Inés tiene 11 años, un diagnóstico de retraso madurativo de dos años y fue expulsada de un campamento organizado por Diverbo el pasado sábado. Era su segundo día en las colonias y, según relata su familia, algunos padres y madres se habían quejado de que sus hijas tuvieran que compartir habitación y “cuidar de una discapacitada”. La organización propuso que pasase a dormir con una monitora, y finalmente que la niña abandonara la actividad. Inés se preguntaba si era su culpa “por no ser normal”.
La madre de la pequeña, Carolina, interpuso una queja a la empresa por “bullying”. ¿Lo es? Contesta Adela Martín, maestra especialista en coeducación: “Con la definición en la mano, no. Para que lo sea tiene que haber una intención de dañar y un desequilibrio de poder, y hasta ahí coincide. Pero también tiene que haber sucedido durante un periodo de tiempo, y ha sido puntual. Pero eso no quita gravedad a una discriminación capacitista terrible. Aunque no sea un caso de bullying por definición, las consecuencias serán las del bullying: ha sufrido un ataque enorme y para su autoestima es un duro golpe”.
La discapacidad es un factor de riesgo a la hora de sufrir acoso o discriminación en aulas y espacios educativos, como lo es la orientación sexual o el origen racial. Hace unos días, Fundación ONCE y el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (Cermi) sacó un estudio sobre ello. El 79,5% de los alumnos y alumnas encuestadas consideraban que “ser diferente” les ponía en peligro. Participaba en él por ejemplo Valentina, una chica de Valencia nacida en China, con discapacidad visual y de ahora 24 años. Ella sufrió ataques que sí fueron continuados, de infantil a la secundaria: “Yo tenía ceguera, pero no iba de eso: iba de ser más débil, diferente. Lo he visto por estar más gordo, por ser de otro país. Puede ser cualquier cosa”.
Con el Observatorio del Acoso Escolar paralizado, como denunciaba hace unas semanas Amnistía Internacional apenas hay datos oficiales acerca de con qué incidencia se producen unos y otros tipos de casos y cómo actuar según los factores de riesgo, y ese era uno de los objetivos a subsanar por ONCE y Cermi. “Teníamos la intuición y la experiencia de que esto afecta a los niños con discapacidad. Pero tenemos que tener estadísticas”, explica Sabina Lobato, una de las responsables de ONCE. “Es importante también recabar las consecuencias: trabajamos mucho con la empleabilidad de las personas. El sufrimiento que provoca el bullying actúa sobre la autoestima y, claro, sobre los logros académicos, y luego sobre las opciones. Veíamos necesario investigar todo esto”.
Lo que proponen desde ONCE: protocolos para el acoso que sean accesibles –“muchas veces ni siquiera saben que son víctimas; son más vulnerables”–; ampliar recursos y oferta formativa para los profesionales, que a día de hoy no tienen educación obligatoria sobre la materia; vigilar los periodos críticos, como los cambios de centros; y fomentar el alumnado ayudante.
Aislamiento institucional
Ignacio Calderón, doctor en Pedagogía por la Universidad de Málaga, se refiere a un problema estructural a partir del informe del Cermi: “Habla de burla, rechazo, y aislamiento como formas de acoso. Yo pienso: ¿qué mayor aislamiento hay que el que produce la propia institución? ¿El que obliga a modalidades de escolarización excluyentes, que les manda a aulas específicas o a centros de educación especial? Si un niño o niña rechaza a otro niño, está reflejando lo que ve. Tenemos que construir una escuela que de verdad valore la diferencia, que de verdad no castigue a personas con su forma de ser, pensar o moverse”.
“Lo que hicieron a Inés –añade Calderón al ser preguntado sobre el caso concreto del campamento– es lo que hacen muchos niños y niñas. Lo que hicieron esas familias, lo que piensan buena parte de las familias. Y lo que hizo esa empresa que se hace llamar ‘educativa’ también lo hacen demasiadas escuelas y profesionales”. La Convención Internacional sobre Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas, ratificada por España, obliga a que todos los alumnos sean matriculados en centros ordinarios. En la práctica, no se cumple, ya que según ONCE aún el 18% de niños y niñas acude a centros especiales.
Esto divide a la comunidad educativa, y parte de ella alude a la falta de recursos aplicar esta normativa. Ana Cobos, presidenta de la Confederación de Organizaciones de Psicopedagogía y Orientación de España (Copoe) y orientadora en un instituto de Málaga, aclara que “todas las personas del mundo de la educación estamos por la inclusión. El criterio siempre tiene que ser la inclusión”. Aunque hay otro igual de importante: el propio niño. “Lo que le proteja y le dé seguridad. Por ejemplo, si hablamos de que necesita medidas asistenciales por problemas físicos. Todo esto ha de ser dentro de una racionalidad y priorizando el bienestar. El acoso se produce cuando hay unas circunstancias que hacen que el alumno esté solo y no tenga un colchón social. A lo que hay que tender es a proteger contra eso”.
Para Adela Martín, la solución a una situación como la de Inés en ningún momento pasaría, como defendían desde la organización, por aislarla en una habitación con una monitora para ella sola. “Debería haber sido un aprendizaje, y las familias de las dos niñas nunca deberían haber protestado: deberían haber enseñado a esas niñas a convivir con personas diferentes a ellas”.