Cuando escuchó a un amigo decir que el confinamiento había sido “maravilloso” porque lo había dedicado a sus aficiones y a hacer pan, Teresa entendió que 2020 no había sido igual para todo el mundo. Esta enfermera reconvertida en rastreadora se dio cuenta de que solo unos pocos están viviendo la epidemia con tanta intensidad como ella. No está sola: muchos epidemiólogos, investigadores y microbiólogos clínicos llevan en primera línea un año. Todo el mundo les pregunta cómo va la pandemia, pero ¿cómo les va a ellos?
Al igual que los sanitarios, reniegan del calificativo de “héroes”. A diferencia de estos, su historia ha sido menos contada. La carga de trabajo que viven desde marzo de 2020 hace que no sean fáciles de entrevistar: muchas de las conversaciones de este reportaje, mantenidas desde finales de 2020, tuvieron lugar durante fines de semana, vacaciones o trayectos en coche. Otros intentos no pasaron del correo electrónico. Antes de Navidad ya estaban muy preocupados, sabían que enero sería duro.
Las entrevistas muestran que los vaivenes de las curvas epidemiológicas, esa montaña rusa en la que la sociedad vive atrapada desde hace un año, apenas se reflejan en su día a día: a veces, incluso trabajan más cuando todo parece tranquilo. Dormir mal y comer peor es la norma; los horarios son inexistentes. Su vida social es escasa, por falta de tiempo pero también por responsabilidad. “Nuestro trabajo de vigilancia en ningún momento se ha asemejado a lo normal desde que todo empezó”, asegura el director del Observatorio de Salud Pública de Cantabria, Adrián Aginagalde.
La quemazón es evidente: “Si los epidemiólogos no te dicen que están con ganas de tirarse por la ventana, mienten. Habría que hablar del estado de salud de los técnicos: ninguno sabe lo que es librar”, asegura Aginagalde. Charlamos con él al final de unas vacaciones “obligadas” durante las que tuvo seis reuniones diarias. Le quita hierro al asunto cuando la conversación, que inicialmente iba a tratar sobre su situación personal, deriva, inevitablemente, hacia la situación epidemiológica: “Nos pasa a todos”.
Con el piloto automático
La investigadora del Instituto de Salud Carlos III María Iglesias secuencia muestras de SARS-CoV-2 para estudios epidemiológicos y genómicos. Confiesa que sus recuerdos de marzo de 2020 son “confusos”, pero hoy siente que va “con el piloto automático”. Con diferentes palabras, es algo que expresan otros entrevistados. “Es una sensación rara, de cansancio, pero también de que no nos podemos permitir parar”, añade. “Hay días en que sientes que puedes con todo y luego pasa algo, te hundes, y aparece el cansancio y la frustración por tantos meses de trabajo a velocidad vertiginosa”.
Paloma del Pino es una trabajadora social que pertenece a la unidad de vigilancia epidemiológica de Fraga (Aragón) y dice que desde marzo del pasado año siente “como si viviera en una barca” en la que rema más o menos según vengan las olas, pero siempre rema. Recuerda trabajar hasta medianoche los fines de semana y doblar el turno cuando un brote en su centro hizo que el personal restante tuviera que compensar las ausencias. “Llamábamos a los pacientes a las diez de la noche para darles el resultado del test y no se creían que la llamada fuera real y que hubiera gente trabajando a esas horas”.
El coordinador de la unidad de seguimiento de la COVID-19 de Cataluña, Jacobo Mendioroz, solo tuvo un día de vacaciones en todo 2020: “Dependes de cómo vaya la pandemia. Si se detecta un brote y hay que actuar rápidamente, no puedes decir que te llamen el lunes, porque entonces en vez de 100 casos te encuentras 700 y vas tarde”, dice. Asegura que haber vivido situaciones “complicadas” en el pasado, desde África a la investigación de malformaciones congénitas en niños, le ha otorgado cierta “resistencia”.
