traduce en una relajación de medidas que nos hace tocar la normalidad mientras hay personas que siguen muriendo. Estos muertos son especialmente dolorosos y generan una situación delicada”, explica Fernando López Artalejo, catedrático de Medicina Preventiva en la Universidad Autónoma de Madrid.
“La COVID tiene dos caras. Es como si fuera dos enfermedades diferentes. Una enfermedad leve en las personas jóvenes y una enfermedad grave en las personas mayores o con patología. Pero no son dos enfermedades. Es la misma”, planteaba en este artículo Javier Segura, vicepresidente de la Asociación Madrileña de Salud Pública. “Que los vacunados puedan fallecer, aunque sea en una proporción infinitamente menor, genera un poco de sorpresa y de inseguridad en la gente, pero nos hace ver que ómicron no es tan benigna como se pensaba”, añade Salvador Peiró, epidemiólogo e investigador en Fisabio.
La madre de Eugenia Frigerols padecía cáncer de hígado desde agosto de 2020 y el virus precipitó su final de una manera tan inesperada que ha dejado rota a la familia. No hubo despedida por los estrictos protocolos de los hospitales que impiden el acompañamiento a los enfermos y la hija se ve incapaz de liberarse de “ese cargo de conciencia”, de curar “la herida abierta imposible de gestionar” por no haber podido estar al lado de María de las Virtudes, así se llamaba su madre, en sus últimos momentos de vida. Falleció en el hospital Sant Pau de Barcelona de una parada cardiorrespiratoria unas horas después de confirmarse que estaba infectada. No volvió a verla desde que la ambulancia acudió a su domicilio cuando empeoró.
Eugenia ve lo mínimo las noticias desde que murió su madre. “Todo esto me afecta más, ver cómo nos meten en el informativo la cifra de fallecidos y te lo dan como leve, políticos impávidos que parece que ven a los muertos como números”, relata al otro lado del teléfono. “Ver todo a tope vayas a donde vayas me genera choque”, añade Montaña, que repite una y otra vez cómo se cuidaba al ir a visitar a su hija cada tarde.
“Se ha atenuado el apoyo social”
El proceso del duelo puede verse alterado por la colisión de realidades. “En esta ola se ha atenuado el recurso del apoyo social, la sensación de que muchas personas están viviendo lo mismo. Lo que transmiten los familiares es que parece que ha pasado todo y estamos olvidados. Eso genera rabia, y la rabia para el duelo va muy mal”, señala Vanessa Fernández, doctora en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid.
Las personas que están sufriendo pérdidas “no pueden tener una mirada esperanzada o positiva”, sostiene Valeria Moricone, experta en duelo y parte del dispositivo de apoyo psicológico que montó el Colegio de Psicólogos de Madrid a raíz de la pandemia. “Las personas en duelo reciente pueden encontrarse quizá con un fracaso empático. La sociedad no les puede recoger, bien porque está desgastada por el sufrimiento que ha elaborado, o porque no puede mirar a la pérdida, solo a la esperanza. Eso provoca que quien está en esta situación pueda tener dificultades para compartir y apoyarse”, agrega la psicóloga.
Para los sanitarios, dar malas noticias a estas alturas de la pandemia también es más complejo. “Cuesta explicar a alguien que ha hecho todo lo que tenía que hacer que las cosas van a ir mal”, admite Pere Domingo, coordinador COVID del hospital Sant Pau, donde falleció la madre de María Eugenia. “Intentamos aducir a causas, pero no es fácil. Esto no es 'te pones la vacuna y ya está' porque hay personas que no tienen una protección óptima con la inmunización, porque ha caído o porque nunca la desarrollaron”, explica el médico, que asegura que el grueso de los fallecimientos son personas de edad avanzada y con mucha carga de comorbilidades. El 60% de las muertes se dan en personas mayores de 80 años, según los datos oficiales.
En cuanto a las fuertes restricciones a las visitas, Domingo defiende que “no estamos en la misma situación que en la primera ola” porque se permite con “medidas de aislamiento asistir a los últimos momentos”. Sin embargo, cada vez más familias están denunciando públicamente las dificultades para despedirse de sus familiares derivadas de la rigidez de los protocolos. Eso ha forzado a algunas comunidades, como Galicia, a suavizar las normas para permitir la entrada de un acompañante siempre que presente el certificado COVID, lleve un EPI y no haya estado en contacto con un positivo en los últimos diez días.
