Al profesorado se le nota el cansancio en la voz. Los nueve meses de clases pesan y las juntas de evaluación, siempre intensas, aún resuenan en sus cabezas, pero el hastío va más allá. Es una fatiga que hunde sus raíces en dos cursos complicados, de pelea con una nueva ley que aunque muchos ven como positiva y bienintencionada, plantea retos mayúsculos, en parte por sus propios postulados y en parte porque el sistema no ofrece las condiciones de trabajo necesarias para desarrollarla. Se acaba de cerrar el segundo año de la Lomloe, el primero en el que se aplica en todos los niveles y en toda su extensión, y los problemas del pasado persisten.
El primero, y probablemente más exasperante para el profesorado, es la evaluación, ese elemento tan poco glamuroso como básico en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Competencias clave, competencias específicas, criterios de evaluación, perfil de salida, descriptores operativos... La manera de valorar si el alumnado ha adquirido los conocimientos (competencias) que se espera es uno de los principales cambios que introdujo la Lomloe y los docentes, perdidos en esta “neolengua” que incorpora la ley, lamentan la escasa formación (o nula, según el territorio) que han recibido por parte de las administraciones para aplicar el nuevo método. También que –aunque no es un elemento propio de la Lomloe, esta tampoco lo ha resuelto– la burocracia que el sistema impone les sepulta, con decenas (¿cientos?) de pequeñas evaluaciones por alumno y a la vez cientos de alumnos a los que evaluar.
“La normativa se va aplicando poco a poco, pero tenemos algunas dificultades para la evaluación competencial porque no han ofrecido formación suficiente”, expone Rosa Rocha, directora del IES Guadarrama y de la asociación madrileña de directivos de institutos públicos Adima. “La formación que se está recibiendo es la que el profesorado hace por su cuenta. Pasa siempre cuando se implanta una ley: al final son los profesores, los equipos directivos, los que se forman por su cuenta, y eso no es manera de implementar una ley”, añade.
Hace 12 meses, tras el primer curso completo de Lomloe en las aulas, varios profesores consultados por este medio referían la escasa formación recibida para afrontar con garantías una ley compleja y llena de nuevos términos, la enorme carga burocrática que no cesa, las novedades con la evaluación por competencias o las discrepancias (habituales) a la hora de decidir si un alumno pasa de curso o no, al haberse eliminado el máximo de asignaturas suspensas para promocionar, como algunas de las cuestiones que marcaron la aplicación de la conocida como ley Celaá.
La evaluación
Un año después la situación no ha variado mucho, sostienen algunos de esos mismos docentes. La Lomloe impone unas minuciosas evaluaciones en las que el profesorado debe valorar, en teoría, no tanto lo que el alumnado sabe sino lo que es capaz de hacer con ese conocimiento, siguiendo el trabajo del curso. Para comprobarlo la norma pide a cada docente que valore pequeños ítems, decenas de ellos por cada estudiante y asignatura del tipo: “Leer partituras sencillas, identificando de forma guiada los elementos básicos del lenguaje musical, con o sin apoyo de la audición” (este ejemplo corresponde a Música del primer ciclo de Secundaria).
Marta Fernández, profesora de Música en el IES Gaspar Sanz, en Meco (Madrid), le pone cifras a la empresa: 33 alumnos por clase como regla (los 30 máximos que permite la ley en Secundaria más un 10% “excepcional” que es más bien estructural) a multiplicar por ocho grupos. Más de 200 estudiantes a los que evaluar, en teoría y si se sigue la ley, en cada una de esas pequeñas píldoras.
De nuevo –tampoco es una batalla propia de esta ley, pero la Lomloe no la ha abordado– las ratios. Porque incluso entre quienes miran con buenos ojos la nueva ley sostienen que en las actuales condiciones es muy complicada de implementar. “El espíritu me parece muy bueno, es más humanista, más ver al alumno en su conjunto”, sostiene Fernández, pero para hacerlo bien hacen falta menos alumnos en clase porque si tienes que observar tantos ítems diarios no hay tiempo. Es imposible apuntarlo todo cada día“, reflexiona. Y ella es veterana, conoce al alumnado desde que entra al centro y le resulta más fácil seguirlo. Pero el proceso es una pesadilla para los interinos que llegan a final de curso a cubrir bajas y tienen que hacer todo ese trabajo sin siquiera saberse los nombres de sus estudiantes.
Es lógico que la evaluación sea un proceso preciso, que no quede a la impresión del evaluador. Que haya muchos instrumentos y muy variados. Pero tienes un límite de horas y con 120 alumnos a los que evaluar 8 o 9 competencias con 2 o 3 criterios... No hay tiempo material
Ana Aguirregoitia, profesora de instituto en Gijón (Asturias), cree que “es lógico que la evaluación sea un proceso preciso, que no quede a la impresión del evaluador. Que haya muchos instrumentos y muy variados. Pero tienes un límite de horas y solo montar las situaciones de aprendizaje, que aún son experimentales, lleva mucho tiempo. Está bien que se busque la reflexión en la evaluación. Insisto en esto sobre el año pasado: con 120 alumnos [ella tiene menos que Fernández porque imparte una asignatura con más horas semanales] puedes evaluar 8-9 competencias con 2-3 criterios... No tienes tiempo material para corregir todo lo que hay que testar. Para esto hacen falta unas plataformas tecnológicas, pero los compañeros que hemos intentado hacerlo estamos usando apps externas porque la consejería en Asturias no ha proporcionado herramientas y sin ellas es inviable”, reflexiona.