Mikel Gallego, microbiólogo clínico del Servicio Vasco de Salud, es una de las personas que trabajan tras las famosas siglas PCR. “Estábamos preparados para hacer una a la semana pensando que llegarían cuatro pacientes de China”, recuerda.
Al superar la barrera de las diez diarias ya no daban abasto, pero pronto harían más de cien. Primero a mano, luego con robots, hoy estos laboratorios recuerdan más a una cadena de montaje. Así alcanzaron la cifra de 3.000 PCR diarias: si en 2019 realizaron 28.000 en total, cuando hablamos con él llevan ya 350.000 solo de coronavirus. La mayor “odisea”, encontrar materiales: “Se ha agotado todo. En Dinamarca, Carlsberg puso sus fábricas a hacer alcohol”.
El microbiólogo asegura que están “sobrepasados, agotados y desesperados”, lo que ha provocado alguna baja por estrés agudo. “Es mucha presión porque sabes que esto funciona por ti. La mayoría ha respondido, pero porque todo el mundo en paro fue contratado y, como no hay posibilidad de reemplazo, no puedes desertar”. Las seis personas entrevistadas en este reportaje dejan claro que faltan manos por todas partes: una baja por COVID-19 supone más trabajo para los que quedan detrás.
“Había cosas sujetas con mimbres y, ante la mínima presión, estallaron”, cuenta Teresa, rastreadora que habla con nosotros con la condición de no revelar su nombre ni la Comunidad Autónoma en la que trabaja. La conversación tuvo lugar a comienzos de diciembre, en pleno optimismo por la aprobación de las primeras vacunas, y ella criticó el “triunfalismo de pensar que todo ha pasado”. Como el resto, sabía que la luz al final del túnel está todavía más lejos de lo que nos gustaría.
Historias reales tras la curva de casos
La pandemia ha supuesto un enorme desgaste personal y profesional para todos los entrevistados. Mendioroz comparte una de sus experiencias más duras: “Una mujer que cuidaba a los ancianos de su pueblo de forma voluntaria acabó contagiando a catorce parejas. Imagínate lo que pasó y cómo quedó ella”. Estas historias, sumadas a su dura experiencia inicial como médico de guardia y la dificultad de brotes como los de Igualada y Lleida, han hecho que el epidemiólogo intente no perder de vista el impacto personal que supone el virus.
“Cada vez que veo subir la curva y los casos tengo en la cabeza lo que representan esos números”, asegura. “La curva es el lado aséptico de las cosas y es difícil mirarla sin distanciamiento, pero detrás de cada caso hay muchas historias terribles”. Cita casos de jóvenes asintomáticos que visitaron a sus abuelos: “Aunque no sea culpa tuya, ¿cómo te quitas de encima que se han contagiado por ti? Es muy difícil para las personas que lo han vivido”.
Del Pino siente cada positivo como si fuera suyo. “Hemos perdido a familiares de compañeros por COVID-19 y eso te afecta mucho”. Cita la “inesperada” muerte por COVID-19 de la madre de una compañera, justo cuando las vacunas ya parecían estar a la vuelta de la esquina, como uno de los momentos más complicados. Por eso su filosofía, por “paz mental”, es ir paso a paso y no hacer planes a largo plazo. “No sabemos lo que va a pasar la semana que viene, no se puede planear nada con más de dos o tres días de antelación porque cuando menos te lo esperas algo tira tus planes por la borda”.
“Nos enfrentamos a problemas reales a los que hay que poner solución, no es solo rastrear”, afirma Del Pino. “Te implicas con los pacientes, que te trasladan sus problemas y los hacen tuyos”. Ambas rastreadoras son testigos de cómo la precariedad en la que viven muchos españoles entorpece el control de la epidemia.
