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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

¿Las heridas de la COVID-19 han abierto camino a los cambios que esperábamos?

Los manuales dicen que tras un shock global como la crisis del coronavirus quedan profundas heridas, pero también cambios. La pandemia puso las vulnerabilidades sociales, las que estaban debajo de la mesa, encima del mantel: la desatención de los mayores en las residencias, la enorme cantidad de personas que caminaban sobre el alambre y quebraron al dejar de cobrar unas semanas… Llegó entonces una ola de solidaridad, mensajes positivos en medio del desastre y aplausos a la sanidad pública desde las ventanas. “Salimos más fuertes”, decía una campaña del Gobierno de España en junio de 2020. 

Han pasado dos años de la declaración del primer estado de alarma y del inicio de un confinamiento inédito para la población española. España está a punto de pasar página en la gestión del virus, de superar una crisis mientras otra, de dimensiones aún incalculables ocasionada por la guerra de Ucrania, se cierne sobre Europa. ¿En qué ha quedado el impulso por el cambio? ¿Cuáles eran nuestras expectativas? Si miramos por el retrovisor, ¿salimos mejores?  

“Salimos fastidiados”, responde la socióloga Celia Díaz, que defiende, sin embargo, que la crisis ha servido para “instalar debates interesantes”. No tanto para conseguir cambios radicales. “En una situación de crisis la tendencia general es salvar los muebles y conservar lo que se tiene”, afirma la profesora de la Universidad Complutense de Madrid. 

Pablo Santoro, investigador en el campo de la sociología de la salud, ve un “repliegue interno de los países, de los hogares, de las relaciones sociales” contra la lógica expansiva de los últimos 40 años. Y es más pesimista sobre el alcance de las nuevas discusiones sobre “valorar lo público” o “aumentar la inversión en sanidad o educación”. “Fueron una ilusión” que se ha desvanecido con el tiempo, sostiene, y no han tenido reflejo en las políticas públicas. 

Ambos comparten que las reflexiones sobre un cambio en el sistema, en cómo funcionamos como sociedad y como mundo, explotaron al principio. Cuando paramos y reparamos en que desde nuestras casas en el centro de la ciudad se podían escuchar los pájaros si no había tráfico o fuimos conscientes de la crisis climática. Pero la urgencia se instaló rápido en otro sitio: tener para comer, conservar el trabajo, cuidar a los niños y atravesar todo ello con la mejor salud mental posible. “De alguna manera hemos sido conscientes, más que nunca, de que estamos sometidos a contingencias”, resume Elisa Chuliá, profesora de Sociología de la UNED e investigadora de Funcas. 

Sí hay algo que ha cambiado radicalmente a la hora de afrontar la crisis: el paradigma desde el que se hace. “Al contrario de lo que sucedió en la gran recesión de 2008, hemos visto que las políticas de austeridad solo sirven para cronificar y aumentar las desigualdades”, sostiene Díaz. El mejor ejemplo son los fondos europeos Next Generation y, en España, el Ingreso Mínimo Vital, aprobado en mitad de la pandemia, o los ERTE. 

“Más allá de la ingente masa de dinero, no sé si conseguiremos hacer cambios estructurales importantes; necesitan un periodo de reflexión y mucho ensayo-error. Y no ha habido tiempo”, manifiesta Chuliá. Lo que está claro, en su opinión, es que “el Estado ha ganado importancia”. “Podría revertirse la situación, pero se han creado inercias”, añade.

En un clima de vuelta a la normalidad ansiado por la mayoría, Santoro advierte del peligro de romantizar lo que fue y no ver lo que debería cambiar. “Hay algo perverso en ese marco, en lugar de mirar hacia el futuro pedíamos mirar hacia el pasado y nos podemos quedar, tras el shock, con una idea de nostalgia que no se corresponde a cómo están las cosas”, dice el sociólogo Pablo Santoro, partidario de “plantear un horizonte diferente” que pase por concebir que lo normal es mejorable. 

