Fernando Broncano (Salamanca, 1954) es filósofo y catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad Carlos III de Madrid. Autor de más de una decena de libros, en su último título, Puntos ciegos: Ignorancia pública y conocimiento vallado (Lengua de Trapo), aborda las implicaciones del frágil 'equilibrio epistémico' determinado por las nuevas tecnologías a través de las cuales miramos un mundo en transformación en medio de esta crisis .
Desde el confinamiento en su domicilio, Broncano reflexiona sobre la gestión del conocimiento y el miedo como dos de los elementos clave en la respuesta a la pandemia: “Las interdependencias que crean las necesidades de seguridad nos van a hacer más vulnerables”, asegura.
¿Saldrá la ciencia reforzada de esta crisis?
No lo veo muy claro. Se ha descrito con razón esta crisis como uno de los mayores fracasos de las políticas científicas de nuestro tiempo. Es cierto que la ciencia y la tecnología se han desarrollado de forma asombrosa en las últimas décadas, pero ha sido en la dirección de buscar a través de la innovación el máximo beneficio para nuevas o viejas empresas, y muy poco para defender a la sociedad.
Las comunidades científicas se han desesperado alertando inútilmente sobre el cambio climático, las posibles pandemias, y el peligro de la desinversión pública en políticas de conocimiento y educación. Cabría pensar que ahora los estados y macroestados van a aprender la lección de esta desidia, pero no confío mucho en su capacidad de aprendizaje, en que sean capaces de iniciar políticas a largo plazo sin rentabilidad inmediata.
¿Qué movimientos podemos esperar en un negocio como el de las patentes ahora que el mundo tiene la vista puesta en el éxito de una vacuna?
Necesitamos urgentísimamente sistemas orientados a la investigación no movida por los beneficios sino por los horizontes de la salud pública y el conocimiento compartido. Esa fue siempre la empresa científica que ha empezado a dañarse cuando el conocimiento se ha convertido en mercancía. Ahora ya es una cuestión de supervivencia colectiva. Paradójicamente, el problema de las patentes no es el peor de todos, al fin y al cabo una patente da derechos económicos de uso al precio de hacer público el conocimiento. El problema de fondo peligroso es la progresiva extensión del secreto, la privatización real del conocimiento. Ahora es el momento de una ciencia abierta y parte central de las políticas públicas de los estados.
¿Cuál habrá de ser el papel de la filosofía y las humanidades a la hora de orientar el nuevo escenario 'post pandemia'?
Si las ciencias y la tecnología se orientan al conocimiento, las humanidades lo hacen a la sabiduría, que es la conciencia de los límites de nuestro conocimiento. En este sentido, ejercerán su papel si no pierden lucidez y contacto con el tejido social y con el desarrollo del conocimiento, si no se resignan a ser meros jarrones decorativos de una cultura cada vez más mercantilizada.
La estrategia de las humanidades, en un sentido amplio que incluiría a gran parte de la cultura literaria y artística, es hacer las preguntas incómodas, las que hacen resollar a las conciencias y molestan. Algo así como psicoanalistas impertinentes. Ahora, además, les tocará también otra función, la de recordar la fuerza de los lazos sociales que nos vinculan, el poder de la confianza que produce la cooperación y el impulso para la recuperación de la esperanza. Son depositarias de la memoria, de las experiencias históricas de la humanidad, y ahora van a ser más necesarias que nunca.
Estamos ante el primer gran acontecimiento global que vivimos confinados y a través de una pantalla de ordenador o smartphone.smartphone
Sí, la experiencia del confinamiento físico y de la exposición a la hiperinformación segundo a segundo es nueva. Las pantallas han dejado de ser mecanismos unidireccionales. Podemos ver ya que nuestros lazos sociales se mantienen gracias a la conexión de los teléfonos y las redes, que la distancia social solo lo es de los cuerpos, pero también que hay otras formas de contagio e infección viral que no son orgánicas sino informacionales. Estamos expuestos a campañas industriales de movilización de las emociones, de producción de polarización e ira, que al final, desgasta nuestras mentes y nos pone en peligro a nosotros y a la democracia tanto como los gérmenes. Esta situación ambigua ha llegado para quedarse.
El miedo –al futuro, al otro, a la muerte...– es un sentimiento muy presente estos días y que, según ha apuntado usted, encuentra una salida natural a través de la tensión y el odio que vemos en las redes sociales.
El miedo ha sido siempre el instrumento del poder y la dominación. Es una emoción muy particular que muta en indignación en muchas personas que no son capaces de reconocer la ansiedad que les causa la incertidumbre. A veces parece que estamos viviendo un episodio de La Guerra de las Galaxias con Darth Vader diciéndonos '¡Enfádate!, ¡Vente al lado oscuro de la fuerza!'. Porque de eso se trata: en los tiempos de ansiedad crecen las personalidades autoritarias y crece, sobre todo, el miedo a la libertad. Y eso tiene enormes rendimientos políticos.
Las aplicaciones de monitorización de movimientos han resultado muy útiles en varios países a la hora de frenar al virus. ¿Corremos el riesgo de que lleguen para quedarse?
Bueno, esto supone dar a los Estados lo que ya les hemos dado mucho más gustosamente a las grandes plataformas. Lo que va a ocurrir es que los Estados van a depender un poco más de estas plataformas que son ya las que tienen los datos. En lo que respecta a los ciudadanos, va a significar una ventana de oportunidades de control individual hasta un punto inusitado. Es raro que cuando se les da a los Estados un poder nuevo y provisional sobre los ciudadanos lo devuelvan de buena gana cuando pasan las situaciones de emergencia. En principio, bastaría con cerrar la aplicación para que se cortarse esta forma de control, pero veremos si los Estados las harán obligatorias y por cuánto tiempo. El grado de democracia se va a comprobar en la reversibilidad de estas técnicas de control. Es preocupante, la verdad.
¿En qué sentido puede influir esta experiencia colectiva en las tensiones identitarias vinculadas a la globalización?
Van a ser impactos multiformes. Por un lado, habrá posiblemente un repunte de los neonacionalismos que utilizarán la crisis para intentar convencer y convencerse de que ellos solos lo habrían hecho mejor. Vamos a tener que soportar desgraciadamente una ola de nacionalismo. Por otra parte, como estamos viendo, también estamos tomando conciencia de la dependencia que tenemos de otros Estados. Sentimos que la Unión Europea nos falla y sin embargo no podemos renunciar buscar lazos mucho más fuertes que los existentes. Hemos entrado en un mundo de interdependencias donde la tensión entre identidad y dependencia se va a hacer muy fuerte.
¿Cómo cree que operará la memoria colectiva a la hora de construir un relato de lo ocurrido?
Esa es una pregunta tan interesante como complicada. La memoria almacena experiencias, y las experiencias son vivencias dependientes de relatos, de la capacidad de comprender lo que ocurre y de asimilarlo. Fijémonos en el Holocausto, una experiencia de la humanidad que ha llevado décadas el ser narrada y, tal vez, entendida. Ahora estamos ante un punto de inflexión de la historia en que vamos a necesitar mucho esfuerzo solamente para entender qué nos está pasando más allá de lo que es evidente.
La filosofía, sin renunciar a pensar y a hablar, creo que debe tomarse muy en serio el esfuerzo por comprender y dar palabras a una experiencia de todos que aún no sabemos quizá ni siquiera nombrar. Estamos como Frodo y Samsagaz en El señor de los anillos, al borde de la Montaña del Destino, pensando en que quizás las generaciones futuras hablarán de nosotros, pero los aedos que lo hagan aún no son capaces de contar nuestra experiencia.