Carme Arbonès Sàrrias ganaba 400 pesetas como mecanógrafa para la empresa textil Corbera i Bertran, propiedad de dos señores portadores de esos apellidos, Jaume y José. Carme tenía 20 años y estaba ya casada. Estábamos en guerra. Es 1938 y Barcelona está siendo bombardeada continua y sistemáticamente por la aviación fascista italiana y nazi. Más de 4.000 muertos. Más de 2.700 heridos. Más de 300 edificios totalmente destruidos. Más de 1.800 inmuebles con desperfectos, incluida la catedral. Más de 1.900 bombas.
Carme firma su ficha de trabajo en Corbera i Bertran con una letra redonda y optimista que primero gira en grandes círculos hacia atrás pero que acaba como una flecha, en decidida línea recta, hacia adelante. Vive en la calle Rosselló, número 300. Cuando firma su certificat de treball es agosto. En marzo, durante los tres días terribles en los que los italianos destrozaron el centro de la ciudad, cayó una bomba muy cerca de su casa. Cada día, Carme recorre los 15 minutos que separan a pie su casa de la fábrica, bordeando el barrio de Gràcia, en la Dreta de l’Eixample, entre las actuales estaciones de metro Verdaguer y Joanic. La mecanografista tiene la mirada amplia y serena, una boca pequeña que parece sonreír siempre y el pelo recogido en rizos, con raya al lado, al estilo de los años 30.
Todo eso, que no es nada y es mucho, pudo averiguar Fran sobre Carme Arbonès Sàrrias hace diez meses, cuando se encontró un archivador en la basura. Era una carpeta con anillas, de tapas de cartón, apaisada y con fundas plastificadas. Dentro de ellas, un tesoro: las fichas de todos los 206 empleados de Corbera i Bertran en agosto de 1938. Estaba en un contenedor en la calle València, junto a otros objetos de alguna oficina que parecía que estaba siendo vaciada y todo lo que allí había estaba destinado al vertedero. Fran forma parte del grupo de memoria histórica del Ateneu Llibertario de Gràcia, por lo que más bien parece que fue el archivador quien lo encontró a él.
Todo sucede alrededor del popular barrio de Gràcia: la fábrica, los domicilios de los trabajadores, el Ateneu, el contenedor en el que se encontró el archivador, pero todavía faltan los hilos que unan bien esta historia. El resto de compañeros del grupo de Fran trabaja en ello. Leyeron las fichas, las hicieron públicas, comenzaron a buscar a los descendientes y a preparar una exposición. Todavía no saben mucho, pero esto solo es el principio.
Corbera i Bertran era una fábrica que se había establecido en el barrio en 1929, en el número 1 de la calle Romans, donde ahora hay un edificio de viviendas de ladrillo visto sin nada en particular, vulgar, feo, donde lo único que destaca es una farmacia en el local que hace esquina. En 1936, Catalunya poseía el 80% de la industria textil del país y era uno de los sectores más potentes. La CNT tenía una fuerte y mayoritaria implantación por lo que, cuando se inicia la revolución social que sucede paralela a la Guerra Civil, la CNT-FAI inicia un proceso de colectivización de las industrias que tiene gran éxito en la de los tejidos. Corbera i Bertran es uno de los negocios que entran en esta dinámica de autogestión pero ni Jaume Corbera ni José Bertran son expulsados de la empresa, como demuestran sus fichas en el archivador, aunque mantienen sus trabajos como directivos y ganan un mayor salario que el resto de trabajadores. “La historiografía dice que en las colectivizaciones anarquistas se cargaron a los patrones y este carpesano demuestra que no es así”, dice Xavi Bou, del grupo del Ateneu.
Pero las cosas no iban bien en el sector textil: la guerra impedía el acceso a los mercados, los almacenes se llenaban de stock, dejó de llegar algodón por la vía de la importación, la subida salarial elevó los costes y redujo la competitividad. Xavi y sus compañeros se pusieron a investigar sobre la fábrica, de la cual nunca habían oído hablar. Sumergidos en la hemeroteca, averiguaron que era un negocio particularmente activo y que se destacaban por su solidaridad con el frente, enviando a los milicianos tanto ropas de abrigo como dinero a través del Socorro Rojo.
Al pasar las páginas con todas esas fichas, les llamó la atención la abrumadora mayoría de mujeres: son casi el 90% del total. El arquitecto y urbanista José Luis Oyón también forma parte del grupo del Ateneu y, con él, están estudiando qué cuentan esos papeles, que historia se puede extraer de ellos. “Las mujeres vivían muy cerca de la fábrica porque además de trabajar tenían que cuidar de los niños y hacer las tareas domésticas. La mujer estaba condicionada a tener que trabajar en un sitio cercano. También vemos que trabajan muchos grupos familiares, porque traen a las hijas y unos tiran de otros”, dice Bou. “Además de las fichas de los empleados de la fábrica, están también las de aquellos que trabajan en la sede donde tenían las oficinas, en el número 21 de la calle Bruch, y ahí ya son mayoritariamente hombres y viven más lejos de su lugar de trabajo”, añade.
Si las familias eran del barrio, no debería ser muy difícil encontrar a descendientes. La historia de este hallazgo apareció en medios locales y el grupo de memoria del Ateneu hizo lo que pudo por captar la atención de quien pudiera saber algo. Pero solo apareció un familiar de una de las trabajadoras. “Es normal, la memoria femenina con los apellidos desaparece al cabo de una generación”, recuerda.
La fábrica sobrevivió a la guerra, a la posguerra, a la represión, a la dictadura y a las crisis pero no a la deslocalización. Incluso superó el divorcio, por llamarlo así, entre Corbera y Bertran en los años 40. En la década de los 80 se trasladó a Rubí y cerró definitivamente en 1990. Cómo acabó este fichero en un contenedor del Eixample de Barcelona y quién lo tenía, es algo que aún no se sabe. Xavi tiene la sospecha de que lo podría haber guardado un interventor de la Generalitat, que era la que controlaba la empresa durante la colectivización. Cuando acaben de estudiarlo y hayan realizado la exposición que planean, donarán la carpeta a algún archivo que lo custodie y quede accesible para los historiadores del futuro, de haberlos. “El mayor peligro de la memoria no es que desaparezcan las personas sino que la gente se haga insensible a esto”, avisa.