El riesgo a medio plazo, zanja Díaz, es que con el paso del tiempo “se nos olvide lo que hemos visto y los problemas que la crisis ha sacado a la luz” por el propio agotamiento de las personas. En lo micro y en lo macro: la crisis ha mostrado la cara más despiadada de la desigualdad entre ricos y pobres con el acceso a las vacunas. “Los países occidentales olvidaremos antes la pandemia y se mostrará otra vez y muy a las claras cómo se convierte en desigualdad respecto a otros lugares del mundo”, concluye Santoro.

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La crisis del año 2008 tronchó la inversión pública en sanidad. Lo que vino después, según Amnistía Internacional, fue una “década perdida” que en el epílogo se encontró con el coronavirus. “En la postcrisis llegó la pandemia y nos cogió en precario”, asegura Gabriel del Pozo, vicepresidente de la Confederación Española de Sindicatos Médicos. 

Nunca en la historia reciente los hospitales españoles habían tenido que practicar la “medicina de guerra”, los desahucios de pacientes jóvenes, la terrible elección sobre a quién dar un respirador. Entonces, el sufrimiento despegó una “necesidad de calor mutuo”, así lo describe del Pozo, que se tradujo en los aplausos desde las ventanas. Después, asegura, llegó el salto al debate público de que “el sistema tal vez no era tan lujoso o fuerte como parecía”. “Esto ha despertado consenso: la gente iba a pedir una cita y no tenía, o no le daban la baja, o no podía hacerse tal o cual prueba”, aporta el epidemiólogo Pedro Gullón. 

En lo organizativo, Gullón cree que el sistema sanitario ha aprendido “de forma abrupta” a encogerse y estirarse según dónde estaban las necesidades. Sin embargo, lo estructural apenas ha variado, coinciden los expertos consultados, y el estado de ánimo de los profesionales está dañado tras dos años de pandemia.

Los cambios en el Sistema Nacional de Salud son complejos. ¿Se trata de un problema de personal, de inversión o de ambos? Con el impulso de los fondos europeos, muchas comunidades destinarán este 2020 cifras récord a su sistema sanitario. Sin embargo, eso no ha impedido que los gobiernos regionales empiecen a desprenderse de los refuerzos contratados para hacer frente a la pandemia

“No es solo cuestión de personas, es inversión y estar convencido de que este sistema público es por el que apostamos y en el que creemos”, resume del Pozo. “La crisis debería ser una oportunidad de mejora si lo planteamos bien, pero tenemos el problema de que no hay profesionales porque no se les ha cuidado”, añade. 

Primaria en la línea de fuego

La Atención Primaria aparece como la gran damnificada por la crisis. Vivía antes de 2020 una situación ya muy complicada que el coronavirus ha desmoronado por completo. Ocho entidades médicas se han unido para lanzar la última llamada de socorro: si las cosas siguen así, la base del sistema sanitario “desaparecerá”. “Las malas condiciones y la saturación se están cronificando porque no existen decisiones e inversiones que promuevan el cambio real”, lamentan. 

La crisis del coronavirus ha dejado al desnudo también la precaria estructura de salud pública que había en España. Pocos profesionales y mal pagados tuvieron que asumir la vigilancia de un virus que avanzaba sin piedad por el país. “Hay vías de comunicación que se han tenido que inventar durante la pandemia”, manifiesta Gullón, que considera que en este campo sí se están produciendo avances importantes. Sanidad y las comunidades autónomas han puesto en marcha un ambicioso proyecto para crear una Red Estatal de Salud Pública que vigile no solo las enfermedades infecciosas, sino también las no transmisibles, la sanidad ambiental o cómo las condiciones de vida determinan la salud.  

La historia de la pandemia y la Educación es la de lo que podría ser pero no es y no parece que vaya a ser. Cuando llegó la crisis, y con la certeza de que había que mantener la escuela abierta, la solución que se encontró fue mandar a la mitad de cada clase a su casa en días alternos. Por las razones equivocadas, pero por fin se cumplía la principal reivindicación del profesorado: grupos de menos alumnos. Por unos meses, apenas un curso entero y de manera incompleta y no generalizada, los docentes confirmaron lo que sospechaban: “Las clases cunden mucho más, con dos sesiones compensas las cuatro semipresenciales”, recuerda un profesor de Secundaria, “aunque solo sea porque no estén sentados de a dos y no te pasas media clase pidiendo silencio”.

