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De despacho a habitaciones por 1.100 euros: los ‘coliving’ se escapan de la regulación
Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala

Ocupas de su propia casa

“Nunca pensé que llegaría a este extremo, a tener que ocupar mi propia casa para no dormir en la calle”. A Alicia Gómez la vida se le truncó en 2009, cuando, después de quebrar su negocio de hostelería, dejó de pagar la hipoteca que había asumido sin demora durante tres lustros. Dos años después llegó la orden de lanzamiento, la huida y el inicio de una nueva vida en un piso de alquiler. Con una deuda a las espaldas y sin trabajo, la pesadilla volvió a repetirse. Agotadas todas las vías legales y con dos hijos menores a su cargo, la única salida fue ocupar su antigua casa, cerrada a cal y canto por Bankia, la entidad propietaria.

“Cuando me ví con mis niños al borde del precipicio, acudí desesperada a la PAH. Allí comprobamos que mi piso, ahora del banco, estaba vacío. Y me propusieron entrar, como una vía para acordar desde dentro un alquiler social”, explica Alicia. La negociación no fue ni fácil ni rápida. Una vez superado el impacto emocional de los primeros días –“me dí un hartón a llorar que no está escrito”–, la mujer se acercó a su sucursal a comunicar que había ocupado su vivienda y que estaba en disposición de entablar un diálogo con la entidad. Bankia la denunció por delito de usurpación, pero finalmente no se presentó al juicio y el procedimiento quedó anulado.

“Dos meses después, en agosto de 2013, la entidad me condonó la deuda y me ofreció un alquier especial, como ellos llaman, por tres años”, cuenta. Este tipo de arrendamiento no es social porque es superior al 30% de los ingresos de la familias, pero sí está por debajo de precio de mercado. Alicia paga al mes 230 euros, más de la mitad de los 426 que ingresa gracias a la Renta Mínima de Inserción. “Vivo con 200 euros y no puedo retrasarme ni un día en el pago del alquiler porque el contrato avala un desalojo inmediato en ese caso”, relata Alicia, que reconoce que, a sabiendas de esta cláusula, lo aceptó “porque no tenía otra opción”. “Lo único que deseaba era regularizar mi situación, sobre todo por la seguridad de mis hijos”, confiesa.

“Hay que asumir la ocupación con todas las consecuencias”

Pilar Rodríguez lleva años trabajando en el asesoramiento de personas que, como última vía, deciden ocupar una vivienda. Imparte talleres en la PAH de Sabadell, a los que, asegura, “acuden entre 50 y 70 personas nuevas cada mes”. Los perfiles son muy variados: desde parejas jóvenes a personas de la tercera edad, pasando incluso por familias con bebés recién nacidos. “La gente llega desesperada porque ha agotado todas los posibles recursos legales para poner solución a su situación”, explica la abogada penalista. En estos talleres, Pilar les explica sin paliativos el riesgo que comporta ocupar. “No queremos engañarles. Entrar en una casa sin ningún tipo de contrato es un delito y eso tienen que asumirlo con todas las consecuencias”, cuenta.

El delito de usurpación está recogido en el Código Penal y castigado con multas que suelen oscilar de media entre los 400 y los 600 euros, además del abandono de la vivienda ocupada. Este proceso, apunta Pilar, puede durar años porque ya hay sentada cierta jurisprudencia en Cataluña sobre que la vía adecuada para resolver este tipo de conflictos no es la penal sino la civil. “Si el juez decide derivar el caso a esta otra vía el procedimiento se dilata en el tiempo”, reconoce la abogada. No obstante, también recuerda que, por lo civil, ganar el juicio es bastante más complicado.

“El 90% se pierde porque el denunciado tiene que demostrar que tiene algún título que le acredite a usar esa vivienda. Como no lo tiene, prevalece el derecho a la propiedad –del banco en casi todos los casos– sobre el derecho a la vivienda digna, que es en realidad un principio”, explica.

Desde la PAH recomiendan a las personas desalojadas que esperen un tiempo para ocupar su propia vivienda y que, antes de hacerlo, agoten el resto de vías. “Una vez efectuado el lanzamiento, la policía suele estar bastante pendiente de esas casas y pueden correr el riesgo de que les detengan en el intento”, advierte la abogada. En estos casos, además de delito de usurpación, las personas que ocupan pueden ser acusadas de incumplimiento de resolución judicial.

A pesar de que siguen dándose casos de detención, la presión social hace cada vez más difícil que jueces y policía miren hacia otro lado. “Durante el procedimiento penal, el magistrado puede ordenar el desalojo cautelar antes de que se resuelva el juicio. Ahora es muy poco frecuente, cuando hace unos años estaba dentro de la normalidad”, señala.

“Nos vimos acorralados y entramos a la desesperada”

A Rosa Aribó fue Alicia quien le dió el empujón que necesitaba para atreverse a volver a su casa de toda la vida. Ambas se conocieron en la PAH de Terrassa entre la desesperación y la vergüenza. “Llegué destrozada a las asambleas. El desahucio había destruido mi familia”. Rosa se detiene y su voz queda reducida a ratos a un hilo al otro lado del teléfono. El 4 de junio era la fecha límite para que dejara su piso, cuya hipoteca había estado pagando durante más de 15 años, pero se marchó antes. “Me producía pánico pensar en que podían entrar estando yo allí”, confiesa.

