En el año 2007, en paralelo a un proyecto cultural desarrollado en Soria, el investigador Josemi Lorenzo comenzó a localizar, en lugares nobles de algunas iglesias, arrumbadas en algún lugar del templo o recolocadas en las tumbas de algunos cementerios de la provincia, una serie de viejas placas de color azul. En todas ellas, figuraba un texto similar: el nombre de un soldado fallecido, su función en el ejército español, una fecha (la de la muerte) y un texto así: “Muerto gloriosamente por la patria en la campaña de África”. Un pequeño homenaje que, de ser aislado, puntual, no revestiría mayor interés. Al cabo de los años, la búsqueda ha conseguido recopilar 21 de estos carteles mortuorios, aunque en la prensa local de la época —que publicaba las noticias del impopular conflicto bélico con Marruecos con la información que llegaba a cuentagotas— hace referencia a cerca de un centenar. Algunas podrían estar en manos de familiares; otras han caído directamente en el olvido, desaparecidas para siempre.
Pero ¿por qué en Soria y no en otros lugares? ¿Qué elemento diferenciaba a esta provincia, despoblada y maltratada durante siglos? La respuesta tiene fecha: el 23 de agosto de 1921 llegó incluso a la prensa madrileña la noticia de la creación de la Junta Patriótica Provincial de Soria. Fue este organismo —y no el Estado— el que en la olvidada Soria de Machado, Bécquer y Gaya Nuño decidió impulsar una serie de placas que acompañaran los escasos cuerpos repatriados que regresaban del “matadero” —con este sustantivo se refiere el historiador Josemi Lorenzo a la citada campaña de África— del valle del Rif marroquí.
Aquel verano de 1921 se produciría la mayor derrota de un ejército colonial europeo: la retirada del Ejército español del campamento de Annual hacia posiciones más favorables le costaría la vida a cerca de 8.000 soldados españoles (hay cifras que señalan a más de 11.500), a manos de los guerrilleros del valle marroquí comandados por Abd-el-Krim. En agosto, cuando se crea el órgano soriano, la prensa española ya habla del “Desastre de Annual”.
¿Cuál fue el papel del Estado en esta tragedia? Bajo el reinado de Alfonso XIII, el Gobierno se limitó a entregar a las familias una cantidad económica por el “arrojo” del soldado muerto, una cuantía estándar de unas 250 pesetas. Según ha recabado Josemi Lorenzo, en aquel periodo no hubo una política de memoria de las guerras de África ante la impopularidad de las consecuencias del conflicto con Marruecos. Y eso es lo que hace relevante esta iniciativa. “Las placas sorianas fueron, por lo tanto, una excepción”, asegura Lorenzo.
En un lugar destacado de la iglesia
Los carteles mortuorios comenzaron a fabricarse en enero de 1922 —por encargo a una casa de Madrid, donde previsiblemente todas se produjeron a través de una misma plancha metálica— y las primeras se colocaron hacia julio. En paralelo, en los distintos pueblos sorianos se celebraron misas en sufragio por los malogrados soldados, haciendo coincidir la ceremonia con el aniversario del deceso. Las placas se colocaban en lugares nobles, visibles, del templo, en sus muros o en el arco triunfal. Aquel humilde gesto se convertiría prácticamente en algo único. “Hasta donde conozco, se trata del primer proyecto memorialístico de ámbito provincial que se hace en España; el resto fueron acciones de tipo aislado”, detalla el investigador, que ha alimentado esta búsqueda los últimos tres lustros. “No es el homenaje a un soldado conocido como en otros casos, sino a unos jóvenes que fueron a morir (y a matar) en penosas condiciones, tan lejos de sus casas”, reza en uno de los apartados de la investigación.
Quizá, junto a la creación de la Junta Patriótica, sí que haya otra razón para la creación de las placas, un pequeño homenaje a una tierra doble (o triplemente) golpeada a lo largo de la historia. Soria siempre fue un territorio eminentemente rural, donde trabajaban multitud de jóvenes, con escasos recursos económicos; distintos, en todo caso, a los habitantes de las urbes. El caso es que —y en esto incide el estudio— en proporción con las ciudades, fueron muchos más los quintos sorianos quienes emprendieron aquel fatídico viaje sin retorno.
Explica Lorenzo que, en la época y aunque oficialmente no se reconocía tal posibilidad, “la gente intentaba redimirse del combate pagando en especie; si en el sorteo te tocaba una bola con un número bajo, ya sabías que tendrías que acudir a luchar a África”. También existía la posibilidad de encontrar a otra persona que quisiera desempeñar el mortal papel.
Todos tenían en mente la imagen del joven apesadumbrado que se trasladaba a Marruecos a dar la batalla en unas condiciones extremas de falta de recursos, que meses más tarde regresaría en una caja (en el mejor de los casos, pues no todos lo hacían). “Lo que la guerra suponía para las familias sorianas era dejar que, al hijo, en plenas facultades, lo mandaran a Marruecos para volver muerto o lisiado: eso era la Guerra de África”, añade Josemi Lorenzo.
El miedo y la despoblación
Así que, sabiendo que los jóvenes rurales, con escasos recursos económicos eran presa fácil del reclutamiento africano, muchos recurrieron al exilio. Un elemento más de éxodo y despoblación para una provincia cuyos moradores habían comenzado a hacer las maletas siglos atrás. Entretanto, quienes no podían escurrir el bulto y debían “ir a morir” a Marruecos tenían a su favor los pomposos mensajes de los poderes del momento. “Los inflamados discursos sobre la patria procedían, curiosamente, de los sacerdotes en las iglesias y de los mandamases del ejército, es decir, aquellos que nunca acudirían al frente y en el caso de los militares, harían lo posible, pagando, para que sus hijos tampoco lo hicieran”, relata el historiador.
De aquellas más que posiblemente inútiles muertes de bisoños soldados, sin preparación bélica ninguna, agua ni víveres, ha sobrevivido hasta nuestros días esta colección de placas que ahora entran en un estudio sistemático, al que se incorporarán, seguro, nuevos hallazgos. Cuenta Josemi Lorenzo que algunas continúan, intactas, en los lugares de templos sorianos (sobre todo, en el norte y en el este de la provincia), otras se encontraban prácticamente tiradas en alguna estancia o almacén y han sido recuperadas, y, finalmente, algunas recolocadas en las tumbas de los desafortunados militares, por mediación de sus familias. Sin embargo, y por desgracia, la mayoría han debido de acabar en un limbo, desaparecidas, como también lo han hecho los últimos herederos de aquellas identidades tristemente inmortalizadas sobre latón.
Las placas obligan al recuerdo de “una España empobrecida; para los patrioteros herida en su orgullo desde la pérdida de las últimas colonias en 1898, con una larguísima Guerra de África, en pie desde 1859, animalizando al adversario, al moro, mientras quienes nunca se iban a exponer enviaban ánimos a los soldados”, reflexiona Josemi Lorenzo. Pero, quizá, para vislumbrar hasta qué punto aquella España se traicionaba a sí misma, habría que recurrir a una triste anécdota que habla de forma patética de un Estado. Cuando el líder de los rebeldes rifeños, Abd-el-Krim, pidió un rescate de cuatro millones de pesetas por la liberación de los últimos 326 prisioneros con vida, tras el Desastre de Annual en 1921, al monarca Alfonso XIII no se le ocurrió otra cosa que lanzar una sentencia —según se le atribuye— que quedaría para los anales… de la vergüenza: “¡Pues sí que está cara la carne de gallina!”.