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“Dime lo que comes y te diré quién eres”. Cuando el jurista francés Jean Anthelme Brillat-Savarin publicó esta frase en el que se considera el primer tratado de la gastronomía, seguramente no pensaba en las tribus dietéticas de la actualidad, que van desde los que rechazan el consumo de alimentos de origen animal hasta los que claman por una vuelta a la alimentación de sus ancestros. Sin embargo, aunque los cambios en la alimentación han sido una constante a lo largo de la historia, la realidad es que durante la mayor parte de la existencia humana dichos cambios no fueron una elección, sino el único camino hacia la supervivencia. Aunque fue en los tiempos de Brillat-Savarin, tras la revolución francesa, cuando la gastronomía se popularizó y se extendió por Europa, los grandes cambios en la dieta que marcaron el devenir de la humanidad como especie comenzaron millones de años antes, en una época en la que aún no se habían desarrollado ni la agricultura ni la ganadería.

Estos cambios, explica a eldiario.es Ana Belén Marín, responsable del grupo de evolución humana y adaptaciones ecológicas del Instituto de Prehistoria de la Universidad de Cantabria, “son lo que nos permitieron sobrevivir como especie, ya que si no comemos no hay ni adaptación, ni evolución, ni supervivencia”.

Antes de la llegada de los primeros humanos, explica Marín, “los homínidos que existían tenían una dieta muy similar a la de los chimpancés actuales, donde primaba el componente vegetal”, básicamente frutos, hojas, insectos e incluso algunas raíces. Este tipo de alimentación acompañó a la especie humana durante gran parte de su evolución, sin embargo, una serie de cambios obligaron a los miembros del género Homo a introducir nuevos alimentos y abandonar la dieta vegetariana para convertirse en omnívoros.

“El primer gran cambio evolutivo en la dieta humana fue la incorporación de la carne y la grasa de grandes animales, que ocurrió hace unos 2,5 millones de años”, explica Marín. “No habríamos llegado como especie a donde estamos sin la inclusión de la carne, porque aporta una serie de calorías, aminoácidos y otros nutrientes que no pueden aportar los recursos vegetales”.

La maquinaria humana y su combustible

Una de las primeras preguntas que surgen es por qué los primeros humanos se vieron obligados a comer carne, y para responderla hay que atender a “dos factores importantes”, según la responsable del grupo de paleofisiología y ecología humana del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana, Ana Mateos. Por un lado, “la evolución fisiológica de los humanos, es decir los cambios en nuestra maquinaria”, y, por el otro, “los recursos que ofrecía el entorno”.

Desde el punto de vista de la evolución del cuerpo, “los humanos hemos ido incorporando alimentos de origen animal, que son de alto aporte calórico, porque nuestro cerebro y nuestro cuerpo lo necesitaban”, explica Mateos. “El cuerpo y el cerebro de los distintos Homo ha ido creciendo y esto, a nivel metabólico, requiere una contribución energética importante”, concluye esta investigadora.

Además, este aumento facilitó el desarrollo de nuevas habilidades por parte de los humanos. “Comer carne no nos hizo más inteligentes, pero hizo que desarrolláramos unas capacidades que nos ayudaron a sobrevivir”, afirma Mateos, especialmente en un entorno en el que se estaban produciendo importantes cambios ambientales.

“En ese periodo, en África se produjo un cambio climático importante en el que se establecieron las sabanas, con lo que ya no había recursos todo el año y hubo que buscar alternativas”, explica esta investigadora. Muchas de las especies de plantas que consumían los homínidos se adaptaron a este cambio, generando espinas o produciendo frutos menos suculentos y más difíciles de masticar y digerir 

Sin embargo, los animales podían proporcionar una fuente de calorías abundante y continua durante todo el año, pero para conseguirlos era necesario que los nuevos Homo tuvieran ciertas capacidades de improvisación, lo que implicaba una mayor inteligencia. En definitiva, el incremento del tamaño cerebral exigió a los humanos introducir la carne en su dieta y para obtener este alimento había que ser más inteligente.

La mejora de la caza y la llegada del fuego

Pero, a pesar de comenzar a comer carne, aún “no éramos cazadores”, aclara Marín, ya que “el consumo de carne era ocasional y a través del carroñeo, es decir de presas muertas por otros animales, ya que nosotros solo éramos un agente secundario”, así que la proporción de carne en la dieta no podía ser muy elevada. Tuvieron que pasar varios miles de años más para que otras especies del género Homo refinaran sus herramientas y sus artes de caza, lo que ocurrió hace aproximadamente 400.000 años.

Sin embargo, tanto o más importante que el desarrollo de la caza, fue el siguiente gran salto en la historia de la alimentación humana: el descubrimiento del fuego. “El fuego permite que la comida sea más fácil de digerir, menos tóxica, más sabrosa… y esto supuso un hito”, afirma Mateos. A partir de ese momento, que se produjo hace aproximadamente medio millón de años, los humanos empiezan a desarrollar distintas formas de procesar los alimentos, aunque no es hasta la llegada de los neandertales, hace unos 200.000 años, cuando, según Mateos, empieza “la verdadera cocina de los humanos”.

