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“He leído en Facebook que si saltas la valla de Melilla, en un mes puedes ir a donde quieras”

“Vivo en Túnez, estudio en la Universidad de California”. Esto es lo que dice el perfil en Facebook de Jean Marie, de 18 años, que lleva cuatro meses viviendo en la ciudad argelina de Orán, en el barrio de Coca, donde convive con otros subsaharianos. En este barrio, los inmigrantes malviven hacinados en pequeñas estancias que alquilan a los argelinos a precios abusivos. “Nos cobran muchísimo porque somos negros”, dice directamente Marian, peluquera, con dos hijos sin escolarizar por falta de recursos. Ella, por un chamizo donde vive con otras cuatro personas, paga 200 euros al mes, un precio elevadísimo para Argelia y para las condiciones de la vivienda.

Jean Marie, estudiante de Lengua y Literatura, ahorró todo lo que pudo para viajar desde su país hasta la valla fronteriza de Melilla, pero su ruta se truncó en Maghnia, la última ciudad argelina antes de llegar a Marruecos. En Maghnia, los llamados pasadores hacen el negocio con los inmigrantes que quieren dar un paso más en la ruta hacia Madrid o París. Los subsaharianos se organizan en grupos por nacionalidades y cuando tienen la oportunidad y el dinero cruzan la frontera a Marruecos, donde la siguiente parada será la ciudad de Nador. “Se me acabó el dinero, no tenía más, en Maghnia estuve dos semanas, malviviendo, durmiendo en cuevas”, cuenta Jean Marie. Luego regresó a Orán como pudo. Desde allí este adolescente camerunés sigue alimentando su esperanza, sobre todo con los relatos que lee, cuando puede ir al cibercafé, en Internet. “He leído a un amigo en Facebook que si saltas la valla de Melilla sólo tienes que estar ahí un mes y luego te dan la Carta de Libertad y con ella puedes ir a donde quieras”. Difícil convencerle de que no existe tal Carta de Libertad, y que, de conseguir saltar la valla, el siguiente paso más probable será la expulsión.

Faback Bouali, 40 años, sí que ha saltado la valla de Ceuta, pero fue en 1997, “cuando la valla medía tres metros”, cuenta. “Ahora mide el doble y yo ya soy viejo, no podría, la valla es para los jóvenes”, continúa este camerunés. En su caso, el viaje se produjo en otra época y durante diez años pudo asentarse en España. “En Melilla estuve casi un mes en unas instalaciones de la Cruz Roja, luego cogí un barco a Algeciras y de allí un autobús a Lleida”, recuerda. En esta última ciudad ha dejado una mujer y dos hijos. Ahora, desde Orán, relata cómo llegó un día, en 2007, en que decidió que no quería vivir más en España. “No era feliz, malvivía, con trabajos malos, pensé que con lo poco que había ganado podría volver a Camerún a empezar un negocio, una nueva vida”. Pero al llegar a Camerún se dio cuenta de que no había futuro para él. Así que decidió volver a emprender camino, esta vez con parada, aún no sabe si temporal o definitiva, en Argelia. “Aquí es difícil encontrar trabajo, los argelinos tampoco tienen, hay que competir con ellos, no se puede”, se queja. Lo mismo le ocurre a Jean Marie, que todos los días recorre bares, obras, hoteles y todo lo que encuentra en Orán para pedir trabajo y la respuesta es siempre la misma: No.

Andrew, también es camerunés y tampoco encuentra trabajo en Argelia. Si Jean-Marie aún no ha perdido el ímpetu de intentar entrar en España y Faback ya lo hizo y se decepcionó, Andrew tuvo una experiencia dramática que le hizo replantearse todo su plan de futuro. “En 2008 intenté cruzar desde Nador (Marruecos) el mar en una pequeña lancha hacia las costas españolas. Pagué 1.000 euros por el viaje. Íbamos demasiados en la embarcación y naufragamos, dos de mis compañeros murieron. A mí me recogieron los guardias marroquíes”, recuerda con sufrimiento. “Y ahora estoy en Orán, no tengo trabajo, pero estoy vivo. No pienso volver a intentarlo, si entro en Europa será con mi pasaporte y con un sello”, sentencia.

Jean-Marie, Faback y Andrew tienen otra cosa en común: la figura del padre Thierry Becker, sacerdote en una iglesia de Orán y auténtico motor de apoyo de los inmigrantes en la ciudad. Becker fue uno de los supervivientes de la matanza de Tibirine (Argelia), donde en 1996 fueron asesinados siete monjes trapenses. Poco cercano a la jerarquía eclesiástica, Becker se arremanga para ayudar a los subsaharianos, muchas veces les ha dado cobijo en su casa y en la iglesia reciben talleres de aprendizaje o clases de español. “Son una población muy vulnerable, son rechazados por parte de la sociedad argelina, incluso los niños les tiran piedras. Para muchos en Argelia el inmigrante negro es sinónimo de narcotráfico o de prostitución”, señala. El padre Thierry no está solo en sus denuncias, organizaciones como la Liga Argelina de Derechos Humanos también han denunciado la indefensión de este colectivo y luchan por terminar con los estigmas.