“Les imponemos medidas, pero no se cubren sus necesidades, así que ahora tienen más problemas que durante el confinamiento y eso hace que no las cumplan”, dice Teresa. Cita ejemplos de personas que no cobran si no van a trabajar, que no tienen habitaciones disponibles en casa para aislarse, nadie que les traiga la compra o que tienen familiares fuera que dependen de sus cuidados. Incluso sacar de paseo al perro puede ser una pesadilla logística.
Para Teresa, el peor momento de la pandemia llegó en verano de 2020. “En agosto nos vino el sopapo, fue el peor mes de trabajo de toda mi vida y soy enfermera desde hace veinte años”. Tanto, que llegó a bromear con un compañero sobre lo bien que se estaba en Urgencias. Algo similar le sucedió a Del Pino debido a los brotes entre temporeros de Aragón: “Fue muy duro explicarles que debían aislarse, porque te contaban que tenían once hijos en su país y que si no trabajaban no comerían”.
Presiones inasumibles y soledad
Iglesias vive sola, lejos de su Andalucía natal, y asegura que el confinamiento le resultó difícil. “Tras un día horrible de estrés, llegar a casa y que no haya nadie es duro. Estuve dos meses sin que me dieran un abrazo hasta que una compañera lo hizo, aunque no debía, porque necesitaba por salud mental que me dijeran que todo iba a salir bien”.
Aginagalde cuenta situaciones surrealistas, como que lo despierten a las 3 de la mañana para producir datos para un informe. Sin embargo, considera el “señalamiento público de los técnicos” lo que más le afecta. “Duele y no aporta nada. Nunca he visto que se pidan los nombres de los autores de los informes de posicionamiento terapéutico de la AEMPS”. Se confiesa enfadado por el asunto: “Es cargarse la carrera profesional de personas que han hecho su trabajo tal y como se les había pedido y cuyo informe se intenta convertir en otra cosa”. Sabe que hay cosas que mejorar, pero teme que estos “ataques” siembren la desconfianza.
“Ha sido un año larguísimo porque cada dos días había novedades, llegaba una técnica nueva y tenías que tenerla lista para el día siguiente”, cuenta Gallego. El microbiólogo comparte la presión de tener que seguir haciendo PCR mientras se ponían a punto test de antígenos, detecciones en saliva y otras herramientas recién salidas al mercado. “No te dan el margen que necesitas para probarlo y luego dicen que se te escapan pacientes, cuando con otros virus la tecnología es de quinta generación, mientras que con el coronavirus la primera salió en mayo. Es evidente que vamos a cometer errores”.
El virus se cuela en los sueños
¿Cómo soportar estas situaciones día tras día? “Llega un punto en el que tienes que parar porque la desconexión se hace imposible”, comenta Iglesias. Cuando la hiperconexión genera ansiedad y el virus se cuela en los sueños, es momento de poner el freno de mano. “Este último año he aprendido que tengo que gestionarlo sin que afecte duramente a mi vida”.
De una forma u otra, todos los entrevistados han tenido que hacerlo. Del Pino cuenta que se queda “más tranquila” cuando sale todo el cansancio acumulado, aunque sea en forma de dolores de cabeza. Asegura que intenta no hacer caso de la prensa porque le genera ansiedad: “Me he hecho una coraza para protegerme, si solo miramos la parte negativa nos hundimos todos”.
Teresa considera necesario “desdramatizar” en parte la situación. “Tengo compañeras que lloran cuando alguien incumple el aislamiento y otras que se han tenido que ir porque no han resistido ver que todo se venía abajo otra vez”. Intenta mirar el lado positivo: “He visto algunos de los pacientes más enfermos de mi vida, pero también gente que trabaja y se deja los cuernos”.
Atrapadas en el tiempo bailando reguetón
Para los protagonistas de este reportaje los meses eran de mil días que se entremezclaban como en Atrapado en el tiempo. Esta sensación de déjà vu es repetida por varios de ellos.