Pero como fue por las razones equivocadas, como vino se fue. El sueño de las ratios bajas, de clases con pocas personas a las que dedicar al menos unos minutos a cada una al día, duró nueve meses. Pasada la emergencia sanitaria más extrema, las consejerías de Educación pusieron en la balanza el (alto) beneficio educativo de las ratios bajas y el (alto) coste económico de mantenerlas y lo tuvieron claro. “Nadie quiere el metro y medio de distancia”, justificó la entonces ministra Isabel Celaá, como si tener los alumnos separados supusiera un problema educativo.

El otro gran aprendizaje que dejó la pandemia es que las clases presenciales son insustituibles y que benefician sobre todo al alumnado más vulnerable, aunque esto, como lo otro, fue la demostración empírica de algo que ya se sospechaba. Un informe de la OCU calculaba que durante el confinamiento uno de cada tres niños no recibió ninguna clase online. Otro estudio, realizado en Catalunya, evidenciaba que esto lo sufrieron especialmente los más vulnerables: un 20% se quedó sin clase aquellos meses de 2020, cuando entre el resto del alumnado fue un 2,7%.

Además, las clases a distancia de los primeros meses de pandemia se tradujeron en una bajada generalizada del nivel, y como no se podía suspender a muchísimo alumnado se abrió la mano, carencias que luego se arrastraron al curso siguiente. Por eso se mantuvieron abiertas las aulas incluso por encima de lo que algunos sindicatos consideraban razonable. En el lado de sacar pecho, España fue el país del mundo que menos cerró las escuelas.

Fue más rápida la ciencia que el cambio social. Dos años después del estado de alarma tenemos vacunas contra el virus pero no conciliación, menos aún corresponsabilidad. La pandemia y su gestión amenaza con un retroceso a corto y medio plazo de la igualdad, aunque la situación cambia sustancialmente en función del país. Si bien en Estados Unidos se habla de una she-cession (una recesión en femenino) por la mayoritaria pérdida de empleos ocupados por mujeres y la retirada de miles de trabajadoras para dedicarse a los cuidados, en países como España o Suecia la situación parece más equilibrada. 

“¿Mañana ya no hay clases?”, “¿y extraescolares?”, “¿cómo vais a hacer?”, “¿cómo vamos a estar así dos semanas?”. En marzo de 2020 los chats del colegio ardían, y eso que lo peor aún estaba por llegar: semanas de confinamiento estricto, sin clases, y dos años sin ningún permiso remunerado específico que permitiera dejar de trabajar para cuidar a un familiar enfermo, ni siquiera a hijos contagiados, a pesar de los anuncios que varios miembros del Gobierno hicieron al inicio de la pandemia. Finalmente, la apuesta fue ampliar la posibilidad de reducir jornadas y también de adaptarlas, dos medidas tachadas como insuficientes por asociaciones y expertas. 

Uno de los primeros estudios sobre reparto de cuidados en pandemia mostró que los hombres aumentaban su participación en todas las tareas, desde la limpieza hasta la educación, la comida o la limpieza de ropa. Su aumento, sin embargo, no compensaba el crecimiento del trabajo no remunerado que recayó en los hogares durante los primeros meses de confinamiento. La conclusión era que las mujeres seguían siendo las encargadas principales de cada una de estas tareas, excepto de la compra.

Los cuidados, eso sí, han estado en el centro de las conversaciones. El dinero de los fondos europeos para la recuperación ha servido, entre otras cosas, para financiar el Plan Corresponsables, que pretende ser el germen de un futuro Sistema Estatal de Cuidados. Pero las soluciones no han cubierto las necesidades de una sociedad que se sostiene gracias a los cuidados, pero vive a sus espaldas. Como muestra, la conclusión de varios estudios: las mujeres con empleo e hijos pequeños son el colectivo que más ha sufrido el impacto en la salud mental y emocional durante, al menos, la primera parte de la pandemia.

