La mano que perdió Rosario La Dinamitera fue enterrada en un lugar que ella nunca llegó a conocer
A quién no le ha pasado buscar una cosa y acabar encontrando otra que creía perdida. En los arduos trabajos de archivo de los investigadores de ArqueoAntro buscando dónde podría haber fosas de la Guerra Civil sin desenterrar, un trabajo subvencionado por el Ministerio de Presidencia, apareció una cuartilla que les llamó la atención. Reconocieron el nombre: Rosario Sánchez Mora, la miliciana de la que Miguel Hernández dijo en un poema que “celaba la dinamita / sus atributos de fiera” y, desde entonces, más que por sus apellidos, es conocida como 'Rosario La Dinamitera'.
El poema sigue así: “bien conoció el enemigo / la mano de esta doncella / que hoy no es mano porque de ella / que ni un solo dedo agita / se prendó la dinamita / y la convirtió en estrella”. Precisamente sobre esa mano ausente habla el reciente hallazgo de los arqueólogos.
En la mañana del 15 de septiembre de 1936, Rosario prendió la mecha de un cartucho de dinamita. Se encontraba en el frente bélico de Somosierra y a principios de verano había sido destinada a la sección de dinamiteros. Tenía 17 años. Se había escapado a hurtadillas de su casa para ir a defender Madrid junto a sus compañeros de la Juventud Socialista Unificada. Ese día la tropa estaba entrenando. Habían formado una línea de diez que debían arrojar la dinamita de manera coordinada para crear un efecto dominó. Rosario era la última por la izquierda. Cuando le llegó su turno, el cartucho se quemó por dentro pero no por fuera; la noche anterior había llovido y estaba húmeda. Alguien le gritó que la tirara pero antes de que pudiera reaccionar, la dinamita le estalló en la mano.
“Rosario, buena cosecha, / alta como un campanario, / sembrabas al adversario / de dinamita furiosa / y era tu mano una rosa/ enfurecida, Rosario”, escribió el poeta de Orihuela, amigo de la miliciana madrileña. Sánchez Mora vivió 72 años más, manca de la mano derecha, una mano “capaz de fundir leones”. Pasó por la cárcel, fue condenada a muerte aunque le conmutaron la pena por 30 años de cárcel, de los que solo cumplió tres. Ya en libertad, se convirtió en estanquera. Falleció en 2008 y su cuerpo está enterrado en el Cementerio Civil de La Almudena, en Madrid. Pero ahora se conoce que no todos sus restos mortales reposan allí.
El destino de la mano
En el libro que el periodista Carlos Fonseca le dedicó a Rosario, describe de manera novelada cómo fue el momento en el que perdió la mano: “no sintió dolor y tampoco perdió el conocimiento. Solo un intenso calor. Se miró la mano y vio que la explosión la había arrancado de cuajo. Tenía el radio a la vista y el muñón le chorreaba sangre. Se sintió desfallecer y se sentó en el suelo para no caerse. Después apoyó la cabeza en la tierra y se dejó ir”.
La llevaron a un hospital de campaña instalado en Buitrago pero allí no había medios para atender la herida, por lo que la trasladaron al hospital de sangre de la Cruz Roja en La Cabrera. El documento que han encontrado los historiadores de ArqueoAntro certifica que la mano que Rosario perdió fue enterrada en el cementerio de La Cabrera al día siguiente del accidente. “Las amputaciones se enterraban, probablemente en una fosa común”, explica Jesús Martín, arqueólogo de Arqueantro. Pero eso ella, probablemente, nunca lo supo.
Su biógrafo tampoco conocía este dato. “Ella nunca me habló de ello y yo creo que, de haberlo sabido, me lo habría comentado”, explica. En el Ayuntamiento de La Cabrera también lo desconocían y no saben cuál puede ser la ubicación exacta de la posible fosa común en la que eran enterrados estos miembros amputados durante la guerra. Fonseca pasó meses visitando a la protagonista de su libro, un día por semana, para hablar con ella de cara a la escritura de lo que sería Rosario dinamitera. Una mujer en el frente. Mientras Carlos escribía su libro anterior, dedicado a las Trece Rosas, alguien le habló de que Rosario las había conocido en la cárcel. La información resultó no ser cierta, pero el hallazgo de la miliciana, historia viva y todavía oculta del papel de las mujeres en la Guerra Civil, estaba ahí esperándole para ser contada.