“No sabías si era domingo o viernes, nos preocupaba perder la noción del tiempo”, dice Iglesias sobre los peores meses del confinamiento. Del Pino aseguraba, a principios de este año, que ni siquiera se había dado cuenta de que estábamos en 2021: “Cada vez que escribo un fin de cuarentena todavía pongo 2020, no me hago a la idea porque para mí es una continuación del anterior, ha sido una pausa en todos los niveles de mi vida”. Gallego lo compara con vivir en una “nebulosa” en la que no sabe cuánto tiempo pasa.
La solución en el laboratorio de Iglesias para romper esta maldición consistió en escuchar reguetón a todo volumen los viernes. Así se reforzaba la moral y marcaban el calendario de forma infalible: “Nos poníamos a cantar y bailar para liberarnos, recuerdo momentos de mucha unión. Parece una tontería, pero queríamos demostrar que aún en los momentos difíciles podíamos divertirnos”. En tiempos adversos, gente que no había trabajado antes junta formó un equipo.
“El coronavirus me ha cambiado la vida: he madurado a nivel profesional, he aprendido mucho, soy una persona diferente y me he demostrado que puedo trabajar bajo presión aunque a veces haya momentos de venirme abajo”, cuenta Iglesias, que acababa de doctorarse cuando el SARS-CoV-2 llamó a la puerta. “Tampoco quiero romantizarlo porque ha sido intenso, he perdido diez kilos”.
Gallego considera que “es bonito reflexionar y ver que cuando hacías 80 PCR te quejabas y ahora que haces 3.000 es un día más, pero ha costado llegar hasta aquí”.
La invasión de los epidemiólogos de sofá
La proliferación de charlatanes y todólogos es inevitable durante las crisis, y es un tema que enciende a los entrevistados: consideran que las voces más fiables son las que tiene un altavoz menor. “Son perfiles que nada tienen que ver con la gestión de la epidemia y, por lo tanto, tienen tiempo de promocionar su marca, pero no conocen a fondo lo que pasa”, afirma Mendioroz.
El epidemiólogo no es el único que critica que algunas figuras se aprovechen de tener una agenda más libre, mientras ellos se mantienen en un segundo plano. “Los microbiólogos que manejan la COVID-19 están en el laboratorio y han decidido que su aportación va a ser su trabajo, no ir a la tele”, dice Gallego, que considera que se ha generado un ecosistema de personas que aprovechan la pandemia en su beneficio. “Les falta mucha perspectiva de lo que es el trabajo diario. El que hace afirmaciones tajantes probablemente esté bastante alejado de la realidad”.
Aginagalde defiende que algunos investigadores “sí que aportan mucho”, pero lamenta que otros que nunca han trabajado en estos campos acaben por “distorsionar” el discurso. Considera que existe una contradicción entre cómo se toman las decisiones y cómo creen que se toman. Hay, en su opinión, un “desconocimiento brutal de los mecanismos reales que se pueden desplegar” para combatir la epidemia.
También lamenta “que se generalice la anécdota” y se “magnifiquen algunos riesgos”. Cree que se da un altavoz a los sectores afectados por las medidas, como la hostelería, pero no se explican los beneficios obtenidos. Esto dificulta la toma de decisiones por la elevada presión recibida. Aginagalde defiende que los técnicos deberían poder explicar las medidas, contextualizar los riesgos y contrarrestar las malas interpretaciones que se hacen de los datos: “No hay un diálogo real entre la opinión pública y nosotros, y cualquier medida supone un chaparrón” de críticas.
“Los epidemiólogos no son la gente que sale en la tele hablando de epidemiología, somos pocos y desconocidos”, explica Aginagalde. Esto provoca, en su opinión, muchos mitos sobre la toma de decisiones: “Seguimos el procedimiento administrativo común y gestionamos las nuevas evidencias científicas para integrarlas. Es más lento de lo que marca la agenda informativa, pero cuando hay cambios no es por un artículo de prensa”.
