El ébola, Excalibur y Fernando Simón antes de Fernando Simón
Hace unos días nos revolvimos en las sillas de las redacciones de ciencia al enterarnos de que una antropóloga de 54 años que acababa de volver de República Centroafricana había sido ingresada en el hospital Donostia de San Sebastián con síntomas sospechosos de ébola. “No, otra vez no”; “pero ¿cómo va a ser ébola, si no hay brotes?”; “ya verás como será Marburgo”.
En medio de esa especie de porra de fiebres hemorrágicas, y deseando que no fuese ninguna de ellas, algunos compañeros de profesión nos preguntamos si a la gente le preocuparía tanto un caso de ébola o Marburgo como a nosotros. De hecho, nos preguntamos si la mayor parte de la gente conoce siquiera lo que es el virus de Marburgo. Nos hemos quedado sin saberlo (y menos mal) porque finalmente, al día siguiente, el Centro Nacional de Microbiología nos informó de que la paciente había dado negativo en las pruebas para ébola, dengue, lassa, fiebre amarilla y fiebre diarreica y positivo para malaria, de modo que se desactivó el protocolo de aislamiento para fiebre hemorrágica y comenzaron con el tratamiento contra el paludismo.
Nos quedamos con más preguntas: ¿qué recuerda la gente del primer caso de ébola contagiado en España en 2014? Han pasado casi diez años moviditos, en los que hemos acabado hasta el moño de estar siempre viviendo momentos históricos, con un procés, el auge del trumpismo, el fin (y puede que también la vuelta) del bipartidismo, unas cuantas elecciones en España y una pandemia que ha dejado millones de muertos, pero también unas vacunas desarrolladas en tiempo récord.
Posiblemente la mayor parte de la gente ya no sea capaz de decir el nombre de la mujer que sufrió la infección por virus del ébola en España en 2014, pero sí el de su perro, Excalibur. Ella era la auxiliar de enfermería del Hospital Carlos III de Madrid Teresa Romero, que se contagió cuando atendía a un misionero repatriado a España desde Sierra Leona. Su caso nos tuvo en vilo durante un mes, el tiempo que tardaron sus fluidos corporales en librarse del virus, y nos emocionamos con la primera imagen de Teresa al terminar su aislamiento, muy delgada, en pijama de cuadros blancos y negros, agarrada de las manos de sus compañeras de hospital.
Es muy probable que, si se diera otro caso así, lo viviéramos de forma diferente. Ahora tenemos conciencia de que somos frágiles ante riesgos infecciosos de los que los científicos llevaban tiempo alertándonos y que tienen que ver con el concepto one health acuñado en la década de los 2000 por epidemiólogos, veterinarios y ecólogos, mucho antes de que estallara la pandemia de COVID en 2020. “Tenemos un solo mundo y una sola salud” es la idea central del enfoque one health; es decir, aquello que les suceda a los animales y al medio ambiente repercutirá en la salud humana, con problemas tan diversos como la resistencia a los antibióticos, la seguridad alimentaria y las enfermedades zoonóticas (las que tienen su origen en animales y se han contagiado a humanos, como se cree que pasó con el ébola y el SARS-CoV-2), que preocupan especialmente a los expertos en salud global. Tenemos más información sobre ciencia porque nos hemos impregnado de ella durante tres años de pandemia; hay más ciencia en los diarios y sabemos que la ciencia proporciona soluciones a situaciones de crisis mundial. Sí, todo eso es objetivamente cierto, pero la reacción ante una alerta sanitaria es emocional. ¿Nos generaría más pánico después de lo que hemos vivido con el SARS-CoV-2 o, al contrario, estaríamos curados de espanto?
El (entonces) alabado Simón
También me pregunto si la mayor parte de la gente recuerda quién fue la persona que se ocupó de informarnos durante aquella crisis sanitaria de 2014: la misma que nos informó durante meses cada tarde en los primeros tiempos de la pandemia porque ese era su trabajo. El director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias (CCAES) desde 2012, Fernando Simón, fue alabado en la crisis del ébola por su capacidad de divulgar los conocimientos que se tenían sobre la infección y tranquilizar a la población.
Esas alabanzas se repitieron al comienzo de la pandemia, cuando nos explicaba con gráficas la idea de “aplanar la curva”; alabanzas que se convirtieron en críticas meses después. No fue el único; durante una reunión de epidemiólogos en Estocolmo (la Conferencia Científica Europea sobre Epidemiología Aplicada a las Enfermedades Infecciosas), a la que tuve la suerte de asistir en 2022, algunos de sus homólogos de otros países europeos me contaron que habían sufrido experiencias similares, y las relacionaban con el ambiente de crispación y polarización política que estalló durante la pandemia.
Hay una anécdota pandémica que nunca se me olvidará de Simón. Nos convocaron a una sesión informativa online en plena crisis, cuando aún se hablaba de Radar COVID, y alguien le preguntó por “la confianza de la ciudadanía hacia fuentes oficiales, como usted, que es del Gobierno”. Inmediatamente Simón respondió para explicar que él no era un político, sino un funcionario del Estado y cumplía con su obligación de informar, gobernase quien gobernase. En aquel momento me gustó pensar que, además de divulgación científica y sanitaria, ese funcionario acababa de hacer divulgación política sin que ese fuese su trabajo.
Pocos científicos dudan de que vendrán nuevas crisis sanitarias debidas a enfermedades zoonóticas en un mundo globalizado y en plena emergencia climática. Cómo las afrontemos dependerá, en gran medida, de la confianza que depositemos en las instituciones públicas y en las personas que trabajan en ellas para cuidarnos a todos.
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