Cuando a las cuatro y cuarto de la tarde, los escapados y el pelotón toman la rampa que les lleva a una curva del 21% de desnivel, entrarán en el concejo más despoblado de Asturias. Tiene cinco parroquias (Fojó [Fuxóu], Villabre, Villaruiz, Yernes y Vendillés) con 133 personas empadronadas y menos de la mitad habitándolas. Solo hay un bar. Está en Yernes y la Vuelta pasará casi por la puerta del edificio que antes fue el de las escuelas. Aulas convertidas en un chigre, no hay imagen que ilustre mejor lo que ha sucedido en los últimos 60 años en esta zona de interior, a menos de una hora de Oviedo. Ya no hay niños, pero mantienen la biblioteca en el piso superior.
Joana regenta el bar que mantiene viva esta aldea en la que viven una docena de personas. Los vecinos de los otros pueblos tienen que trepar por el mismo puerto en el que agonizarán los ciclistas para tomar un cacharro con los paisanos al final del día o jugar la partida. Todo hombres. Joana organiza en verano domingos de paella y costillas para animar las cuentas. Este año ha tocado la feria de ganado –y centenares de turistas en coche– en Cuallagar, una campa verde, inmensa, a 1.100 metros de altitud, cerca de donde Unipublic montará la meta de la octava etapa, con final en el alto del puerto inédito en la carrera: Fancuaya.
La Vuelta rondará las carreteras asturianas, donde la distancia más corta entre dos puntos es la curva. Los desconchones, la estrechez y los precipicios son el muro de las lamentaciones madrileñas que mantienen la provincia tan abandonada como protegida del aluvión cañí que padecen comunidades vecinas como Cantabria, con una geografía más dócil y de segunda residencia. El concejo donde hay empadronados algo más de un centenar de personas llegó a tener más de 850 habitantes durante la Segunda República. La marcha paulatina de sus gentes ha dejado un gráfico que muestra la significativa pérdida de población a partir de la Guerra Civil. En lo que va de siglo han nacido tres personas. Fallecieron 66. Es posible que estemos ante los datos de la población con menos natalidad de Europa, una en peligro de extinción. La tierra bella se vacía.
En Vendillés ya no vive nadie. Visitantes de fin de semana, sí. Faltan unas semanas para que las avellanas cubran las orillas de las calles de este pueblo en sombra y ha vuelto a ser un verano fugaz. Al fondo asoman dos mastines habituales de esta aldea de tejados listos y preparados para el regreso de los que abandonaron la treintena de casas. El que fuera conocido como “Paraíso Natural” quiere una segunda oportunidad, que ha empezado a escribirse como “Refugio climático” en el verano más cálido de la historia. En plena ola de calor de julio, la diputada autonómica de Podemos Nuria Rodríguez instó a aprovechar el incremento de temperaturas en el resto de la península para revertir “en cinco años” la bajada simbólica del millón de habitantes de la comunidad. El presidente del Principado, Adrián Barbón (PSOE), refrendó la idea de Asturias como un lugar atractivo para vivir y donde guarecerse del cambio climático.
Sin escuelas no hay paraíso
José Manuel nació en Vendillés, está jubilado del camión y se dedica a cuidar de sus yeguas, los manzanos y las gallinas. Él sí ha vuelto, vive en Yernes. Camina hacia la loma donde tiene la cuadra con las ovejas. Se para un momento y señala abajo, a la casa de su familia. Ayudaba a su padre en la fragua cuando no estaba con los animales. De ahí le viene su apodo, 'el ferreiro'. Recuerda un día de mucho viento saliendo a meter las vacas. No tenía ni ocho años. Señala el edificio de dos plantas, inconfundible porque es el único de hormigón. “Esa es la escuela. La construí con un vecino cuando teníamos 15 años”, explica.
Los chavales no tenían donde estudiar y se construyeron en dos años un lugar, con la ayuda de un par de peones. “Vino una profesora de Oviedo, buenísima”. A los cinco años abandonaron el pueblo y la escuela no tardó en cerrar. La escuela era el pegamento a la tierra de la que nunca se habría marchado si le hubiera ofrecido algo. “Aquí es donde más feliz fui”. Lo dice desde la carretera más cercana. Hoy se ha levantado con la rodilla fastidiada y tiene que ir al monte a buscar unas yeguas y un potro que hace dos días que no ve. Y el lobo anda cerca.
La escuela tampoco ha funcionado como albergue. María Díaz, la alcaldesa del PSOE, abre la puerta y aparta un par de ratones muertos. No había estado aquí desde que asumió el cargo en enero de 2021, después de que el alcalde dimitiera tras ser detenido por la Guardia Civil en un control, por saltarse el confinamiento en la madrugada del día de Reyes. En los pasillos de la antigua escuela queda alguna silla de aquellos niños, las literas ocupan las antiguas aulas y una de las camas conserva las mantas revueltas de una siesta. El silencio guarda la ausencia de los últimos moradores.
