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Los hijos y nietos de presos en los campos franquistas: “A mi abuelo le arruinaron la vida, le volvieron loco a palos”

Más información | Franco creó 300 campos de concentración en España, un 50% más de lo calculado hasta ahora

“Que cada uno pregunte a la abuela: en todas las familias españolas hay alguien con historias sobre campos de concentración franquistas”. Lo decía el periodista y colaborador de eldiario.es Carlos Hernández sobre su investigación Los Campos de Concentración de Franco y parece literal: casi un millón de españoles sufrieron “el hambre, las torturas, las enfermedades, la muerte, los trabajos forzosos” en esos 300 centros que comenzaron a funcionar en España horas después del golpe militar del 36 y permanecieron abiertos hasta bien entrada la dictadura.

Ha pasado demasiado tiempo hasta que se ha destapado la magnitud de esta forma de represión, tiempo durante el cual la mayoría de supervivientes ya ha fallecido: el último que quedaba de los que colaboraron con Hernández, Luis Ortiz, este marzo. Los que pueden contarlo son los hijos, sobrinos, nietos o bisnietos que ya escucharon a sus familiares esos recuerdos de los centros de internamiento. Como Santiago los de su padre, nacido en Barcelona en 1916 y bautizado con el nombre que luego pondría a su hijo. Fue soldado republicano y preso en el monasterio de la Santa Espina en Valladolid.

Era el año 1939 cuando detuvieron a Santiago en Tarragona, después de una caminata tras haber batallado en el Pirineo de Lleida. Apenas pasaron cuatro días hasta que les metieron en un tren camino de la capital castellana: “Contaba que les dieron una lata de sardinas y un churrusco de pan. Se lo comieron enseguida pensando que no era para todo el viaje, y luego no tuvieron nada más en los siete días que duró”.

Una vez en el campo, al raso del invierno de Valladolid, cada mañana aparecían cinco o seis compañeros muertos. Santiago siempre contó que en Santa Espina había 5.000 hombres y así lo dejó en un escrito –aunque ahora Carlos Hernández calculaba unos 4.300–. Tenía presente una cifra aproximada porque “como era muy organizado y aquello le parecía un desastre completo, convenció al oficial de que las comidas, que solían consistir en lentejas que tenían gusanos, fueran repartidas por un sistema de relevos de presos. Lo propuso tan bien que él acabó dirigiendo los equipos”.

Aquella responsabilidad le otorgó algunas ventajas, entre ellas, que le dieron permiso para dormir en interior tras las cenas. Desde ahí, a través de las ventanas les pasaba mantas a los compañeros que quedaban fuera. A Santiago le liberaron cuando acabó la guerra, pero como tantos siguió dentro “del gran campo de concentración que era toda España”: tuvo que repetir bajo mandos franquistas el servicio militar obligatorio, volvió a Barcelona y luego pasó una temporada trabajando en Alemania de delineador.

“Les visitaban como si fueran un zoológico”

Cástor también se llama como su padre, nacido en Avilés (Asturias) en 1914, combatiente republicano y preso del campo de San Marcos, en León, desde el año 37 hasta su cierre. Ahí vivió “de todo”, “los tenían hacinados en las caballerizas. Él contaba que hacían sus necesidades en unas tinas enormes en medio de la sala, como gallinas. Había gente que se caía dentro. Los fines de semana, la Legión Cóndor les iba a visitar y les trataban como un zoológico, haciéndoles fotografías. También caían bofetadas”.

Entre los objetos que dejó su padre conservaba un catecismo de reeducación, cuyas citas cristianas estaban enmarcadas por todo el campo. Si a alguien le pillaban riendo, hablando o blasfemando en la misa obligatoria “le caía una buena paliza”. Cástor fue músico y pintor, así que a él le encomendaron dos funciones: tocar y entretener a la gente por varias zonas del campo; y decorar y diseñar objetos, por ejemplo, las hornacinas del Sagrado Corazón de Jesús o las insignias de plata para la Cruz de Santiago que realizó otro preso, joyero.

Cástor cuenta que sus vecinos de Avilés que habían estado prisioneros en el mismo campo no querían oír de San Marcos, “era como el diablo, nadie quería pasar por delante”, pero su padre lo vivía diferente. Años después, antes de fallecer en 2001, visitaba el que ahora es hostal San Marcos y les enseñaba orgulloso a sus hijos el suelo, porque era autor del empedrado.

“Mi abuelo ya nunca levantó cabeza del todo”

Nuria no es hija sino nieta de Federico, un comisario de la zona roja, padre de cuatro hijos que acabó en un campo en Toledo. Cuando era niña e iba de paseo con el abuelo, este le contaba lo que había vivido, “que ahora lo piensas y parece casi impropio… él contaba todo tipo de torturas. Les ponían palillos de metal entre uña y carne para que hablara. Vivían hacinados en una celda a oscuras. Se les quedaban los pies pegados al suelo y un día con una cerilla descubrió que era porque era todo un charco de sangre”.

“Los carceleros acudían a llamar a alguien para el paredón y comenzaban deletreando. Decían la F y todos los Franciscos, Federicos y Fermines se asustaban. F-E… y así, hasta que se sabía el nombre y apellido completo de quien fuera. Minutos eternos de tortura psicológica”. Cuando Federico, que ya tenía cuatro hijos, salió del campo pasados unos dos años, no lo hizo para irse a su casa, en Extremadura, sino para pasar 12 años de prisión ya como condenado.

Cuando sí tuvo por fin la libertad, gracias a un favor que hizo un paisano a petición de su hermano “a cambio de que no se le acercara nunca más e hiciera como que no le conocía”, se encontró con sus tierras expropiadas y tanto él como sus hijos quedaron impedidos para ejercer cualquier trabajo para el Estado. Así que Federico, que había sido maestro de escuela durante la República, tuvo que reinventarse como zapatero remendón.

“Haber vivido aquello era una lacra que tenía en su vida. Se sentía de los vencidos, pero además sentía que no les habían vencido limpiamente”, recuerda Nuria. “Le arruinaron la vida, él ya nunca levantó cabeza del todo. Era casi el año 70, más de 20 años después, ya vivía en Madrid, y seguía por la noche asomándose a la ventana de su habitación, pensando que venían a por él. Le volvieron loco a palos, le hicieron verdaderas barbaridades. Murió en el año 73 y, después de tanto, ni siquiera tuvo la satisfacción de ver morirse a Franco”.