Iglesias lleva seis años estudiando virus respiratorios y cree que tiene todavía mucho que aprender. No entiende a quienes exhiben opiniones “muy contundentes, como si fueran verdades, por haberse leído un par de papers” y sustentadas en una literatura que “ahora mismo es cuestionable”. Teme que, al final, se amplifiquen “barbaridades” por culpa de gente que “no sabe decir que no es experta”. Confiesa que le molesta que se interpreten datos sin contexto, lo que lleva “a tomar decisiones erróneas, generar miedo y ansiedad en la población y falsos dogmas”. Por eso pide mucha cautela al hablar de escapes vacunales y variantes más transmisibles.
Otro elemento central en la lucha contra la COVID-19 son las PCR, que han generado muchos debates a su alrededor. A Gallego le fastidia que se haya “tratado de tontos” a los microbiólogos clínicos. “Nosotros sabemos de lo que hablamos, y si no usamos algo es porque no tiene sentido en el día a día más allá de casos concretos”, por eso considera negativo que haya quien “elucubre recomendaciones sin saber su utilidad ni la dificultad de exigir esos resultados” en el mundo real.
Falta mucho por comunicar: lo más importante, no contagiar
La visión de algunos entrevistados incide en el papel de la responsabilidad individual, que consideran algo olvidada. “Hemos perdido el discurso de que lo más importante es no contagiar”, lamenta Mendioroz. “Como son medidas aburridas que se han repetido tanto, parece que lo importante son los test, el rastreo o la vacuna, cuando eso no evita que te contagies”. Considera que existen muchas herramientas que “ayudan” en la contención, pero recurre al ejemplo del sida para mostrar la crisis de otra forma.
“Imagina que con la pandemia de VIH se hubiera dicho que lo importante era que la gente se hiciera un test, no tuviera relaciones y se buscara el origen del contagio, en vez del preservativo. Habrían pensado que estábamos locos”, comenta. “Entonces lo importante era el preservativo y ahora es igual: que la mayoría de gente se proteja y no se contagie, porque luego muchos no quieren o no pueden aislarse”. Mendioroz cree que, sin el respeto a las medidas, “lo demás es paliativo”.
Teresa no entiende que todavía existan tantas dudas entre la ciudadanía y lo achaca a fallos de comunicación, con mensajes en ocasiones contradictorios. “Se ha perdido la parte más sencilla de qué sí y qué no, con mensajes muy claros, simples y concretos. Veo a gente limpiando con lejía las cajas de huevos y a otra que charla media hora sin mascarilla con la vecina pero te dice que no pasa nada porque no han tomado café. Luego llegan a un sitio cerrado y sin ventilar y lo primero que hacen es quitarse la mascarilla”.
Como Mendioroz, también pone el ejemplo del VIH. “Las cosas no se cambian de hoy para mañana, [con el VIH] hubo que hacer campañas durante años porque la gente tenía prácticas de riesgo y costó que se entendiera”. Por eso critica la “tormenta de información” que bombardea a la población con conceptos técnicos como “que la incidencia acumulada de dos semanas es mejor que la de siete días”, en lugar de centrarse en mensajes claros e importantes.
Problema colectivo, cambio individual
Del Pino, por su parte, echa en falta “iniciativa individual” entre la población. Como rastreadora, su trabajo consiste en apelar a la “conciencia” y la buena voluntad de las personas, por eso las considera fundamentales. “Al final esperamos a lo que nos imponen, lo que nos dicen que hay que hacer. Estamos en una pandemia, no podemos esperar a que el Gobierno nos confine. Tiene que salir de ti hacer lo estrictamente necesario y reducir los contactos para beneficiar a la sociedad”.