“Vecino/as. Si a vuestros niños/as les han suspendido las clases y no tenéis con quien dejarlos mientras vais a trabajar, pueden quedarse con nosotras. 5ºD”. El cartel apareció el 11 de marzo de 2020 en un portal de Madrid, pero podría haber sido en cualquier ciudad o pueblo de España. No hubo que esperar mucho para que los primeros compases de la pandemia dejaran al desnudo y tensaran las costuras del sistema, pero estalló entonces una ola de solidaridad sin precedentes: grupos de Whatsapp, listas de correo, carteles en los portales, redes vecinales, despensas solidarias que brotaron para amortiguar el hambre y las necesidades básicas…¿Qué queda ahora de todo eso?

En lo concreto, la mayoría de los bancos de alimentos autogestionados al margen de las instituciones han desaparecido, cuenta Quique Villalobos, presidente de la Federación Regional de Asociaciones Vecinales de Madrid (FRAVM), pero hay “un aprendizaje y un músculo” que permanece: “Ha quedado una red latente que se ha reforzado y que después ha demostrado su capacidad de reacción, tanto con el temporal de Filomena como ahora con la guerra de Ucrania. Hay un tejido social más entrenado para responder”, cree Villalobos. 

Más allá de la pequeña escala, para los expertos la respuesta global a si somos más solidarios no se reduce a un sí o un no. El balance es contradictorio. “Las reacciones contrapuestas son propias de las crisis. Se generan pulsiones de solidaridad, pero también egoístas y de miedo”, analiza Josep María Antentas, profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona.

El resultado es un escenario de polarización que ya estaba en ciernes, en el que las ideas igualitarias coexisten con las reaccionarias y que “ha tomado más fuerza” con la emergencia. Por eso, para Carolina Meloni, profesora de Filosofía de la Universidad de Zaragoza, los aprendizajes no están tan claros. “Es urgente generar narrativas que abracen la vida, lo común, el cuidado mutuo y global en un planeta ya herido” porque los relatos actuales “nos llevan a situaciones de colapso”, cree.

La pandemia ha tenido, además, un efecto particular para la movilización en la calle. Las restricciones, la fatiga, las dificultades económicas y el ánimo social han mermado la potencia de la protesta con la excepción del feminismo, que se ha asomado este 8M a lo que llegó a ser antes del estallido. Es decir, la solidaridad que ha emergido en lo micro, no ha llegado a cristalizar en una expresión colectiva de protesta, analiza Antentas.

Más allá de la ilusión que latía en el “saldremos mejores” del principio de la pandemia, es la movilización social y las acciones de protesta colectivas las que “consiguen que las cosas cambien y se den avances profundos”, señala el sociólogo, que insiste en que esta potencia movilizadora “es clave para que la solidaridad se pueda cimentar y consolidar”. De fondo, permanece un modelo económico “que está en crisis desde hace una década” y cuyas debilidades la pandemia no ha hecho más que evidenciar: las brechas de “clase, raza y género” están ahora “más abiertas”, reflexiona Meloni.

Si hay un campo, de los pocos, que han florecido en la crisis es la ciencia. Los avances científicos han pasado a la conversación social y la producción ha alcanzado cotas nunca antes vistas por la urgencia de conocer lo antes posible cómo se comportaba un virus que estaba poniendo en jaque a la población mundial. Las vacunas, desarrolladas y aprobadas en tiempo récord, son el fruto más tangible de esta apuesta y la constatación de que la ciencia salva vidas. 

¿Estamos ante el inicio de una época dorada para la ciencia? ¿Este impulso ha llegado para quedarse? España ha dado el primer paso para aprobar una ley de Ciencia que fija por primera vez un presupuesto mínimo en I+D+i y busca mejorar la estabilidad de las carreras científicas, precarias e inciertas, aunque los investigadores consideran que la reforma podría ser más ambiciosa. 

“La ciencia desde luego se ha puesto en valor. Los éxitos han sido muy grandes”, admite Pedro Gullón, epidemiólogo y profesor de la Universidad de Alcalá de Henares, quien sin embargo lamenta que el esfuerzo público para financiar se haya concentrado “en la respuesta farmacológica a la COVID y no tanto en la investigación social”, en estudios desde la antropología y la sociología sobre el impacto de la pandemia. 

Pero los avances en la ciencia, en su cara menos positiva, han evidenciado profundas desigualdades en el mundo. La ONU ha advertido en los últimos meses del “fracaso ético” y la “obscenidad” que supone que los países ricos hayan inmunizado ya a la mayoría de su población mientras en África el porcentaje se reduce a poco más del 10%.