“Cuando el Gobierno de Largo Caballero dice los hombres al frente y las mujeres a la retaguardia, muchas abandonan para ocupar en los puestos de trabajo que dejaron vacantes los hombres, pero no todas lo hicieron, Rosario fue una de ellas”, explica, sobre la necesidad de ahondar en la relevancia de las mujeres en la contienda, insuficientemente estudiada. “El papel de la mujer en la Guerra Civil se ha minimizado”, advierte. “Yo me he centrado en estudiar a los personajes anónimos, que no son los que aparecen en la historia académica, donde hay muy pocas mujeres reconocidas. Estoy convencido de que todavía hay muchas más mujeres relevantes cuyas vidas son totalmente desconocidas”.
Fonseca quería escribir un libro sobre la vida entera de Rosario y no solo sobre su papel en la guerra, pero ella era reticente a abrirse, le costaba hablar de su vida íntima y una y otra vez encauzaba la conversación a su vida política. Hasta que, con el peso de las conversaciones, Rosario va hablando de otros aspectos de su vida tras la salida de la cárcel en 1942, el mismo día en el que moría Miguel Hernández. Del reencuentro con su hija Elena y cómo la recibió como a una desconocida. De su marido, en paradero desconocido y reaparecido años después, habiendo formado otra familia. De cómo se enamoró de nuevo y tuvo una segunda hija, pero la relación se truncó también. De cómo empezó a vender tabaco a los transeúntes en la plaza de Cibeles esquina con Alcalá para ganarse la vida. Y así lo hizo durante seis años hasta que alquiló un estanco, que regentó durante 22 años en el barrio en el que vivía, Puente de Vallecas.
“Era una mujer con muchísimo carácter”, recuerda Fonseca. “Si le preguntabas algo que no le agradaba mucho llegaba incluso a enfadarse, pero al mismo tiempo me sacó sus cuadernos, sus fotografías y me ofreció su disposición, con recuerdos muy vivos, para contar la historia de su vida”, añade. Cuando la conoció ella tenía 86 años y vivía sola, rodeada de los cuadros que ella misma pintaba y de los recuerdos que se afanaba en conservar apuntándolos en cuadernos grandes de anillas.
Además de una memoria fuerte y clara, como si no hubieran pasado 70 años, que atesoraba Rosario, al periodista le llamó la atención “que en sus palabras no había un ánimo de revancha o de rencor sino las ganas y la necesidad de contar un relato que en este país no había interesado durante mucho tiempo”. La publicación de su libro coincidió con un momento relevante para la memoria histórica, un año antes de que se promulgara la ley de Zapatero y de que la Plataforma de Víctimas de Desapariciones Forzosas presentara una serie de denuncias que permitirían a Garzón abrir una causa en la Audiencia Nacional.
Cuando muere Rosario, a Fonseca le pilla en Ceuta trabajando en otro libro y no puede ir al entierro. Le cuentan, pero no sabe si es del todo cierto, que la entierran junto a un ejemplar de su libro, que ha sido muy importante para que, después de pasar décadas en el olvido, en su estanco de Vallecas se recuerde quién fue la mujer “espuma de la trinchera”. En la presentación del libro. Fonseca y Sánchez Mora estuvieron acompañados por María Teresa Fernández de la Vega, en ese momento vicepresidenta del Gobierno y Gaspar Llamazares, coordinador general de Izquierda Unida. Rosario se sintió reconocida al final de su vida. “Contenta y satisfecha”, dice el escritor, que recuerda que en las presentaciones, tal fue el interés sobre su figura, acababa ella firmando más libros que él.
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