Mendioroz hace otra comparación con una crisis sanitaria reciente: la del ébola. “Había ritos funerarios que consistían en tocar y besar el cadáver, y hasta que la comunidad no dejó de hacerlo no se logró controlar el virus”. Opina que falta ese “cambio de mentalidad” y que, hasta que no se produzca, “las cosas no cambiarán” porque “no hemos renunciado a una parte de nuestra forma de comportarnos y reunirnos”.
Por eso Mendioroz también cree que sin colaboración ciudadana es imposible controlar al SARS-CoV-2. “El virus tiene una capacidad infectiva que supera cualquier sistema de control. No nos equivoquemos: no se ha controlado en la historia una epidemia a base de diagnóstico y rastreo a menos que haya un tratamiento o vacuna”.
Quizá el mayor error desde el comienzo de la pandemia fue verla como un problema individual y no colectivo. “Si nos protegemos nosotros también protegemos a nuestra familia, amigos, puestos de trabajo y economía. Es mucho más amplio que la protección individual”, dice Mendioroz. Cree que si la mayoría siguiera las normas, habría que tomar menos medidas restrictivas. Invita a ver las cosas de otra forma: “Esto no va de lo que pueden hacer los demás, sino de lo que puedes hacer tú”.
Una mirada hacia la pospandemia
“Las grandes crisis son una oportunidad para cambiar las cosas que hacemos mal”, asegura Mendioroz. Confía en que la pandemia sirva para replantear algunas, desde el modelo de las residencias a las ayudas a la vulnerabilidad social, pasando por la contaminación, la vivienda y la precariedad laboral. No son problemas nuevos, pero el coronavirus los ha hecho aflorar: “Esa es la realidad del problema. Los brotes en mataderos y entre temporeros, por ejemplo, tienen que ver más con la explotación que con el virus”.
Tampoco auguran unos felices años 20: los epidemiólogos advierten que lo peor está por llegar. “Normalmente la pospandemia es más dura que la pandemia”, dice Mendioroz. “El sistema sanitario queda destrozado, empiezan a morirse enfermos crónicos no atendidos, la economía está por los suelos y las familias han perdido su sustento”.
“O lo intentamos paliar durante la pandemia o lo que vendrá después será muy complicado, porque si hemos tenido que cerrar seis veces y nos quedamos sin dinero no habrá ayudas sociales. ¿Qué pasará con esa gente si se descompone por completo el estado de bienestar? ¿Si la sanidad pública no puede más y los profesionales abandonan en masa?”, advierte Mendioroz. Por eso, muchos de los expertos destacan la necesidad de crear estructuras resilientes que puedan soportar otra tormenta en el futuro.
Los epidemiólogos creen que no saldrán bien parados: en las epidemias, tras la negación, llega la búsqueda de culpables. Mendioroz dice tener claro que al final de todo les crucificarán. “Has tenido una epidemia, no la has parado y ha muerto mucha gente. No van a ser comprensivos después porque hay muchas historias duras detrás”.
En sus puestos “por el bien común”
Mientras esperamos el día en que podamos abrazarnos de nuevo, los entrevistados siguen en sus puestos, como dice Del Pino, “por el bien común”.
Aginagalde pide que les paguen guardias y, en el futuro, que sus compañeros tengan un presupuesto y estructuras adecuadas y similares a las de otros países. Gallego, que dejen de ser “fábricas” de PCR y se ponga de relieve la importancia de los microbiólogos y técnicos.
Del Pino es cauta y huye de considerar 2021 como el año en el que todo fuera a acabar de repente. “La pandemia no entiende de fechas y no va a haber un antes y un después: el final será paulatino. ¿Saldremos este año? Espero, pero no las tengo todas conmigo”.
Teresa considera que “estamos todo el rato en un sprint”, cuando en realidad es una carrera de fondo.
“Hay que celebrar lo máximo posible porque estar aquí ya es motivo de celebración”, opina Del Pino, “pero busquemos herramientas para hacerlo con seguridad”. De momento, si hay un brindis, las copas tendrán que respetar la distancia.