José Manuel es una de las últimas personas que vio con vida a Javi el verano de hace tres años. El único joven en edad de trabajar del concejo, de 25 años, se precipitó por la carretera que tanto temen los ciclistas. Conducía su pequeño tractor con el remolque cargado de tejas, camino de una escombrera, y volcó. Lanzó al joven fuera y la máquina cayó sobre él. El helicóptero de rescate ese viernes estaba a 70 kilómetros, en Gozón, atendiendo a una mujer atrapada al descender a una playa. La muerte de Javi fue una desgracia para todos y todavía se atraganta.
Solitario y viral
La curva mortal es la que tendrán que superar los deportistas, con un desnivel del 21%, en una carretera que hasta hace una década no existía. El desnivel es el asombro y la frontera que hace de estas tierras un lugar ingobernable y de sus gentes, los últimos moradores. El tiempo de las familias numerosas ha caducado. La mayoría de las casas están cerradas.
Adrián no ha cumplido los veinte. Es el futuro. Trastea con el móvil y su perro. Ha terminado pronto de trabajar con los animales. De la huerta no se quiere encargar. Tampoco quiere vacaciones, ni viajar. Aquí lo tiene todo. Su contundencia le hizo famoso hace unos años, cuando los periodistas de La Sexta llegaron a Fojó y preguntaron al único mozo del concejo. Con su desparpajo sobrio contestó que no estaba solo, que estaba tranquilo por no compartir su infancia con otros niños: “Estoy muy bien sin que me toquen los cojones”, sentenció. Y sus palabras lo mandaron al estrellato de la viralidad. Yernes y Tameza tuvo muchos seguidores por unas horas y cuando acabó el arreón siguió siendo un lugar con más pasado que futuro.
En Fojó también vive Carmen. Nadie tiene más años que ella en el concejo. Nació hace 100 años y el sol rabioso de agosto asalta el salón de su casa, que después de varias reformas mantiene un ventanón con espectaculares vistas al valle. Desde ahí contempla la rabiosa actualidad de los montes imperturbables. “Las vistas de esta ventana valen más que todo el pueblo”, dice. Su sarcasmo aparece en cualquier momento. Si la longevidad tiene fórmula, la de Carmen tiene mucho trabajo, un plato de patatas fritas con un pimiento verde y un huevo frito. Todo de la huerta y las pitas de casa, claro.
Ha visto de todo. La suya es la primera casa que se construyó en la aldea, antes de 1700. No quiere moverse de ella. Aquí seguirá hasta el final, mientras sus hijas, nietas y sobrinas se turnen para atenderla. Es la guardiana de la memoria más oscura de este paraíso. Abre sus recuerdos a quien quiera escucharlos. Su bisnieto ya pregunta por aquellos malditos días que la convirtieron en madre y mujer de la casa a los 15 años, cuando los de Franco arrasaron con la vida de la mayor parte de su familia.
Sus recuerdos son claros y ella es concisa en su relato, que se estira hora y media. Salta entre escenas y acontecimientos, de una historia cruda a otra peor, en un hilo devastador. Hay más tristeza que rencor en sus palabras y su voz de trueno no se quiebra. Carmen no ha olvidado ni los nombres, ni los apodos, ni los lugares. Sabe dónde está el pozo al que tiraban a la gente viva, la cueva en la que se escondían los fugados y el chalé donde los franquistas detenían, torturaban y fusilaban. Vio las paredes de esa casa a la entrada de Grau manchadas de sangre y otras cosas.
Los nuevos
A Fojó llegaron a vivir el año pasado Iván y Susana, tienen 43 y 33 años. Los han recibido con los brazos bien abiertos: ¡repobladores! Vienen de Pamplona y quieren aprender a ser de pueblo, han comprado una de las casas desocupadas y tienen un hórreo, un mastín bonachón y un gato que acaba de descubrir que el rabo de las lagartijas no necesita al animal para bailar. A lo mejor terminan poniendo unas gallinas, pero a Susana no le gusta la idea. Nadie recuerda cuándo tuvieron nuevos vecinos que vinieran a prender la lumbre todo el año. Porque al concejo regresan de fin de semana la mayoría de los que abandonaron. Antiguos habitantes, nuevos domingueros.
