La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada el 26 de agosto de 1789, en los albores de la Revolución francesa, fue la expresión de un verdadero giro en la historia de la humanidad. Sus artículos legitimaron la “resistencia a la opresión” y, por primera vez, establecieron que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales” (algo impensado en un mundo dominado por monarcas absolutos y señores feudales). Estas ideas fueron tan potentes, que inspiraron revoluciones en otros puntos del mapa y pueden ser consideradas como el germen de las concepciones actuales sobre derechos humanos.
Aunque el espíritu del texto era -valga la redundancia- “universal”, desde el título se entiende que no incluía a todas las personas. La historiadora Joan Scott (autora de Las mujeres y los derechos del hombre. Feminismo y sufragio en Francia, 1789-1944) explica que “la Declaración fue un éxito en agrupar patriotas para la revolución, pero también despertó el descontento entre los excluidos de la soberanía”: en particular, entre las y los negros, los esclavos, los habitantes de las colonias francesas… y las mujeres. Fue justamente entonces cuando el feminismo dio sus primeros pasos como movimiento social y corriente teórica.
La llama encontró el combustible en décadas de desobediencia. Las mujeres habían jugado un rol clave en las incesantes revueltas del siglo XVIII. Mostraron su valentía en la llamada “guerra de las harinas”, de 1775, que surgió como respuesta del pueblo ante el incremento de precio de los granos. También se las vio en la “Jornada de las Tejas” de la ciudad de Grenoble, en 1788, tomando las armas para evitar los atropellos de la monarquía. “No estamos dispuestas a procrear hijos destinados a vivir en un país sometido al despotismo”, escribieron algunas de las rebeldes, en una desafiante misiva al rey.
La libertad tiene rostro de mujer
Las mujeres estuvieron en la famosa Toma de la Bastilla del 14 de julio de 1789. Pero el primer testimonio de ese año, escrito por ellas, con reclamos propios, apareció el 1 de enero: se trató de la Petición de las Mujeres del Tercer Estado. Las condiciones para la Revolución estaban en el caldero, sin que este ardiera todavía. Francia atravesaba una importante crisis económica y financiera, y el rey Luis XVI había convocado a los “Estados Generales” -una reunión de la nobleza, el clero y el llamado “pueblo llano”- para discutir una reforma tributaria. En ese marco, proliferaron los “cuadernos de quejas” o registros escritos dirigidos al monarca, de larga tradición. Las mujeres aprovecharon la oportunidad para salir del ámbito doméstico e intervenir en la arena pública. Allí se publicó la Petición.
Alicia Puleo y Celia Amorós -editora y presentadora respectivamente de La Ilustración olvidada: la polémica de los sexos en el siglo XVIII- cuentan que esta no redundaba en fundamentaciones teóricas. Sus expectativas resultaban moderadas, en comparación con elaboraciones posteriores: buscaba reformas cotidianas concretas y apelaba al “corazón” del rey, poniendo la causa femenina “a sus pies”. Aun así, encarnando el espíritu dieciochesco finisecular, sus autoras criticaban sutilmente los privilegios aristocráticos, al contraponer a las que nacían con fortuna o dote y las que no. Ellas mismas eran probablemente mujeres cultas, sin alcurnia, que gozaban de cierto bienestar económico (según puede inferirse de que supieran escribir en una sociedad mayoritariamente analfabeta). Postulaban su discurso desde el Tercer Estado -opuesto a la nobleza y el clero- que comenzaba a levantarse y del cual no pretendían quedarse afuera.
En las primeras líneas, señalaban que casi todas las mujeres del pueblo llano crecían sin formación alguna. A su vez, denunciaban que esto las convertía en “presas del primer seductor”, cuando no las forzaba “a venderse en subasta” o a “entrar a los conventos para subsistir”. En convivencia con estos elementos disruptivos, el manuscrito reflejaba una serie de prejuicios arraigados. Las redactoras, por ejemplo, daban cuenta de las condiciones que obligaban a muchas jóvenes a ejercer la prostitución; de todas formas, confesaban el deseo de que “esa clase de mujeres” -en sus propias palabras- llevaran “una marca distintiva” para no ser “confundidas” con el resto.