Los investigadores Felicia Keesing y Richard S. Ostfeld han aprovechado esta alerta mundial para estudiar la conexión entre biodiversidad y enfermedades humanas. Han concluido que la riqueza natural ayuda a prevenir pandemias como la COVID-19 al mantener bajo control a las especies más susceptibles de albergar virus. 

Sin embargo, en 2020 se destruyeron 12,2 millones de hectáreas de cobertura arbórea, según los datos de la Universidad de Maryland y el World Resources Institute, un 12% más que en 2019. En 2021, la destrucción de la Amazonía ha marcado su pico en 15 años con más de 13.000 km2 devastados. Con los bosques, se va la biodiversidad que contiene pandemias víricas como la COVID-19.

“Me gustaría ser más optimista acerca de que el aumento en el conocimiento sobre el riesgo de perder biodiversidad puede ser utilizado para mejorar la salud de los seres humanos y del medio ambiente, pero, de momento, debo seguir siendo pesimista”, cuenta Ostfeld. 

En el debate sobre cómo distribuir el espacio de las ciudades, la pandemia ha erradicado a los negacionistas urbanos: “Ya nadie discute que hay que ir a una movilidad más sostenible”, analiza Manuel Calvo, de la consultora Estudio MC. Pero “aún hay mucho miedo en los políticos a la hora de pasar de las normas y las declaraciones a los planes de movilidad, trazados para bicicletas, peatonalizaciones…”. 

Todavía existe temor a limitar los automóviles: “Si dices que para diseñar un carril bici necesitas quitar diez plazas de aparcamiento, parece que se abre el suelo debajo de los pies y yo creo que la ciudadanía está mucho más preparada de lo que piensan los responsables”, remata Calvo. Mientras, el coche ha reclamado su reino tras la caída de la movilidad por la COVID-19. Al tiempo que la circulación ha recrecido en ciudades como Madrid, el nivel de uso de transporte público no ha recuperado niveles anteriores a la pandemia. 

Además, la recuperación económica post-COVID la pagamos con más crisis climática: las emisiones de CO2 batieron su récord en 2021 tras el recorte del año anterior, sobre todo por el uso de carbón, petróleo y gas.

El virus ha arrasado a los mayores de las residencias. 32.000 vidas segadas por el coronavirus en menos de dos años han puesto en primera fila, a la fuerza, las condiciones de vida y el cuidado de los mayores institucionalizados. Eran cuestiones que familiares y trabajadoras llevaban años clamando en el desierto sin que nada se moviera.

Gerocultoras, residentes y geriatras manifiestan sus dudas sobre si la pandemia ha sido un revulsivo para mejorar esta situación. Tienden más bien incluso al pesimismo: los que han sobrevivido están tocados y esas heridas se suman a las carencias que se arrastraban antes, como la falta de personal y los bajos salarios, apuntaladas por una gestión privada de lo público que busca su parte de beneficio. 

“Del análisis hay que pasar al cambio” y eso, dice Lourdes Bermejo, vicepresidenta de la Sociedad Española de Geriatría, va a ser mucho más complejo. Hay dos puertas abiertas: una anterior a la pandemia, con una inyección presupuestaria potente para reducir las listas de espera en dependencia, aumentar los precios públicos y mejorar las condiciones de las trabajadoras; otra, dirigida a exigir unos mínimos a los servicios de atención a la dependencia para que sean “lugares para vivir, agradables y enriquecidos”, dice Bermejo. 

Más allá de las políticas, el trato cotidiano de los mayores continúa marcado por el “edadismo”. La Sociedad Española de Geriatría advierte de que la pandemia ha apuntalado el “paternalismo” con el que se trata a las personas de más edad. “Decir ”nuestros mayores“ da una visión de que todas las personas son frágiles y que tenemos que decidir por ellos. Es el estereotipo”, explica la vicepresidenta. El último informe de la ONU para la región europea señala, en este sentido, que la crisis del coronavirus ha agudizado la brecha entre el “ellos” (las personas mayores“) y el ”nosotros“. 