“Tenemos muchas evidencias arqueológicas que indican que los neandertales tenían una dieta muy variada y que desarrollaron técnicas de caza bastante óptimas”, explica Marín, que dirige un proyecto financiado por el Consejo Europeo de Investigación destinado a estudiar la extinción de los neandertales. Además, gracias al desarrollo de técnicas cada vez más precisas se han podido desterrar algunas ideas erróneas que se tenían sobre esta especie humana “como que eran hombres rudos que solo comían carne”, asegura esta investigadora.

Finalmente, con la llegada del Homo sapiens, llegaron también nuevos métodos de procesamiento de los alimentos, como la desecación, la congelación o el ahumado e incluso la fermentación de algunos productos. Además, las nuevas poblaciones humanas también se convirtieron en mariscadores habituales y el consumo de moluscos supuso una importante fuente de proteínas y de energía que diversificó aún más las dietas de los humanos.

¿Más carne o más vegetales?

Sin embargo, a pesar de los numerosos estudios, la realidad es que es muy difícil conocer de forma precisa las proporciones de los distintos alimentos que conformaban las dietas de los humanos. “La mayor parte de las medidas son indirectas, a través de la morfología dental, del desgaste de las piezas, para saber si tenían dieta dura o blanda, o mediante el sarro acumulado”, explica Marín.

En este sentido, es particularmente difícil obtener datos sobre los alimentos de origen vegetal, ya que los restos animales se preservan con más facilidad, lo que provocó que muchos investigadores dieran más importancia a la carne y despreciaran el consumo de otro tipo de recursos. En este sentido, un artículo publicado en el Nutrion Bulletin a principios de este siglo, concluyó que “el conocimiento de las proporciones relativas de los alimentos de origen animal y vegetal en las dietas de los primeros seres humanos es circunstancial, incompleto y discutible”.

Las nuevas técnicas, sin embargo, permiten analizar con mayor precisión los restos dentales para saber el tipo de dieta que seguían los humanos del pasado y “si no hay restos, podemos reconstruir el ambiente en el que vivían y ver qué recursos había a su alrededor”, explica Mateos. “Los insectos o las larvas, por ejemplo, apenas fosilizan, pero sabemos que los chimpancés los comen a menudo y que suponen para ellos una fuente habitual de proteínas y de grasa, con lo que lo normal es que los humanos también hubieran aprovechado ese recurso”.

Además, a esto hay que añadir la diversidad geográfica que existía entre los distintos grupos de humanos que se habían extendido por el planeta, por lo que Mateos asegura que “no se puede afirmar que exista una paleodieta en particular, sino varias, porque cada grupo humano vivía en un contexto geográfico y ecológico diferente, con recursos diferentes”.

La Paleodieta moderna

A pesar de esta diversidad y de la complejidad a la ahora de determinar la dieta de los primeros humanos, durante los últimos años se ha popularizado lo que se conoce como Paleodieta, un régimen alimentario que parte de la idea de que el ser humano solo se ha adaptado a los alimentos que comió durante los dos millones de años que precedieron al surgimiento de la agricultura y la ganadería, hace aproximadamente 10.000 años, por lo que rechaza productos como los cereales, los lácteos o, más recientemente, los productos procesados.

Sin embargo, aunque este movimiento parte de algunos datos ciertos, la mayoría de los investigadores que han estudiado la dieta humana durante el paleolítico se muestran críticos por su excesiva simplificación. “No tiene sentido comparar los alimentos que surgen a partir de la revolución neolítica, como los cereales, los lácteos o los animales domesticados, con los ultraprocesados que han surgido en los últimos 50 ó 60 años”, afirma Marín.

Entre las afirmaciones más comunes que hacen los que defienden la paleodieta es que somos los únicos mamíferos que consumimos leche en edad adulta, algo que los primeros humanos no podían hacer. Sin embargo, Marín afirma que “a pesar de que hace 10.000 años los humanos no eran tolerantes a la lactosa, ahora estamos adaptados a consumir lácteos, igual que nuestros intestinos se adaptaron al consumo de carne”. La realidad, afirma esta especialista, es que “genéticamente hemos ido evolucionando y adaptándonos al medio en el que hemos ido viviendo en cada periodo”. 

Mateos también coincide con la crítica de Marín, añadiendo que “no se puede extraer solo una visión parcial del pasado para hacer una generalización de lo que sería deseable en la actualidad” y recuerda que “como sapiens, nuestro genoma ya contiene esos cambios y adaptaciones”. Además, Mateos señala que “la evolución del género Homo es un proceso que no ha acabado” y advierte de que “eliminar de nuestra alimentación ciertos nutrientes probablemente tendrá sus repercusiones en el futuro. La evolución dirá —concluye esa investigadora— quién tenía razón”.