En abril de 1985, la pala de una excavadora que trabajaba junto a unos viñedos en Laguardia, en la Rioja alavesa, sacó a la luz centenares de cráneos y otros huesos humanos de una antigüedad en torno a los 5.000 años. Los análisis de aquella tumba colectiva, que se bautizó con el nombre de San Juan ante Portam Latinam por la cofradía que poseía los viñedos, permitió identificar alrededor de 300 individuos de todas las edades, muchos de ellos con heridas de flecha, que vivieron a finales del Neolítico. Pero no había pruebas suficientes para determinar con certeza si aquello era un campo de batalla o el motivo por el que los cuerpos se habían acumulado en aquel abrigo natural a lo largo del tiempo.
Un equipo liderado por Teresa Fernández-Crespo, de la Universidad de Valladolid, ha pasado los últimos cinco años reexaminando los restos con nuevas técnicas para identificar con mayor precisión las lesiones que aparecen en los huesos, tanto curadas como no curadas. Y los resultados, publicados este jueves en la revista Scientific Reports, obligan a repensar el significado de todo el conjunto arqueológico y lo que allí pasó. “Lo que encontramos son muchas más heridas, sobre todo no cicatrizadas”, explica la investigadora. “Creemos que lo que vemos aquí es el resultado de una guerra”.
Más hombres con heridas violentas
Las pruebas obtenidas por los autores les llevan a determinar que el 23% de los individuos tenía lesiones antiguas y el 10% tenía lesiones sin curar, sustancialmente más altas que las tasas de lesiones estimadas para esa etapa de la prehistoria humana. Esto significa que las lesiones se produjeron muy cerca del momento de la muerte, y muchas de ellas resultaron mortales. También encontraron que el 74% de las lesiones no curadas y el 70% de las heridas curadas habían ocurrido en hombres adolescentes o adultos, una tasa significativamente más alta que en las mujeres.
El 74% de las lesiones no curadas y el 70% de las heridas curadas habían ocurrido en hombres adolescentes o adultos
“También vemos heridas cicatrizadas y sin cicatrizar en el mismo individuo, lo que indica que estuvieron expuestos a violencia de manera recurrente y nos habla de un periodo de conflicto extendido en el tiempo, de meses o años”, añade Javier Ordoño, arqueólogo de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU) y coautor del artículo. Asimismo, recuerda, hay 52 puntas de flecha halladas junto a los cuerpos, de las cuales “al menos 36 habían sufrido un impacto, es decir, llegaron al yacimiento embebidas dentro de los cuerpos”.
“Lo que vemos es que la mayoría de los traumas corresponden a varones adolescentes y adultos —explica la investigadora principal—, y esto es tremendamente singular dentro del registro, lo que nos lleva a pensar que eran los que estaban expuestos a violencia y que las heridas se produjeron como resultado de una batalla o varios asaltos”. Esta mayor presencia de hombres heridos es una diferencia notable respecto a otras masacres del Neolítico identificadas en Centroeuropa, en las que hay hombres, mujeres y niños, porque fueron indiscriminadas.
Una revisión con mejores técnicas
En este nuevo trabajo han participado algunos de los investigadores que firmaron los primeros estudios sobre el yacimiento, a finales de la década de 1990, como el antropólogo forense Francisco Etxeberría. “Ahora, al revisarlo todo con más detalle y más medios, hemos podido entender mejor algunas de las que en su momentos llamábamos alteraciones del hueso que en realidad son lesiones del hueso”, explica. “Al hacer la revisión, efectivamente algunos de los casos parece claramente que no son roturas del hueso, sino que son traumatismos”, señala.
El antropólogo recuerda que además de las flechas clavadas en el hueso y cicatrizadas —algo que cuestionaron algunos prehistoriadores— él y su equipo plantearon por primera vez que las puntas de flecha que aparecían junto a los cuerpos no eran parte de ningún ajuar, sino que probablemente iban incrustadas en los tejidos blandos. “Las nuevas evidencias dejan más clara esa idea de que se trata de un yacimiento atípico y excepcional”, apunta. “No es la cueva sepulcral ni el dolmen que construyen para enterrar, es un hueco en la ladera que se aprovecha para llevar muchos restos, muchos de los cuales se están enterrando simultáneamente”.
“Daños colaterales” del conflicto
Con todos estos elementos, los autores se inclinan por pensar que muchos de los individuos pueden haber sido víctimas de lo que definen como el primer período de guerra en Europa, más de 1.000 años antes que el anterior conflicto de mayor escala conocido en el continente, la llamada batalla del valle de Tollense. “Mientras en ese caso está claro que es un campo de batalla —especifica Ordoño—, aquí vemos un enterramiento formado por una sucesión de eventos violentos durante un tiempo prolongado, un periodo de conflictividad que podemos definir como una guerra”. “Estamos encontrando la evidencia en el tamaño y duración de guerra más evidente en el registro prehistórico europeo”, sentencia Fernández-Crespo.
Estamos encontrando la evidencia en el tamaño y duración de guerra más evidente en el registro prehistórico europeo
Los investigadores también consideran que la aparición de porosidades en algunos de los restos óseos y la deficiencia en la formación del esmalte son “indicadores que nos permiten hablar de periodos de estrés y malnutrición en la población”, o en otras palabras, de los daños colaterales de aquel conflicto. “Para mí, lo más relevante es que no nos hemos quedado en la evidencia solo de los traumas, sino que hemos querido ir más allá y ver cómo fue el impacto a nivel social de este conflicto”, concluye la investigadora principal. “Al final las víctimas suelen ser la población civil y son las grandes olvidadas”.