Con el abordaje de los asuntos laborales ocurría algo similar. Las peticionarias expresaban la voluntad de que todas sus conciudadanas gozaran de un trabajo propio, mediante cargos que solo pudieran ser ocupados por el sexo femenino. “Rogamos ser instruidas, poseer empleos, no para usurpar la autoridad de los hombres sino para ser más estimadas por ellos; para que tengamos medios de vivir al amparo del infortunio”. En este sentido, pedían “la aguja y el huso”, comprometiéndose “a no manejar ni el compás ni la escuadra”. Por un lado, reducían su campo de expectativas profesionales al bordado, la costura y la moda; por otro, introducían sutilmente el problema de la falta de educación femenina y denunciaban la competencia desleal dentro del -cambiante- mundo del trabajo, en la cual los hombres siempre terminaban ganando. Sin saberlo, no solo adelantaban algunos debates importantes -como el trabajo sexual y la dependencia económica-, sino una de las tensiones centrales que atravesarían los feminismos posteriores: aquella entre diferencia e igualdad.
Haciendo eco de visiones ilustradas como la de Diderot (para quien las mujeres privilegiaban el corazón sobre la cabeza), las redactoras concluían: “Que se nos enseñe sobre todo a practicar las virtudes de nuestro sexo, la dulzura, la modestia, la paciencia, la vanidad (…). Las ciencias solo sirven para darnos un orgullo necio (…) hacen de nosotras seres mixtos, que no son esposas fieles”. Al mismo tiempo, apuntaban indirectamente contra los mandatos matrimoniales y cuestionaban que “si la vejez las sorprende solteras, [las mujeres] se la pasan llorando y son objeto de desprecio de sus parientes más cercanos”. Estas aparentes contradicciones, propias de un período de transición, no hacen sino enriquecer el texto y arrojarlo a nuestra era, a veces temerosa de los principios enfrentados, del choque entre la tradición y las novedades, de las expresiones “incorrectas”.
A medida que la Revolución tomó impulso y se fue radicalizando, también lo hizo el discurso de sus participantes. Ni los cambios históricos, ni los movimientos sociales que los llevan adelante son lineales, ni homogéneos. El investigador Paul-Marie Duhet, quien trabajó con periódicos y documentos y testimonios en primera persona, contaba que, en el conmocionado 1789, las mujeres tomaron la cabecera en las marchas, requisaron carruajes, cargaron pólvora. La Petición es solo una pequeña muestra de que ellas no oficiaron como meras acompañantes de este hecho fundante de la Edad Contemporánea. Por el contrario, actuaron como protagonistas, conscientes de que, sin su participación, no podía haber igualdad, libertad y fraternidad.
Eso estaba presente desde el primer párrafo de la Petición, cuando las firmantes se preguntaban: “¿En un momento (…) en el que cada uno intenta hacer valer sus títulos y sus derechos; en el que unos se atormentan en recordar los siglos de la servidumbre y de la anarquía; en el que otros se esfuerzan por zarandear los últimos eslabones que les ligan todavía a un imperioso resto de feudalidad; las mujeres, objetos continuos de la admiración y del desprecio de los hombres, las mujeres, en medio de esta general agitación, ¿no podrían también hacer oír sus voces?”.
Aprovechando el derrumbamiento de instituciones milenarias, apropiándose de las palabras que circulaban y resignificándolas, las mujeres ilustradas -aunque no solo ellas- crearon lo que Puleo y Amorós llaman “retóricas y políticas fundacionales”: llegaron a hablar de una “aristocracia masculina”, de un “Tercer Estado dentro de un Tercer Estado”. Hoy repetimos que “lo que no se nombra, no existe”. Quizás les debamos esa herencia.
“¡Mujer, despierta! Las campanadas de la razón se dejan oír en todo el universo. ¡Reconoce tus derechos!”, exhortó unos años más tarde Olympe de Gouges. Su Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, de 1791, permanece como la expresión más conocida y elaborada de la implicación femenina en el proceso.
Olympe sintetizó el espíritu de miles de campesinas, artesanas, amas de casa y trabajadoras que sufrían los atropellos de la aristocracia, la imposibilidad de sostener los hogares y la opresión por parte de los hombres. Más de dos siglos después, la fuerza de las revolucionarias francesas sigue suscitando debates, inspirando desafíos pendientes.
JB