Había intentado sin éxito negociar con BBVA, la entidad que le concedió el crédito. “Me prometieron que si pagaba una cantidad reajustarían conmigo la deuda. Invertimos la beca de la universidad de mi hija, pero no cumplieron con su palabra. Éramos insolventes y el proceso de ejecución ya había iniciado su curso”, relata. La dación en pago también se la denegaron.

Esta mujer, de 54 años, tenía un negocio de reparación de electrodomésticos que les daba lo suficiente para cubrir los gastos básicos. Como cualquier familia de clase media, pidieron al banco un crédito de 17 millones de las antiguas pesetas para comprar un piso en Terrassa. Diez años después, las necesidades del negocio les llevaron a pedir una ampliación de la hipoteca. La entidad tasó entonces la vivienda en un valor que multiplicaba por tres el inicial y dio a Rosa un nuevo crédito de 20 millones para sanear las cuentas de su empresa. Pero no pudieron hacer frente a la nueva cuota mensual. “Tuve que despedir a siete trabajadores y al final cerramos”, cuenta.

A partir de entonces, reconoce Rosa, “fuimos sin frenos”. “A mi marido le diagnosticaron cáncer y el ambiente en casa era insostenible. Luego llegó el desalojo y una vuelta a empezar obligada con una losa cargada a la espalda: la deuda del piso en el que ya ni siquiera vivíamos”. Ella trabajó en una empresa de limpieza, pero ese empleo también se esfumó. Al ser morosa, le negaron el paro. “Nos vimos acorralados –confiesa– y nos planteamos ocupar ya a la desesperada”.

La entidad les denunció e intentó, según el testimonio de Rosa, entrar en la vivienda mientras ellos estaban dentro. El día en el que se vieron las caras con el banco, el juez concedió una prórroga para que la familia presentara los papeles que avalaran su situación precaria, de emergencia habitacional. En ese periodo, BBVA cedió y firmó con la familia un alquiler social de 125 euros mensuales prorrogable por cuatro años.

“A los bancos no les interesa tener un parque de viviendas sin uso porque es capital inmovilizado. El alquiler social les reporta, al menos, un ingreso mensual con el que pueden sufragar los gastos de la comunidad”, indica Pilar Rodríguez. En el municipio de Terrassa ya se multado a tres entidades por mantener inmuebles vacíos que no cumplen su “función social”. Por el momento hay cuatro expedientes sancionadores más abiertos, según datos de la Concejalía de Vivienda.

Estas multas coercitivas, contempladas en la Llei del dret a l' habitatge catalana, llegan a los 15.000 euros y están precedidas de un aviso para que las viviendas se pongan en uso, ya sea a través de la firma de un alquiler o por la cesión de la casa al ayuntamiento. “Tener pisos en desuso que no cumplen con las condiciones mínimas de habitabilidad degrada la vida de los barrios e incluso puede crear problemas de convivencia entre los vecinos”, denuncia Lluisa Melgares, responsable de Vivienda de la localidad catalana.

“La lucha ha sido muy difícil y, aún firmando el contrato, la tristeza no desaparece. Ni tampoco la rabia”. Rosa endereza el tono cuando habla del maltrato que sufrieron por parte de la entidad bancaria. “Se han llevado nuestra vida por delante y eso ya es irreparable. Nos han destrozado psíquicamente”. El día que abandonaron su casa dejó una nota en la cocina: “Os podéis quedar con todo lo mío, pero no me vais a quitar la ilusión de vivir”.

Más de 1.100 personas realojadas

Rosa nunca se rindió y hoy ayuda a personas en su misma situación en la Obra Social de la PAH. “La plataforma me ha hecho mucho bien, me ha devuelto toda la fuerza que me arrebató durante años el banco. Estoy volviendo a ser la Rosi que era”. Y se emociona. “Esta labor me llena, hay que sentirla”.

La PAH ha logrado realojar a más de 1.100 personas en edificios vacíos propiedad de bancos e inmobiliarias. “El trabajo –dice Pilar– es cooperativo y se hace todo un recorrido en conjunto antes de proceder a ocupar. Las que deciden hacerlo conocen los riesgos, pero no encuentran otra salida”. El último caso ha sido en Madrid, en el barrio de Malasaña, donde la Asamblea de Vivienda Centro ha ocupado un inmueble que llevaba vacío 17 años. En las viviendas se alojarán siete mujeres y ocho niños “sin otra alternativa habitacional”.

Mientras tanto, las medidas para frenar los desahucios llegan a cuentagotas. En mayo se puso en marcha el Código de Buenas Prácticas Bancarias, al que las entidades se adhieren de forma voluntaria. También arrancó el Fondo Social de Vivienda, una iniciativa para proveer de un hogar a las personas que han sufrido un desalojo y que ha resultado ser, por el momento, un fracaso. De las 6.000 viviendas que los bancos pusieron a disposición de esta medida, se han formalizado solo 410 contratos. La ley antidesahucios andaluza, aprobada por el Parlamento de la comunidad autónoma, sigue en suspenso mientras el Tribunal Constitucional resuelve el recurso que el Gobierno central presentó contra la norma.