“Con las dataciones de carbono vemos que la franja de utilización de ese sitio es muy reducida, es prácticamente una generación, no se ha usado durante miles de años, sino todo lo contrario”, asegura Francisco Etxeberría. “Se podría decir que hay una generación entera que sucumbe por ese conflicto o por las consecuencias y se entierran de manera improvisada en ese espacio”, resume. “Y en toda catástrofe hay gente que muere in situ y luego está la desgracia de los que les acompañan, problemas en los cultivos conducen a hambrunas o epidemias, y la gente se muere, por eso aparecen niños y mujeres”.
Hay una generación entera que sucumbe por ese conflicto o por las consecuencias y se entierran de manera improvisada en ese espacio
¿Guerra o sucesión de vendettas?
Alfredo González-Ruibal, arqueólogo del Instituto de Ciencias del Patrimonio (Incipit-CSIC) y experto en violencia en la prehistoria que no ha participado en este estudio, cree que lo que sucedió en el norte de España hace 5.000 años encaja como concepto de guerra, entendida esta como “enfrentamiento de dos bandos, de forma institucionalizada y colectiva a lo largo del tiempo”, no como las guerras actuales. Y se produce en un momento en el que se introduce un elemento ideológico importante en estas sociedades, advierte. “Cuando surgen la figura del guerrero y las armas tal y como las concebimos ahora, una herramienta que sirve para matar a otros seres humanos, no solo animales”, explica. “De hecho, el que casi todos los muertos sean hombres indica que estamos hablando de individuos que ejercían la función de guerreros, a tiempo parcial, por lo menos”.
Claramente en esa zona está pasando algo muy bestia a mediados del cuarto milenio, por eso encaja llamarlo guerra
La cuestión, para González-Ruibal, es si a esto le podemos llamar guerra o no, porque se podría pensar que encaja muy bien con un ciclo de vendettas que son típicos de agricultores incipientes, este tipo de sociedades tribales, que en algunos casos duran siglos. Pero en este caso es muy relevante que en la región en torno al yacimiento hay una acumulación inusualmente alta de restos humanos con muertes violentas. “En la Rioja alavesa se da la mayor proporción de gente herida o muerta por flechas de toda Europa”, subraya González-Ruibal. “Claramente en esa zona está pasando algo muy bestia a mediados del cuarto milenio, por eso encaja llamarlo guerra. Diría que probablemente sea la primera guerra documentada arqueológicamente en la península ibérica”.
A juicio de González Ruibal, este conflicto no es el primero de este tipo en Europa, puesto que existen unos hechos muy similares en la Alsacia hacia el año 3.800 a.C. con pruebas claras de violencia armada entre grupos y un caso de un ataque violento de este tipo hace 7.000 años en Alemania. “Por no hablar de otra masacre prehistórica legendaria, que es la de Jebel Sahaba, en Sudán, de hace 13.000 años —recuerda— que posteriormente también se concluyó que era producto de una guerra”.
Laura Muñoz-Encinar, arqueóloga e investigadora del Incipit-CSIC, considera que se trata de un trabajo novedoso y muy relevante, que aporta una investigación holística de la violencia. “El enfoque interdisciplinar ha permitido establecer inferencias para la interpretación del conjunto arqueológico y asociarlo a un contexto de conflicto que duró al menos varios meses y en el que existió una mayor representación de varones”, señala. En su opinión, es especialmente relevante que los autores muestren también las partes más intangibles de la violencia y su impacto en la sociedad del momento. “Una violencia que fue física, pero que también tuvo un gran impacto en la población viva, manifestada en estados carenciales, desnutrición o el desarrollo y prevalencia de ciertas enfermedades”.
Se produjo violencia física, pero también tuvo un gran impacto en la población viva, manifestada en estados de desnutrición o aparición de enfermedades
Pedro Díaz-del-Río, investigador del Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS-CSIC), cree que el estudio aporta una extraordinaria documentación arqueológica de un conflicto tribal contenido en el tiempo y en el espacio. Aunque los autores proponen que lo ocurrido en este lugar fue desencadenado por una posible crisis alimentaria local en un contexto peninsular de creciente presión demográfica, le parece que este último aspecto es más difícil de defender como causa del conflicto, “en una península ibérica habitada por menos de medio millón de individuos, algo similar a la población actual de un municipio como Murcia”, apunta. Por eso, llama a valorar la extensión del conflicto tribal en su justa medida. “Los profesionales de la arqueología tenemos la responsabilidad de contextualizar las distintas formas de violencia humana que documentamos, especialmente en un mundo tristemente acostumbrado a las atroces imágenes diarias de muerte y destrucción”, asegura.
Aunque falta un análisis más profundo, los datos genéticos apuntan a que se trató de enfrentamientos entre poblaciones locales de agricultores. ¿Qué llevó a aquellas poblaciones neolíticas, que llevaban 2.000 años explotando la agricultura en una zona tan fértil, a matarse entre ellos? “Lo que proponen los autores es una competición por los recursos”, asegura González-Ruibal. “Esto encaja con lo que sabemos antropológicamente, y es que a las sociedades con quien más les gusta pegarse es con sus vecinos”. Las guerras de invasión son más llamativas, señala, pero son menos habituales a lo largo de la historia. “Lo que vemos, en cualquier caso, es que en la prehistoria hubo conflictos y guerras como los hay ahora, pero no hubo todo el rato una guerra continua”, concluye. “Gracias a estos datos podemos afinar mejor y no plantear la prehistoria como un periodo de masacres continuas, como se plantea en muchas ocasiones, de forma errónea”.