En otros casos sí, pero entonces surgen otras problemáticas. Por ejemplo, con la objetividad propia y del sistema, como explica Elena. “Sigo teniendo dificultades para evaluar algunos criterios en concreto. Y, sobre todo, sigo teniendo la sensación, cuando observo las medias de mis chavales [porque pese a la supuesta evaluación cualitativa hay que poner una nota en forma de número] de que la nota que me arroja no se corresponde con el aprendizaje real de mi alumnado”.
Otros profesores, en vez de seguir la teoría evaluadora que impone la Lomloe a base de pequeños hitos lo hacen al revés, precisamente para evitar los problemas que refería Elena: “La gente lo que ha hecho ha sido adaptar la evaluación a lo que quería hacer. Si querías poner un siete a un alumno, le ponías un siete en cada competencia. No es tanto que el alumno no estuviera bien evaluado, iba a tener la misma nota, pero no se ha hecho por competencias”. Y los que sí lo han hecho hablan de un infierno burocrático y horas y horas rellenando papeles e informes, robándole horas al sueño.
Toda esa labor debe concluir con una calificación global del alumno y un informe personalizado. Pero observando la redacción de algunas normativas autonómicas sobre cómo funciona la evaluación se entiende la confusión del profesorado: “Gracias a la vinculación existente entre los criterios de evaluación y los descriptores operativos de las competencias clave establecidos en los mapas de relaciones criteriales, de la calificación de los criterios de evaluación se obtendrán, para cada alumno, las calificaciones parciales y las calificaciones al final de curso de cada competencia clave según el nivel correspondiente”, reza la de Castilla y León, no muy diferente de otras.
La promoción
Fue uno de los elementos que más discusión generó entre el profesorado. Con el objetivo de reducir la repetición de curso, anormalmente alta en España (al menos en comparación con otros países), la nueva ley especifica la pone como el último recurso, excepcional, y desvincula la promoción de curso de las materias aprobadas y suspendidas; queda en manos del profesorado decidir si un alumno está preparado avanzar o no. Fue en ocasiones un debate ficticio, porque siempre ha habido promoción y titulación con asignaturas sin superar, pero el titular era goloso y se armó revuelo en torno a esta idea porque, aducían sus detractores, se estaban regalando los aprobados.
Hoy ese debate está algo superado, según los y las docentes consultados, aunque sigue habiendo discusiones acaloradas en las juntas de evaluación entre quienes apoyan el nuevo enfoque y quienes no. “Sí se producen situaciones difíciles. La cultura de la repetición está muy arraigada en España y todo lo que tiene que ver con promoción, titulación con materias no superadas siempre supone cierta conflictividad en los claustros y las juntas de evaluación”, admite Rocha.
En algunos centros, cuenta Fernández, se han elaborado una especie de directrices internas con el objetivo de ordenar un poco los debates y dotar al proceso de una cierta objetividad: con tantas suspendidas se pasa mientras no coincidan Matemáticas y Lengua a la vez, con tantas no, etc. También ha servido para pacificar las evaluaciones: con unos criterios a los que atenerse las discusiones se limitan.
Esta relación tan directa entre asignaturas suspendidas y promoción o titulación podría ir a priori contra el espíritu de la ley, pero a la vez dota al sistema de un cierto sentido de la justicia, explica esta profesora. Al menos a ojos del alumnado y las familias, que no ven cómo dos situaciones sobre el papel idénticas (x aprobadas, x suspendidas) acaban de manera diferente, algo que puede suceder con la Lomloe en función de esos imponderables que el profesorado observe en cada estudiante.
Cada vez más obligaciones
Por si lo anterior fuera poco, el profesorado ve cómo cada vez se le acumulan más tareas en el día a día. “Partes por acoso, conductas autolíticas... Nos desbordan”, expone Rocha. “Dedicamos mucha parte del curso a intentar resolver esto, pero no lo resolvemos; solo podemos acompañar a los jóvenes. Alguien desde la administración tiene que tomar las riendas porque esto nos supera. Parece que tenemos que resolver en los institutos todos los problemas que hay. Podemos detectar situaciones de salud mental, pero poco más que informar sobre ella, no somos psicólogos. Dedicamos mucho tiempo a acompañar y ayudar a estos chicos, pero hay que organizarlo de otra manera”, lamenta.
¿El resultado de todo lo anterior? El profesorado se ve cada vez más desmotivado, con menos ganas. “Antes veía poco entusiasmo, ahora veo menos todavía. Y mucha menos gente dispuesta a liderar un cambio en el ámbito educativo. En Asturias hay más del 50% de centros sin dirección voluntaria, van a tener que forzarlas”, cierra Aguirregoitia.
Un sentir muy parecido al que expresaba Elías Gómez, de Melilla, hace exactamente 12 meses. “Hay una sensación evidente de cansancio y rendición en gran parte del profesorado, o al menos es lo que veo desde mi particular punto de vista; y, en esta profesión, la pérdida de la ilusión es algo que arrastra con ella un puñado de otras cosas necesarias para que un país goce de una educación (y, por tanto, de un futuro) de calidad”.