- En esta cuarta entrega de la serie No digas nada apuntamos a algunas causas que nos impiden socialmente ser capaces de reconocer la dimensión del abuso sexual infantil, a pesar de las cifras disponibles
No nos lo queremos creer. Es la conclusión a la que llegan las expertas y expertos cuando hablan del abuso sexual en la infancia, un tipo de violencia sobre la que las estadísticas disponibles revelan un grado de prevalencia mayor del que solemos imaginar. Cada tres horas, se presenta en España una denuncia por agresión o abuso sexual contra un niño o niña, una cifra que, sin embargo, representa la punta del iceberg. Ante las cifras, explica la ONG Save the Children en su informe Ojos que no quieren ver, las preguntas más comunes no suelen ser “¿Cómo es posible? o ¿Qué ha fallado?, si no: ¿Esa cifra es correcta? ¿No es un poco exagerada? Y es que la causa final que lo permite es que simplemente nadie quiere creer”.
Son varios los pilares sociales y las creencias instaladas que, unidas al horror intrínseco que provoca el hecho en sí mismo, contribuyen a invisibilizar el abuso hacia los menores. “Rompe con grandes mitos que nos hemos dado y que necesitamos socialmente”, explica la psicóloga especializada en el tema y profesora de Victimología en la Universidad de Barcelona (UB) Noemí Pereda. “Es algo que no queremos reconocer. Nos cuestionamos cómo es posible que esto ocurra, que no lo detectemos, que un adulto que tiene un vínculo emocional sea capaz de esto... Genera inseguridades que son muy difíciles de aceptar porque rompe con grandes mitos”. Entre ellos, el de la infancia feliz y el de la familia.
“Pensamos que a los niños y niñas nunca les puede pasar nada malo, pero la realidad es que también pueden sufrir violencia y tienen que ser protegidos”, prosigue Pereda. Relacionado con ello, y según enumera Save the Children en su estudio, existen varios prejuicios y estereotipos que refuerzan la invisibilidad de este tipo de delitos, entre ellos, que los abusos sexuales a menores no son comunes y pasan en contadas ocasiones. “La errónea percepción social de que los abusos no son una realidad habitual sino una excepcionalidad hace que la detección sea complicada”, narra la organización.
A ello se une el hecho de que, aunque suele pensarse que la violencia sexual es perpetrada por agresores desconocidos, la literatura científica disponible evidencia que se da mayoritariamente por parte de hombres del entorno del niño o niña, que se convierte en una figura de referencia y con quién el menor establece un vínculo de confianza. Muchos de ellos, en concreto, en el ámbito familiar: padres, tíos, abuelos, parejas de sus madres... Esto complica todavía más llegar a ser conscientes de esta realidad, puesto que cuestiona uno de los pilares sociales más férreos, el de la familia.
Dicotomía entre público y privado
Por un lado, se encuentra la concepción de la familia como lugar y espacio seguro, en el que hay protección, cuidado y amor. “La familia no es solo un pilar sociológico, también lo es psicológico. No vemos el abuso sexual a la infancia porque nos da miedo y pánico. La gente necesita creer que la familia es un entorno en el que estar a salvo. Es una cuestión de seguridad básica y no pensarlo así nos dejaría a la intemperie”, explica Pepa Horno, psicóloga especializada en la prevención de la violencia contra la infancia. “A ello, súmale la concepción sociológica de la familia”, matiza.
A esto último se refiere Estrela Gómez, mediadora social y coordinadora de la Asociación Galega contra o Maltrato a Menores (Agamme), que señala cómo, cuando la violencia se produce en el seno de la familia, los obstáculos se multiplican. “La persona que lo revela y rompe ese pacto de silencio impuesto sabe que está provocando una ruptura de la familia tal y como ha sido concebida hasta el momento”. Así lo manifestaba Nadia González, que fue abusada por parte de su padre de los siete a las 12 años: “Durante mucho tiempo no dije nada por la culpa de que mis padres se separaran, el miedo a romper la familia”.
Por otro lado, interpreta Gómez desde el punto de vista más sociológico, está la idea tradicional de la familia, la llamada “familia natural y nuclear”, que “se supone que debe dar sustento y en la que se deben desarrollar” los niños y niñas. En el momento en que un menor revela que está sufriendo abuso por parte de un familiar, “esa familia, que es la que recibe aceptación social, se rompe”. Por ello, ante ese riesgo, “el pacto de silencio sigue funcionando. Esto ayuda a que no veamos el abuso sexual infantil. No es algo consciente y pensado, es estructural”.
Ahí, prosigue la coordinadora de Agamme, entra el juego la dicotomía entre lo que consideramos público y privado: “Algo así nunca puede ser algo privado porque en el momento que hay una vulneración de los Derechos Humanos ya no lo es, pero aunque en el discurso social sostengamos esto, muy en el fondo seguimos pensando que lo que pasa en casa, se queda en casa”.
De sexo no se habla
Por último, se erige el tabú del sexo, sobre todo en la infancia, como otro de los pilares sociales que contribuyen a construir el silencio en torno a esta realidad. “¿Por qué a una niña le cuesta más contar que le han tocado la vagina que revelar que le han dado un bofetón en la cara?”, se pregunta Pepa Horno. “Porque no se habla de ello con naturalidad. Si la educación afectivos sexual fuera plena, sería diferente. Sin embargo, todavía no hemos logrado romper una determinada concepción del sexo, una concepción tradicional que lo vincula a algo oscuro, dañino y sucio de lo que no se puede hablar”.
Esto dificulta que “se pueda hablar de temas sexuales abiertamente en una familia o que se pueda manifestar cualquier tipo de preocupación respecto a cosas que están sucediendo en este ámbito”, remarca Gómez. Ante ello, todas las expertas reivindican una educación sexual tanto en los colegios como en las familias como mecanismo de prevención de la violencia sexual. “En países donde tienen extendidos programas de prevención del abuso sexual a través de la formación de niños y niñas, se ha demostrado que las probabilidades de sufrir abusos llegan a reducirse hasta la mitad”, concluye el estudio Ojos que no quieren ver.
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