Las lecciones sanitarias tras la historia de la hidroxicloroquina y la COVID-19

Esta pandemia nos está mostrando a marchas forzadas cómo los conocimientos que se acumulan con los estudios científicos actualizan y cambian nuestra visión sobre el coronavirus y los métodos para tratarlo y prevenirlo. La hidroxicloroquina es uno de los ejemplos más emblemáticos en este sentido: ha pasado de ser uno de los medicamentos más prometedores contra el SARSCov-2 a ser actualmente un fármaco en “cuarentena” en diversos países por sus posibles riesgos para la salud.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) anunció hace unos días que suspendía temporalmente los ensayos clínicos con hidroxicloroquina para el tratamiento de la COVID-19 por razones de seguridad. Esta decisión se tomó a raíz de los resultados de un gran estudio observacional, publicado en la revista The Lancet, en el que se detectó que los pacientes tratados con este fármaco contra la malaria tenían una menor supervivencia y más arritmias cardíacas que el grupo de control.

La hidroxicloroquina se consideraba uno de los cinco tratamientos más prometedores al inicio de la epidemia mundial de coronavirus. No solo la OMS incluyó este medicamento en su gran ensayo clínico internacional Solidarity, multitud de grupos de investigación en diferentes lugares del mundo están evaluándolo en ensayos clínicos (actualmente hay más de 200 ensayos clínicos registrados, 15 en España). Sin embargo, diferentes países como Italia, Francia y Bélgica han anunciado la suspensión del uso de hidroxicloroquina para el tratamiento de los pacientes con COVID-19 debido a las preocupaciones sobre su seguridad.

Por el momento, el Ministerio de Sanidad ha anunciado que mantiene el uso de la hidroxicloroquina en estos pacientes y en ensayos clínicos contra la enfermedad. La Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) vigilará con cuidado los posibles efectos adversos. Además, tampoco han recibido notificaciones de alerta de los estudios con este fármaco en España.

La experiencia de estos meses en el uso de la hidroxicloroquina para la COVID-19 nos muestra una serie de lecciones sanitarias que siempre deberíamos tener presentes a la hora de valorar medicamentos con dudas sobre su eficacia.

Los peligros de lanzar las campanas al vuelo

El furor inicial por la hidroxicloroquina se generó a partir de un pequeño estudio clínico francés, publicado el 20 de marzo, en el que este compuesto parecía que ofrecía resultados muy positivos en pacientes con COVID-19, al reducir o eliminar su carga viral. Este estudio atrajo una enorme atención mediática en todo el mundo, pese a que contaba con una gran cantidad de limitaciones y de fallos en su realización. En el ámbito científico, recibió multitud de críticas por su baja calidad científica.

Con los datos presentes en este estudio, era imposible conocer realmente la eficacia de la hidroxicloroquina. Sin embargo, los efectos detectados in vitro y en otros pequeños ensayos clínicos, que sugerían actividad contra el coronavirus, unido a que se trataba de un fármaco ampliamente usado en humanos y relativamente seguro (sus efectos cardíacos eran ya conocidos) inclinaron la balanza a su favor. El mundo apostó por la hidroxicloroquina como uno de los fármacos más prometedores contra la COVID-19 en un entorno lleno de incertidumbre sobre su utilidad real y con una enfermedad infecciosa sin tratamiento efectivo conocido.

En España, la hidroxicloroquina ha sido uno de los principales fármacos usados por los médicos para tratar la COVID-19. Según refleja el primer gran registro clínico nacional (aún pendiente de revisión) de la Sociedad Española de Medicina Interna, alrededor del 86% de los pacientes hospitalizados con COVID-19 recibieron este fármaco sin tener realmente certeza de su utilidad bajo el concepto de uso compasivo. Un fenómeno que nos muestra que, ante la incertidumbre y el dilema de no saber qué podría ser lo mejor para el paciente, la práctica médica actual se decanta por tratar con medicamentos de forma experimental antes que no hacerlo.

En el ámbito político, presidentes como el estadounidense Donald Trump y el brasileño Jair Bolsonaro han alabado con entusiasmo y en repetidas ocasiones a la hidroxicloroquina. Trump declaró a mediados de marzo que la hidroxicloroquina combinada con el antibiótico azitromicina tenía una oportunidad real de convertirse en “una de las grandes revoluciones de la historia de la medicina”. Hace unas semanas, él mismo afirmó que se automedicó con este antimalárico. Bolsonaro, por otro lado, ha recomendado la hidroxicloroquina a sus ciudadanos afectados por la COVID-19, incluso con síntomas leves.

Este optimismo internacional sobre el medicamento tuvo consecuencias en multitud de rincones del mundo. El desabastecimiento del fármaco fue un problema que tuvieron que afrontar numerosos países. En España, el Ministerio de Sanidad tuvo que tomar el control de algunas de estas sustancias para asegurar el suministro. Personas de diferentes naciones, que pensaron que este medicamento era la bala mágica contra el coronavirus, se automedicaron y padecieron graves efectos adversos. En Aquitania, Francia, varios ciudadanos sufrieron trastornos cardíacos por automedicarse con hidroxicloroquina. En Nigeria, múltiples personas han sufrido también graves problemas de salud por la misma razón y en Estados Unidos un hombre falleció y su mujer entró en estado crítico por la ingesta de un producto limpiador de peceras con cloroquina.

Solo grandes y rigurosos ensayos aclararán su papel

El gran estudio observacional que ha detectado menor supervivencia en los pacientes tratados con este fármaco no es el final de la historia, ni mucho menos. Los estudios observacionales tienen grandes limitaciones y ofrecen información mucho menos fiable que los ensayos clínicos. Por eso no permiten atribuir relaciones de causa y efecto, por la cantidad de sesgos que pueden confundir los resultados. La selección de los pacientes del grupo de hidroxicloroquina no ha sido al azar y puede que al comparar con el grupo control estemos obviando detalles que afectan al resultado final (por ejemplo, que aquellos que haya recibido este tratamiento lo hayan hecho porque estaban más graves).

Otro aspecto clave en este asunto es la dosis de hidroxicloroquina que se emplea para tratar a los pacientes. Los propios autores reconocen que no saben si el riesgo incrementado de muerte en las personas que lo consumieron se debe a dosis altas o no. Puede que a dosis bajas o medias el efecto sea diferente. Por otro lado, múltiples expertos han apuntado la importancia de aplicar la hidroxicloroquina antes de que los pacientes lleguen a una fase grave de la enfermedad o aplicarlo combinado con zinc. Un estudio observacional preliminar (aún no revisado), realizado en España, sí ha observado aumento de la supervivencia en pacientes con COVID-19 cuando se administró hidroxicloroquina de forma temprana.

¿Deberíamos descartar la hidroxicloroquina como tratamiento contra la COVID-19? Lo cierto es que aún no lo sabemos. No hasta que varios ensayos clínicos rigurosos nos den la respuesta sobre su eficacia. Aquí en España, la AEMPS ha señalado las limitaciones del estudio observacional de The Lancet, entre las que destaca: “la dosis de hidroxicloroquina que usan es más alta que en otros ensayos y además ha tenido lugar en países con un sistema sanitario muy distinto”. La Agencia de Medicamentos ya ha tomado su decisión: “lo prudente es generar evidencia científica con ensayos clínicos”. En los próximos meses probablemente sabremos si la hidroxicloroquina es, de verdad, un aliado contra el coronavirus, al margen de optimismos desaforados o pesimismos infundados.

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