Hope Jahren (Austin, EEUU, 1969) publicó la primera edición en inglés de El afán sin límite: Cómo hemos llegado al cambio climático y qué hacer a partir de ahí (Paidós) el 3 de marzo de 2020, es decir, cuando gran parte del mundo empezaba a estar afectada por la pandemia de coronavirus a la que se está todavía enfrentando. Precisamente este libro, al igual que la mayoría del trabajo académico de esta científica, tiene que ver con las condiciones que han llevado a nuestro planeta a ser un lugar amenazado por peligros como el virus que tiene en jaque a gran parte de la humanidad en estos momentos.
“La COVID-19 tiene un componente que está estrechamente ligado al consumo y a los patrones de consumo de los que hablo en mi libro. Por ejemplo, hace un año, antes de la crisis, el número de aviones que despegaban a diario en todo el mundo era el doble que diez años antes. Diez años es un periodo muy corto para un crecimiento tan increíblemente rápido. La COVID-19 emergió como muchas enfermedades infecciosas en el pasado. Pero la posibilidad de viajar de Wuhan a Milán, de Milán a Nueva York, después Seúl y Tokio en un plazo de diez días, ni siquiera existía hace diez años”, explica Jahren, una de las cien personas más influyentes del mundo según la revista Time, en una entrevista con elDiario.es por videoconferencia desde Noruega. Es donde reside desde que comenzó a trabajar en el Centro para la Evolución de la Tierra y la Dinámica de la Universidad de Oslo en septiembre de 2016.
La geoquímica declara que “el aumento y el cambio en el patrón de consumo en todo el mundo ha alterado drásticamente la evolución de la COVID-19” y esta modificación ha otorgado menos tiempo para poder preparar determinadas regiones del mundo antes de que la pandemia llegase a sus puertas. “Esto es un ejemplo de cómo el patrón de consumo que lleva al cambio climático tiene un efecto directo en en catástrofes naturales o sanitarias que puedan surgir”, remarca. Rechaza responder si además de en la expansión, piensa que los hábitos alimentarios o sanitarios pueden haber incidido en el paso del virus de los animales a las personas: “No soy una experta en ese asunto”, zanja.
Para hablar de consumo ha investigado sobre los patrones concretos que han surgido y han variado durante sus cinco décadas de existencia. Jahren ha catalogado y cruzado los datos que reflejan el aumento de la población, la intensificación de la agricultura y lo mucho que ha aumentado el consumo energético en este periodo.
Cree que “solo después de ver dónde estamos podemos preguntarnos oportunamente si es aquí donde queremos estar”. Y en concreto, el lugar donde nos sitúa es tan irracional como que “el colosal consumo de alimentos y combustibles por parte de solo el 10% de la población está amenazando seriamente la capacidad de la Tierra de producir los productos básicos que el otro 90% necesita para vivir”. Un problema que la autora define como el “más complejo y exclusivo de nuestra generación”.
El doble de personas, el triple de producción y consumo
En cuanto al análisis de los datos que han formado parte de la investigación de la geoquímica, hay uno que considera especialmente relevante. “La población se ha duplicado en los últimos 50 años, hay el doble de personas en el planeta, pero la producción de cereales y de carne se ha triplicado, la producción de azúcar se ha triplicado, el consumo de combustibles fósiles se ha triplicado y el consumo eléctrico se ha cuadruplicado. Entonces, la gente por lo general sabe que ha habido un cambio demográfico, pero lo que no sabe es que la cantidad de servicios, bienes, alimentos, energía que consumimos, las cosas que compramos y vendemos, han crecido mucho más de lo que ha aumentado la población. Mientras yo reunía todos estos datos, lo que más me impresionó fue que se repetía constantemente este patrón de que ha aumentado la población, pero lo que consumimos, lo que gastamos, lo que necesitamos, ha aumentado muchísimo más”, explica.
Los fenómenos migratorios no escapan a esta dinámica. “Las ciudades del mundo seguirán creciendo; en todos los continentes habitados, la gente está migrando de las zonas rurales a las ciudades. Incluso en lugares como Europa y Norteamérica, donde más del 80% de la población ya vive en las ciudades, la gente sigue migrando para alejarse del campo”. Una de las consecuencias de la despoblación de las áreas rurales, paralela al crecimiento de la población, es que “hará falta más de todo en general, en particular en lo que se refiere al suministro de alimentos. Lo que nos obliga a preguntarnos: cuando todo el mundo se haya mudado a las ciudades ¿quién quedará para encargarse de las granjas? La respuesta es que casi nadie”.
Jahren calcula que en el año 2100 podría haber 10.000 millones de personas en el planeta, pero no tiene claro hasta qué cifra puede el planeta aguantar un crecimiento exponencial como el que se está viviendo en las últimas décadas. “No sé si realmente tenemos la respuesta a esa pregunta”, reconoce. “Las necesidades básicas en la vida son la vivienda, la alimentación, el agua. Creo que la verdadera pregunta es: ¿cuánta gente sobre la tierra puede vivir bien, con todas sus necesidades físicas colmadas y posibilidades de tener una buena salud?”. En lo que no tiene dudas es en que el reparto de los recursos es la clave. “A día de hoy, incluso siendo más de 7.000 millones de habitantes en la Tierra, con la producción actual podríamos alimentar a todos los habitantes. E incluso más”, zanja.
De hecho, Jahren sostiene que “hemos creado un tipo de agricultura que genera más comida de la que necesitamos. Producimos tres veces más que hace unas décadas, pero hay gente que consume diez veces más de lo que hacía hace 50 años. Increíblemente, tenemos que aprender a producir menos comida, no más”, nos asegura. Una vez más, la clave está en la distribución: “Algunos tienen que consumir menos, pero hay otras partes del planeta en las que se necesita consumir más. Y sin duda tenemos suficiente producción”, remarca.
