El 5 de febrero murieron Ibrahim Keita, Armand Debordo Bakayoko, Oumar Ben Sanda, Ousman Kenzo, Yves Martin Bilong, Daouda Dakole... Y así hasta 15 hombres, según las últimas informaciones oficiales. La mayoría eran de Camerún y ninguno superaba los 26 años. Intentaban llegar a Ceuta a nado desde Tánger. La Guardia Civil y unas bolas de goma se lo impidieron. Mientras se aclaran las circunstancias, entre versiones que cambian y vídeos manipulados, queda el dolor.
Una semana después de la tragedia, cientos de personas se manifestaron en varias ciudades del país para protestar por la actuación de las fuerzas del orden y exigir que cesen las muertes en las fronteras. Allí estaban Djeumbe, senegalés de 28 años, y su compatriota Mustafa, de 27. Aunque ahora los dos tienen residencia legal, se conocieron en la Asociación de Sin Papeles de Madrid, que trabaja por la integración de la gente migrante. Tristes e indignados a partes iguales, coinciden en que, si los muertos hubieran sido españoles, la movilización habría sido mucho mayor.
“No solamente todos los subsaharianos, sino toda la población tendría que haber estado allí, porque a todos nos duele si se muere un familiar, y los muertos son familia de alguien, son humanos. Nadie se merece esto”, se lamenta Djeumbe.
“Me duele que suceda esta matanza, que nadie diga nada y que muchos medios de comunicación lo escondan. Tenemos que darle visibilidad a esta tragedia. Un ser humano es un ser humano, da igual de dónde venga”, reivindica Mustafa. Ambos se quejan de que ni los Gobiernos de los países de origen de los inmigrantes muertos ni el Gobierno español digan nada. “Ellos son los primeros que tendrían que lamentar esto”, sentencia Djeumbe. Nadie responde ni llora por los muertos.
El discurso oficial: la 'guerra entre pobres'
Parece inevitable plantearse por qué no se llenan las calles de gente exigiendo responsabilidades por la muerte de 15 personas en circunstancias, como mínimo, confusas. ¿Nos duele menos el dolor de 'los de fuera'? ¿Estamos tan centrados en nuestros propios problemas que los de los demás nos importan menos?
Ramón Muñagorri, abogado y secretario de la Coordinadora de ONG para el Desarrollo, cree que “es indudable que en estos momentos una de las coartadas del sistema es generar una especie de enfrentamiento entre los excluidos de aquí y de allí, argumentando que no podemos ayudar a África cuando tenemos pobreza aquí, diciéndonos que primero van los nuestros y después los otros”.
“En Melilla hay una consigna no escrita en todos los niveles de la Administración y es la de la no tolerancia; y, si se puede hacer la vida más difícil al inmigrante, mejor, para que sepa que aquí no tiene sitio, que aquí no le va a ir bien”, sostiene José Palazón, profesor y miembro de la ONG Prodein en la ciudad, que cuenta que esta idea recorre la ciudad: “Casi todo el mundo aquí vive de la Administración, y está muy mal visto manifestarse a favor de las personas inmigrantes. Prácticamente sólo se hacen manifestaciones en contra”.
Palazón destaca la actitud racista de la policía: “Cuando vamos a llevar comida a los inmigrantes que han entrado, siempre nos dicen con tono despectivo: '¿Es para los negros?'. Y yo contesto: 'Es para los pobres; no me había fijado en si eran blancos o negros”.
Débora Ávila es profesora de Antropología en la Universidad Complutense de Madrid y participa en Ferrocarril Clandestino, una “red de apoyo mutuo entre gente autóctona y gente migrante”. Junto con Marta Malo iniciaron dentro del grupo un proceso de reflexión colectiva sobre las fronteras internas que nos separan dentro de las ciudades; “los mecanismos, aparte de las fronteras visibles, que están generando que gente que convive en un mismo barrio se encuentre dividida”.
Sostienen que estas fronteras invisibles son en realidad la forma de gobierno del neoliberalismo. A diferencia de lo que propone el Estado de bienestar, basado en cierta idea de redistribución –“aunque nunca llegara a conseguirse”–, esta forma de gobierno –hegemónica desde mucho antes de que estallara la crisis– “se apoya en la diferencia como hecho natural para transformarla en desigualdad, que es lo que se piensa que activa al ser humano, lo motiva a ser emprendedor, a buscar soluciones individuales a sus problemas y a competir con los demás para mejorar”.
“Si uno analiza cualquier política neoliberal –educativa, sanitaria y, por supuesto, de extranjería–, se da cuenta de que las distintas normativas van generando derechos diferentes para distintas categorías de personas”, continúa Ávila. Desde esa perspectiva de gobierno, la idea de la redistribución, “que haya subsidios que compensen la desigualdad”, resulta negativa, “porque adormece el espíritu y rompe el juego natural de la competencia. Por eso los recortes sociales tienen que ver con quitar estas ayudas”.