El objetivo, para la SEGG, debería ser “construir un mundo más amigable para los mayores que se han quedado” y que probablemente “han perdido su vida de antes después de este parón”. Del análisis también salen al menos dos notas positivas. Por un lado, la organización de las personas mayores en plataformas para poner en la agenda sus derechos y la discriminación con la que se les trata. Por otro, la salida del armario de la soledad que sufren. 

Los datos dicen que los trastornos de ansiedad y de depresión severa han aumentado un 25% en el mundo en los años de la pandemia. Hay miedo, incertidumbre, inseguridad sobre las condiciones materiales de vida. De alguna manera, la salud mental ha salido del armario. Se habla más, se esconde menos, pero no existe una red pública suficiente para atender la altísima demanda. 

La pandemia ha recordado que los recursos psicológicos y psiquiátricos en España están en los huesos: hay tres veces menos psicólogos que la media europea. Las esperas se demoran tanto que, o bien te derivas a la privada si tienes dinero, o te medicas. La crisis ha roto la estabilización del consumo de ansiolíticos, que empezaba a consolidarse en España. El uso de antidepresivos lleva muchos años al alza. 

Pero más allá de que el asunto haya recalado en la agenda, ¿las políticas públicas han cambiado? En lo inmediato no se han recogido frutos, aunque hay un plan con una inversión de 100 millones de euros en marcha. Anunciado en octubre por el presidente del Gobierno, incluía entre otras cosas un teléfono 24 horas de prevención del suicidio del que no hay noticias. Los cambios son urgentes, según los expertos, especialmente tras la pandemia. La estrategia de salud mental del Gobierno, aprobada hace unos meses tras siete años caducada, admite las debilidades del sistema público.   

Marzo de 2022. La guerra ha tocado las puertas de Europa. El mercado de trabajo y otros pilares de la economía están de nuevo en juego. A la espera de concretarse los daños, el Gobierno y los economistas ya los dan por hecho. Pero ahora contamos con un salvavidas que ha salido rápido a la palestra para tranquilizar a empresas y trabajadores: los ERTE.  Mecanismo de 'hibernación' del empleo, existente pero prácticamente desconocido, fue descubierto por cientos de miles de personas hace dos años. La herramienta ha sido clave para evitar la destrucción masiva de empleos y también para reactivar rápidamente el mercado de trabajo. Una novedad frente a crisis anteriores, en las que la norma era mandar a enormes filas de personas al paro. 

La pandemia supuso una convulsión inédita para el mercado de trabajo, que precipitó fuera de sus puestos a casi un millón de personas en dos semanas. Las recetas del Gobierno para hacer frente a la crisis también fueron diferentes. Rediseñó los ERTE con ayudas para las empresas en crisis, que perduran hasta hoy y que llegaron a proteger a casi cuatro millones de trabajadores y medio millón de compañías. Creó por primera vez una prestación extraordinaria de 'paro' para los autónomos, que llegó a cubrir a casi a la mitad de todo el colectivo. 

El coronavirus también deja otro descubrimiento laboral muy relevante: el teletrabajo es mucho más factible de lo que parecía en España. Frente a otros países de la UE con tasas más elevadas, el dato nacional era testimonial, del 4,8% de teletrabajo habitual. Pero el encierro por la pandemia hizo aterrizar el trabajo desde casa de manera forzosa para miles de personas. Llegó al 16,2%. La experiencia vaticinó una eclosión del teletrabajo que se ha ido desinflando conforme han ido remitiendo los contagios, con datos más moderados aunque, de momento, muy por encima de la foto precoronavirus. En el cierre de 2021, el teletrabajo habitual alcanzaba al 7,9% de los ocupados. 

Pero las nuevas recetas laborales dejan algunas pistas de viejos males. Por ejemplo, en desigualdad de género. Las trabajadoras fueron minoría al inicio de los ERTE, pero conforme se ha activado el empleo estas han superado a los hombres. Incluso en sectores masculinizados donde ellos son mucho más numerosos. En el teletrabajo, se ha invertido por primera vez la tendencia por la que los hombres trabajaban más desde casa. Ellas los han superado, en una eclosión que algunas expertas vinculan con las necesidades de cuidado en casa. Porque sí, de nuevo, las mujeres fueron las que más asumieron los cuidados durante la pandemia.