Quejas sobre los protocolos de los hospitales
No obstante, la decisión del Servicio Gallego de Salud sigue siendo una excepción. Nydia García Vacas perdió a su abuelo, con problemas renales, el pasado 18 de enero en el hospital Puerta de Hierro (Madrid). Murió solo, pese a las peticiones de la nieta por tener un permiso para entrar a verlo. Le llegó a comprar un teléfono, cuenta, porque el fijo se colgaba al intentar hablar con la habitación. En realidad, supo después, estaba desconectado, denuncia García Vacas.
“No es el hecho de morir, sé que se iba a morir en algún momento, tenía 91 años... es la salvajada de que muera con tanto sufrimiento. El aislamiento físico y psicológico provoca un daño enorme y no puedo entender que nadie vea que ese trato inhumano perjudica a quien lo padece y los familiares nos quedamos destrozados”, sostiene en conversación con elDiario.es.
Su abuelo se llamaba Mariano Vacas. En el hospital dijeron a la familia que avisarían “si se ponía peor”. La siguiente llamada fue para informar del fallecimiento y ofrecer una disculpa. “Me dijeron que había una enfermera para 20 pacientes y eso era un agujero del sistema. Mi abuelo murió solo y atado, incomunicado, cuando los familiares, llegados a este punto, podríamos cubrir al menos esa labor de vigilancia”, lamenta.
Las diferentes experiencias hablan de la falta de homogeneidad de los protocolos en España y hasta dentro de los propios hospitales, donde las decisiones dependen en ocasiones de cada paciente. Montaña dice que quiere que quede por escrito su “profundo agradecimiento a los médicos” a lo largo de los 25 años que su hija ha estado enferma, “más tiempo que sana”. Y también en su final.
“En 2020 no podíamos verla ni comunicarnos cuando ingresó. A las ocho, cuando salíamos a la ventana, pensaba: resiste, bonita. Todos pensábamos que María José moría, como moría tantísima gente. Y resistió, aunque su vida nunca volvió a ser igual. Llegó a casa en un estado lamentable, ya comía por una sonda”, recuerda su madre, que salió corriendo en taxi al hospital el día que sonó el teléfono con malas noticias en enero de 2022. “Ya estaba inconsciente, pero pudimos cogerle de la mano, estar con ella, en algunos momentos varias personas, agradeciéndole el regalo que nos ha hecho con su vida”.
Cómo convivir con cientos de muertes al día
La ministra de Sanidad, Carolina Darias, cifra los fallecimientos medios diarios en 89, aunque las actualizaciones de datos de las últimas semanas los aumentan hasta 400. Tiene que ver con los retrasos en las notificaciones, un problema que acompaña a los sistemas de vigilancia de algunas comunidades desde el inicio de la pandemia y que se ha exacerbado en la sexta ola.
“Cuántas muertes son aceptables es algo muy difícil de responder. Tendría que haber una reflexión colectiva. Hasta que no haya tasas de transmisión más bajas no se puede volver a la antigua normalidad porque seguirá habiendo un nivel apreciable de enfermos graves y de fallecidos”, opina el epidemiólogo Salvador Peiró.
La comparación con la gripe todavía tiene muchas lagunas, según la mayoría de expertos. “Nadie sabe exactamente cuándo acaban las pandemias. Si es estacional, cada año habrá un número de muertos por COVID como los hay con gripe, pero ha habido pocas experiencias previas de virus respiratorios”, indica Peiró, que recuerda que un año tranquilo de gripe puede dejar unos 5.000 fallecidos. Unos 50 al día en los cuatro meses que dura la temporada que “nos abarrota los hospitales”.
Los salubristas más reticentes a hablar de un cambio de fase y a la relajación completa de restricciones creen que resulta complicado controlar la transmisión en personas vulnerables si el virus se deja circular en la población general sin medidas. Para cualquier análisis, añade López Artalejo, “hay que tener en cuenta que los factores de riesgo de COVID grave son los mismos: estar inmunodeprimido, ser diabético, tener otras enfermedades... Y lo normal es que no cambie porque si cambiara, sería otra enfermedad”.