En este contexto, la crisis es, según la antropóloga, un escenario ideal “para dar otra vuelta de tuerca a unas políticas que llevan pensadas mucho tiempo”: si a la desigualdad se le suma “el discurso de la escasez”, en palabras de Ávila, “obtienes una sociedad en la que las personas de un grupo quieren ser como las que están más arriba y ven a los de abajo como aquellos que les quieren quitar su puesto”.
Una realidad que reconocen Djeumbe y Mustafa, y que el primero resume así: “Al principio me llevaba muy bien con la gente, pero al llegar la crisis muchos empezaron a culparnos de la situación y a mirarnos con otros ojos. Es doloroso e injusto”.
Este tejido social fragmentado que describe la antropóloga, sustentado en el miedo al otro y en la rivalidad en lugar de en el apoyo, sería la razón de fondo para que los problemas de las personas inmigrantes resultaran lejanos a una gran parte de la población. A lo que, en el caso de las muertes de Ceuta, la profesora añade el poso colonial, “que en España está muy presente”, por el cual “no es lo mismo que muera un negro a que muera un blanco”.
La solidaridad a pie de calle
Para Palazón, esta guerra entre pobres, alimentada desde las autoridades y exacerbada en tiempos de crisis, es “lo que se oye”, pero la mayoría de la gente en su vida cotidiana es muy solidaria. Y pone como ejemplo que en Melilla es habitual que alguien le deje las llaves de su casa o del coche a un inmigrante para que lo ayude en tareas domésticas a cambio de un dinero, “cosa que creo que en la península no se hace mucho”, comenta con sorna.
Este miembro de Prodein menciona especialmente lo sucedido en 2005, cuando, como ahora, se vivieron situaciones muy violentas en la frontera: “Los inmigrantes que habían saltado la valla corrían por la ciudad sangrando y llorando, y todo el mundo empezó a meterlos en su casa y en sus coches” para protegerlos. “Es como si hubiera un nivel de tolerancia de la violencia hasta el cual la gente no reacciona, pero a partir del cual reacciona muy bien”, concluye Palazón.
Muñagorri observa también esta dualidad entre la lógica oficial y la actitud de una gran parte de la sociedad. Se muestra optimista cuando recuerda que, según las encuestas, “los ciudadanos españoles siguen pensando que tiene que haber una cooperación con países que están en procesos de desarrollo”. Y va más allá. Cree que esta crisis, “que está agudizando la desigualdad a nivel planetario pero también dentro de los países que antes se llamaban desarrollados”, está teniendo como consecuencia un mayor grado de sensibilidad de la ciudadanía hacia problemas que identifica como comunes.
“Antes la gente pensaba que los problemas estaban fuera, y que pequeñas ayudas eran suficientes para tranquilizar la conciencia. Ahora vemos que la voracidad de este sistema basado en la acumulación de riqueza y en la exclusión no tiene límites; expulsa a la gente de sus tierras allí y de sus casas aquí”, argumenta Muñagorri, que ve en este proceso de asumir “que tenemos que enfrentar juntos problemas que suceden en muchos sitios pero que nos afectan a todos” el germen de “una conciencia ya no sólo asistencial, sino política” y de iniciativas solidarias como las mareas.
En la misma línea, la antropóloga apunta que “los movimientos sociales han sabido aplicar una relectura de la crisis y elaborar un discurso político que señala muy claramente al culpable: los bancos, la corrupción…”. Esta identificación de un enemigo común permite que funcionen ciertas redes de solidaridad: “Como está claro que están desmontando la sanidad, ya no es el inmigrante el que ocupa mi turno y me obliga a esperar”.
Cuando el individualismo se impone
A pesar de estas iniciativas de solidaridad “que de alguna manera alumbran puntos de esperanza”, enfatiza Ávila, la lógica individualista de la competencia está “muy dentro de nosotros”. Lo que explicaría, por ejemplo, el hecho de que habiendo una gran movilización en defensa de la sanidad pública no sea una reivindicación principal la recuperación de la tarjeta sanitaria por parte de los más de 800.000 inmigrantes sin papeles que se han quedado sin atención médica.
“Yo no creo que la gente pase”, opina el secretario de la Coordinadora de ONG para el Desarrollo, Ramón Muñagorri, sobre la falta de una reacción mayoritaria ante las muertes en Ceuta o la expulsión de los sin papeles de la asistencia sanitaria. “Para mí lo que hay es una sensación de impotencia, de que es muy difícil combatir un sistema tan depredador, más el hecho de que es complicado estar saliendo a la calle todos los días por cientos de causas que nos están llamando”. Esto, reconoce, podría justificar “ciertas prioridades en la movilización”.