El último matrimonio de Yernes y Tameza se registró en 2015 y la renta media es de 15.298 euros brutos anuales. La de España es de 27.632 euros. La cosa es cómo hacer para que la belleza sea rentable, frene la despoblación y genere trabajo sin especular. La alcaldesa tiene puestas las esperanzas en el wifi por satélite. Le han prometido un programa piloto con dinero de los fondos europeos. El wifi es “el dorado” atrapaurbanitas. Los que llegaron de la ciudad a trabajar desde casa durante el confinamiento, en 2020, renunciaron al paraíso por una conexión imposible.
En Asturias pocos saben situar este concejo en el mapa. Que la Vuelta atraviese como Mr. Marshall las calles de la aldea en su camino hacia la cumbre es buena publicidad. El pueblo tendrá unos minutos de fama en la tele. La meta estará colocada donde centenares de yeguas y vacas pastan y beben en paz. Junto al pilón donde abrevan han colocado un monolito de granito con un ciclista pegado en la parte superior. La mayoría de los ganaderos aquí dudan del beneficio que pueda acarrear el paso de la caravana que cruzará el país en tres semanas. Por ejemplo, las carreteras que pisará el pelotón y siguen mordidas por las riadas del invierno serán arregladas con las precarias cuentas del Ayuntamiento.
Tampoco miran con muy buenos ojos la riada diaria de cicloturistas que llegan hasta aquí para hacer esa temible curva de la que tanto se habla, que es un espectacular balcón al valle del Cubia. Desde aquí arriba se ve una alfombra verde de robles, hayedos, tejos, acebos, abedules, castaños que nacen al paso de la garganta del río. Pero a los aficionados al sufrimiento les duele hasta mirar porque no es una curva, es un reto. Superarla sin poner pie a tierra. Esa curva maldita es “una puñalada”, dice uno de los ciclistas con su cocacola en el chigre. La curva por la que el mundo sabrá de la existencia de Yernes por unos segundos, con el público abarrotando la carretera para ver cómo se retuercen los profesionales del dolor. Los protagonistas tampoco miran el paisaje, sólo saben de asfalto, sudor y vatios.
La belleza no es rentable
Encarna verá al borde de la carretera el acontecimiento del verano. Ella nació en el concejo pero marchó de aquí con 49 años, a trabajar en Oviedo para una empresa de limpieza, hasta que cumplió los 65 años y se jubiló. Ahora usa aquellos uniformes azules para trabajar la tierra. Escala los peldaños que llevan al hórreo y guarda lo que el campo le da. Esta vez carga con un saco de 20 kilos de patatas. Se dobla sobre el huerto durante horas y vuelve a erguirse sin lamentos ni faja. Encarna agota sus tareas para charlar con algún vecino. “Antes estaban estropeadines a los 60 años y ahora, mira, parecemos ministros. Que no tenían ni una paguina y debían trabajar hasta el final de sus días, ya sin fuerzas. A mi padre lo recuerdo ya viejo de siempre”, dice Encarna, de 80 años. No conoce Madrid, no ha viajado en avión.
La cosa es cómo hacer para que la belleza sea rentable, genere trabajo, mantenga la biodiversidad y atraiga a nuevos colonos. Hay tres temas que se cruzan en todas las conversaciones de Yernes, además de la Vuelta. La charla empieza con la niebla. Llevan siglos leyéndola, saben cuándo empieza y cómo acaba. Es la novela de cada día. Luego, en la conversación entra el lobo. Manolo va camino de una de las cuadras que tiene repartidas por el pueblo. Dice que hoy hará buen día. Es festivo en todo el país, pero son las siete y media y está limpiando cucho. Tiene 140 vacas repartidas por los praos y sueltas en el monte, nada de carne de intensivo. También tiene yeguas y potros, que ahora se los están pagando a unos 700 euros. Pero el lobo. Este año hubo menos ataques, “a pesar de que hay más”, asegura. Al año le matan unos seis terneros y cuatro potros. La indemnización es de 150 euros y el Principado paga con un año de retraso si encuentra el animal y si el veterinario que acude a levantar atestado confirma el ataque. “Cuando te llega el pago no sabes ni qué es”. La ironía le consuela.
El oso prefiere los manzanos. Los troncha y arrasa con los frutos. Pero al oso y al lobo no le temen tanto como a la despoblación, el mar al que van a morir todas las charlas. Los vecinos saben leer la naturaleza, pero no tienen la solución para volver a ver el pueblo lleno de críos. Los guajes que hay ahora están de vacaciones. En unos días regresarán a sus ciudades, lejos de una de las zonas más espectaculares de Asturias. “Aquí estamos. Estos pueblos viven de las pensiones y de las subvenciones”, Gerardo también es de Yernes y resume de un golpe la situación de un concejo en el que la mayoría son ancianos o ganaderos. La pirámide de población parece el perfil de la etapa que acaba aquí, con un desnivel tan pronunciado como esta curva en la que atacará el joven ciclista belga, Remco Evenepoel.