Lo tiramos todo a la basura
Uno de los capítulos de El afán sin límite está dedicado al desperdicio de comida. “Francamente, no sé si el hecho de que la magnitud del desperdicio global equivalga en muchos sentidos a la necesidad global me deprime o me da esperanzas”, admite Jahren. Por ejemplo, la cantidad total de cereales que se tira es similar al abastecimiento anual de cereales disponible en La India, y la cantidad de fruta y verdura que se pierde todos los años supera el abastecimiento anual de estos alimentos en todo el continente africano.
“Cuanto más comemos, más desperdiciamos: en 1970, cada estadounidense desperdiciaba una tercera parte de medio kilo de comida a diario, de media. Hoy, la cifra ha ascendido a dos tercios. El 20% de lo que las familias estadounidenses mandan al vertedero a diario es, o era hasta hace muy poco, comida que se podría consumir perfectamente”. A estas costumbres se añaden situaciones como los vegetales que se rechazan por ser demasiado grandes o demasiado pequeños, los cereales que desbordan las cintas transportadoras, la leche que se estropea en los camiones o la fruta expuesta que se pudre.
Una realidad que define como “una gran tragedia”, ya que todos los días mil millones de personas pasan hambre, mientras otros mil millones echan a perder deliberadamente suficiente comida para alimentar a los primeros. “Vivimos en un momento en el que podemos comprar unas zapatillas de un almacén que está en la otra punta del planeta y recibirlas en nuestro domicilio en menos de 24 horas; que nadie me diga que la redistribución global de alimentos es inviable”, señala.
Y añade otro ejemplo para concluir que “todas las necesidades y todo el sufrimiento del mundo surgen de nuestra incapacidad de compartir, no de la incapacidad de la Tierra para producir”: si todo el combustible y toda la electricidad que se emplean en la actualidad se redistribuyeran de forma equitativa entre los más de 7.000 millones de habitantes del planeta, el consumo energético de cada persona equivaldría al consumo medio de un suizo en los años setenta.
El consumo de agua es otro de los temas que la científica analiza en su investigación, que señala que a nivel global ya se están viendo consecuencias negativas del mal uso y desperdicio de agua. “No estoy muy informada sobre cuál es el caso de España, pero sí puedo decir que en California, por ejemplo, se ha extraído tanta agua subterránea que se han registrado terremotos porque la tierra se ha desplazado para cubrir lo que ahora es un hueco y que antes estaba lleno de agua. Realmente es una cuestión muy, muy importante. Se está utilizando muchísima agua para regar campos de golf o para alimentar a ganado en la industria cárnica. Hay cosas que podríamos hacer. Hay áreas concretas desde las que se podría reducir el uso antes de quedarnos sin agua potable. Va a ser una cuestión muy importante para los próximos 100 años. Lo único que tendrá un impacto diferente según la región del mundo”, explica.
La esperanza de Hope
A pesar de todos estos datos, Hope Jahren dice hacer honor a su nombre (“esperanza” en inglés) y prefiere mostrarse optimista sobre el futuro, sobre todo porque le parece más útil a la hora de revertir las tendencias más perversas. “Somos fuertes y somos afortunados. Nuestro planeta es el hogar de muchas personas que luchan por sobrevivir con demasiado poco. El hecho de pertenecer al grupo que dispone de alimento, refugio y agua limpia nos obliga a no perder la confianza en el mundo al que hemos puesto en peligro. El conocimiento es responsabilidad”. Hace un llamamiento al 10% del mundo que utiliza la mayoría de sus recursos (nosotros) y le pregunta qué hará con la década adicional de vida que disfrutará en comparación con sus padres: “Debemos empezar a desintoxicarnos del consumo, ya que de lo contrario las cosas no mejorarán jamás”, subraya.
A este respecto, los meses de pandemia y confinamientos le suscitan una reflexión que introduce en el prólogo de la edición española: “2020 nos ha enseñado que jamás debemos confiar en quien se diga capaz de predecir el futuro, pero lo más importante que he aprendido es que de todas las veces que conducimos y consumimos y nos reunimos y compramos y volamos y viajamos, muchas han resultado ser opcionales. Hemos pasado tres meses enteros sin recurrir constantemente a los hábitos que los últimos cincuenta años de consumo instauraron en nosotros y, en general, hemos sobrevivido”.
Por eso el mensaje final es de optimismo, aunque reconoce que esta es “una cuestión muy personal”, un rasgo de la personalidad y de su lugar en el mundo. “Creo que soy una persona que tiene esperanza porque soy profesora. Me dedico a compartir información con otras personas y veo como esas personas al recibir esa información crecen, evolucionan, toman nuevas decisiones, mejores decisiones y se convierten en personas nuevas”, se entusiasma. Y destaca que en su libro no solamente señala las cosas malas que han pasado en los últimos cincuenta años, sino también las cosas positivas. “Hemos ganado en salud, estamos más interconectados. Creo que cada generación tiene una lucha y la lucha que nos ha tocado a nosotros es el cambio climático. Pero no, no tengo un sentimiento de falta de esperanza. Creo que hay mucha gente muy inteligente a la que sí le importan estos problemas y que cuanto más averiguan y más saben, más les interesa. Creo que al fin y al cabo, esta lucha se trata del planeta en el que vivimos, pero también de la comida que ponemos en nuestros platos, de los parques por los que paseamos, los coches que conducimos y al fin y al cabo es una historia, es la historia de nuestras vidas. Se trata de nuestro propio planeta. Pero más aún, se trata de nuestra propia vida”.