Los movimientos de contrapoder y de defensa de derechos surgidos en los últimos años –propios de “una sociedad madura”, como la define Muñagorri– estarían evitando en España el ascenso de la ultraderecha que están viviendo otros países europeos, a pesar de que esos grupos “de ideología ultra o fascista, amparados en estas políticas antiinmigración, están siempre ahí, muchos en el marco de partidos conservadores”.
“Yo sí creo que el surgimiento del 15M y de las movilizaciones sociales en respuesta a la crisis ha amortiguado un aumento del racismo que temíamos en este contexto, como ha sucedido en Francia, Austria o Suiza”, coincide Ávila, que, sin embargo, avisa: “El problema es que esta manera de gobernar cada vez nos empobrece más, y la competencia es mucho más exacerbada entre los grupos sociales que están más cerca. Hay quien dice que después de una crisis económica vienen 12 años de crisis social. Si efectivamente se prolonga mucho la crisis social, y no hay una respuesta política por parte de los movimientos sociales que cree un clima que pueda desactivar estos discursos, no es impensable un repunte de las posturas xenófobas”.
Antonio Freijo, director de la ONG Karibú, que trabaja en la atención y acogida de los inmigrantes subsaharianos, menciona a los 240 voluntarios que sostienen su asociación para defender “que hay un espíritu de comprensión de la realidad en la población”, pero muestra una gran preocupación por cómo cala en ciertas personas esta retórica que enfrenta a los de dentro con los que vienen de fuera.
Un argumento que este sacerdote considera injusto, ya que “la mayor parte de la inmigración viene en la mejor edad para trabajar y aporta su esfuerzo y su talento al desarrollo de este país como cualquier ciudadano”. Además, lo califica de irreal, porque decirle a un inmigrante africano que nosotros también somos pobres “es insultarlo a la cara”.
Todos estos razonamientos, según Freijo, se basan en la ignorancia, puesto que “nosotros explotamos las riquezas de sus países, así que lo que puedan conseguir aquí no es ningún regalo”. Y propician actitudes poco razonables, como dejar enfermar a una persona –que “en vez de un catarro tendrá más adelante una neumonía, mucho más cara de curar”– en lugar de “exigir una asistencia sanitaria universal e igualitaria”.
El final de la historia
Freijo fue misionero en Burundi hasta que lo expulsaron, en 1987, y demuestra conocer bien la realidad del continente africano cuando enumera los enfrentamientos tribales, hambrunas, genocidios o guerras que se han ido sucediendo allí y que han ido obligando a la población a huir a lo largo de las últimas décadas. También cuando define una característica propia de la inmigración africana: “Es muy individual. Las personas suelen venir solas para buscar una salida para ellas, pero sobre todo para sus familias, que se quedan en su país”.
Es el caso de Djeumbe, que llegó a España en cayuco en 2006, con 21 años, para “buscar una vida digna”. Ha trabajado repartiendo publicidad y en una agencia de figuración. Ahora no tiene empleo, así que no puede mandar dinero a los suyos tan a menudo como le gustaría. “No estoy muy contento, pero no me puedo quejar”, asume con tono triste.
Mustafa, en cambio, disfrutaba de una vida algo más acomodada –“no nos faltaba para comer”– pero tenía un sueño: ser futbolista. Por eso, como muchos otros chavales africanos, con 19 años decidió dejar a su familia y su país y venirse a España cruzando el estrecho en patera. Ha trabajado como jardinero y, cuando ha podido, ha seguido formándose. Destina casi todo lo que gana a ayudar allí a sus tres hermanos en los estudios, en Senegal. Como su compatriota, ahora mismo está sin trabajo. “No suelo ser pesimista pero, tal como está todo, creo que tendré que irme”, reconoce decepcionado.
Y cuenta que hasta en el Servicio Público de Empleo le dicen que si sale algo se lo darán antes a un español que a él, cosa que “no les pasa a los futbolistas famosos que vienen de fuera, que también son inmigrantes”, remata con cierta rabia.
Por lo que sabemos, Ibrahim, Armand, Oumar y el resto de los hombres que perdieron la vida intentando entrar en Ceuta venían también solos a buscar una vida mejor para ellos y para sus familias. Probablemente sus historias sean muy similares a la del Pichi, mote de un chaval que llegó a Melilla desde Malí. Cuenta Palazón que sus circunstancias eran especialmente dramáticas: una de sus hijas había muerto de una enfermedad común porque no tenían dinero para pagar a un médico. Mientras estaba de camino, supo que su otra hija también había fallecido. Quedaban esperándolo su mujer y un niño.
Palazón recuerda la determinación en la cara del Pichi, y que al charlar con él pensó: “A este chaval no lo para nadie”. Se lo encontró años después en Níjar, Almería. Estaba trabajando en un invernadero y, aunque le contó que no ganaba mucho y que vivía mal, estaba contento porque podía mantener a su familia en Malí. A Ibrahim, Armand, Oumar… los pararon unas bolas de goma. Sus muertes merecen una explicación. Y nuestro dolor.